Capítulo 5
El escritorio
Antes de llegar a casa, hicimos una parada en la casa de mi padre. Había olvidado cuánto me recordaba esta pequeña vivienda. Fue el primer hogar que compartieron él y mi madre cuando se casaron, y también donde nací yo.
No vivimos mucho tiempo aquí. Con el paso de los años, la familia creció —no mucho, pero lo suficiente como para que una casa de dos habitaciones se volviera insuficiente. Mi madre necesitaba un espacio para trabajar desde casa y mi padre soñaba con un cuarto para guardar sus proyectos a medio terminar. Así que tomaron la decisión de mudarse. A un hogar más grande, sí… aunque con más cambios negativos que positivos.
Mientras él busca su caja de herramientas en el cuarto que ahora usa como taller, yo recorro la casa. Es pequeña, pero cálida. No hay muchos muebles, solo lo esencial, como si cada objeto tuviera que ganarse su lugar.
Me acerco al ventanal de la sala, donde hay un pequeño mueble con fotografías colocadas con cariño, casi como una línea del tiempo.
La primera soy yo, recién nacida. Luego una foto en la que sostengo a mi hermana Lily, apenas una bebé. Más adelante, una imagen de nuestro primer día en el colegio: Lily vestida de doctora y yo... de ratón. También hay una donde ella gana su primer concurso de deletreo y otra donde yo toco el violín. La última es mi graduación.
—¿Por qué me dejaron usar ese absurdo disfraz? —le pregunto a mi padre, sonriendo—. ¿Acaso no existían las princesas o algo más… en mis tiempos?
Él ríe suavemente mientras acomoda las herramientas en una caja.
—¿"En tus tiempos"? ¿Qué edad crees que tienes, Mara? ¿Cincuenta?
—¡No! Pero igual hubiera preferido ser algo más... glamuroso.
—A mí me gustaba tu disfraz de ratón —dice casi para sí mismo, evitando mirarme mientras cierra la caja—. Aquí está todo lo que necesitas.
Mi padre no solía ser tan reservado. No lo culpo, pero me duele verlo así. Solo espero que, en algún momento, se sienta listo para hablar. Como yo lo hice con él alguna vez.
Mi padre camina en silencio hacia la sala con la caja de herramientas bajo el brazo. Yo lo sigo, todavía con la última imagen en la cabeza: él diciendo que le gustaba mi disfraz de ratón. Esa simple frase, tan pequeña, tan suya, me deja con un nudo en la garganta.
Nos sentamos en el borde del sofá. Él coloca la caja en el suelo y comienza a revisar si las herramientas funcionan correctamente. Yo lo observo, en silencio, hasta que me atrevo a hablar.
—¿Sabes? No recordaba muchas de esas fotos —le digo, cruzando los brazos sobre el pecho, como si así pudiera protegerme de la melancolía que me invade—. Es raro… ver cómo era todo antes. A veces siento que esa versión de mí ya no existe.
Él se detiene. Me mira de reojo, como si evaluara si debía responder o no. Finalmente lo hace, con esa calma que siempre lo ha caracterizado.
—Esa versión de ti sigue ahí, Mara. Solo está creciendo… cambiando —dice, con tono sereno—. A veces, cuando uno cambia, se siente como una pérdida. Pero no lo es. Solo es otra parte de tu historia.
Bajo la mirada, sintiendo que esa verdad me abriga más que la sudadera que llevo puesta. Me da algo de vergüenza, pero no me escondo.
—No ha sido fácil —confieso—. Pensé que tomar aquella decisión me haría sentir libre, pero me siento más perdida que nunca.
Él asiente lentamente. No hay juicio en sus ojos, solo comprensión.
—Las decisiones valientes son así —responde—. Confusas, solitarias, pero necesarias. Y a veces... es después del caos cuando empezamos a entender por qué hicimos lo que hicimos.
Un silencio se instala entre nosotros, pero es cómodo. Casi reconfortante. Me inclino hacia adelante y empiezo a guardar algunas cosas con él. Por un momento, parecemos dos personas distintas, dos partes del mismo mundo compartido.
Antes de que nos pongamos de pie, él deja una llave en la mesa y me mira.
—Te traje esto también. Es de tu antigua casa —dice, refiriéndose a mi apartamento—. No sabía si aún la querías… pero me pareció justo devolvértela.
Tomo la llave. El metal está frío, pero siento un calor extraño en el pecho. Como si me devolviera un pedazo de mí misma.
—Gracias, papá.
—Siempre tendrás una llave, Mara. Para volver. O para empezar de nuevo.
***
Creí que armar este absurdo escritorio sería mucho más sencillo. Pero no. Hace rato que perdí la noción del tiempo; lo único que sé es que ya oscureció.
No llevo ni la mitad del escritorio armado. Hay demasiadas piezas regadas por todo el cuarto. Hace rato que dejé de leer las instrucciones. El video de YouTube titulado "Cómo armar un escritorio en tres simples pasos" sigue reproduciéndose en bucle, haciendo eco por toda la habitación. Ahora, solo me queda la intuición... pero no va a bastar. Al menos, no hoy.
El tono de una notificación me saca de mi estado de "constructora frustrada":
Estoy de guardia. Cenen. No olviden cerrar la puerta principal. Te quiere, mamá. —mamá.
Solo respondo con un simple "ok".