Somos demasiado jóvenes para dejarnos morir

Capitulo 4

Capítulo 4

Bienvenido a casa

No tengo idea del tiempo exacto, solo sé que una notificación me despertó de un lindo sueño… uno que, en algún momento, fue mi vida. Y, de repente, pensé en él. Hace tiempo que no veo a mi padre, no desde “la decisión”.

Sigo tirada en la cama. Estiro la mano hacia la mesita de noche y, con algo de esfuerzo, alcanzo el móvil. Es un correo. Me incorporo de golpe, ansiosa. ¿Será…? ¿Habrá sido aceptada alguna de las postulaciones que hice? Deslizo la plantilla para abrirlo. Mi corazón se acelera.

Pero no. La decepción me golpea como una vieja conocida. Solo es un correo de satisfacción por una compra en línea.

Frunzo el ceño. Leo con atención.
No recuerdo haber hecho esta compra: un mueble… o más bien, un pequeño escritorio. Reviso la dirección de envío. Tal como lo sospechaba, fue enviado a casa de mi madre. No estuve suficiente tiempo ahí para recibirlo.
Suspiro. Tiro el móvil sobre la cama y me levanto con decisión.
Voy a buscar ese escritorio.

Paso por la cocina y noto el desayuno que mamá dejó en la mesa. Huele bien, pero no tengo hambre. Tal vez más tarde.
Sigo hasta la puerta trasera que conecta con la bodega.
Hay demasiadas cajas. Todas cubiertas de polvo.

Sin previo aviso, una caja cae al suelo. Su contenido se desparrama y queda al descubierto.
Fotos. Álbumes. Recuerdos.

Me detengo. Son las fotos de mi graduación. Hace tiempo que las guardé aquí. Es mejor así.
Tomo la primera: estoy junto a mis dos amigos —o lo que alguna vez fueron.
La foto fue tomada por mi padre.

Perdí contacto con ellos cuando me contrataron en mi antiguo empleo. Me perdí en el trabajo. Me consumí tanto en “aprovechar la oportunidad” que no tuve tiempo para reencontrarnos.
En la imagen llevamos puesta la toga con detalles dorados. Amelia está a mi izquierda. Su cabello teñido de azul, sus ojos grandes y brillantes. Siempre fue valiente, auténtica.
Recuerdo perfectamente lo que dijo aquel día, justo después de que sus padres le cuestionaran su decisión:

—He seguido las reglas al pie de la letra. Tal vez esto —señalando su cabello— me haga sentir feliz.

Del otro lado está Alan, alto, delgado, con su típica camisa fajada y su suéter beige.
Una promesa para su familia. El primero de su generación en estudiar en el extranjero.
—Haré crecer el negocio de mi padre —dijo con firmeza—. Y luego, creo que regresaré a mi país.

Y ahí estoy yo, en medio.

Los abrazo a ambos con fuerza. Tengo una sonrisa inmensa, el cabello largo cayendo sobre mis hombros, un maquillaje sutil, y una energía que ya no reconozco. Por reflejo, llevo una mano a mi cabeza… pero no toco nada.

Me corté el cabello hace unos meses. Ahora apenas me roza los hombros. Miro mis manos. Antes estaban suaves, tranquilas. Hoy tiemblan sin razón y están cubiertas de curitas para no seguir lastimándome.

Definitivamente… ya no soy la chica de 22 años que creía que la vida adulta era sencilla.

Cierro el álbum de golpe y lo devuelvo a su lugar. Sacudo el polvo de la ropa y retomo la búsqueda del paquete. Muevo algunas cajas más hasta encontrarlo… pero no es el escritorio lo que aparece. En su lugar, me topo con un montón de objetos envueltos en papel y plástico: todas mis cosas del pequeño apartamento que una vez llamé hogar. Fotografías, cajas repletas de libros, cobertores doblados, algunos bolsos, platos, mi mesita de noche—o lo que queda de ella—y la lámpara con luz tenue que encendía cada noche antes de dormir. También está ahí, cubierto por una capa de polvo, mi pequeño pizarrón con anotaciones aún medio visibles: recordatorios, frases motivadoras y tareas sin cumplir.

Después de dejar el trabajo, dejé también mi vida independiente. Me rendí. Volví a casa, olvidando por completo que todo esto había quedado empacado y encerrado como yo misma. A veces, para avanzar, creemos que debemos soltarlo todo… pero creo que, en mi caso, solo me escondí. No avancé. Me estanqué en el miedo.

Sacudo esos pensamientos. No quiero dejarme arrastrar por el pasado ahora. Sigo buscando, hasta que mis ojos se detienen en algo más: un estuche oscuro, semiabierto.

—Mi violín… —murmuro, sorprendida.

Todavía está aquí.

Fue mi primer violín, el que mi madre me regaló después de que me enamorara perdidamente de la música en aquel curso de verano. Recuerdo que no quería dejar de tocarlo, aunque con el tiempo lo fui dejando de lado. El tiempo pasó, y la vida adulta lo empujó al rincón de los “tal vez algún día”.

Quién diría que una simple bodega llena de polvo, cajas y cosas olvidadas sería capaz de devolverme tantos fragmentos de mí: desde los más dolorosos, hasta los más felices.

Definitivamente volveré con más calma. Necesito revisar esto con el corazón menos apretado. Pero ahora tengo una misión. Sigo adentrándome en la bodega, esquivando cajas, hasta que al fin lo encuentro.

Ahí está: el escritorio. Más grande de lo que recordaba. Con esfuerzo, lo saco de la bodega y lo arrastro hasta el centro de la sala.
Lo miro. Respiro hondo.

Tal vez sea solo un mueble. O tal vez, sea el principio de algo que aún no sé cómo construir……

Comienzo a abrir la caja y a sacar lo que parecen ser las piezas de un futuro escritorio.
Pero en medio del proceso, me detengo. Me doy cuenta de algo muy obvio: no tengo las herramientas necesarias para armar esta cosa.




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