Todos tenemos un punto débil. Algunos lo muestran y otros luchan contra él día a día.
Nuestro cuerpo es un templo. Sólido, acechante y poderoso. Se ha vuelto fuerte con el paso de las noches. Las historias que tiene para contar, no tienen precio. Es un perfecto balance entre la calma y la angustia. La báscula es la adrenalina. Todos necesitamos una dosis día a día. Es un arma engañosa; donde el excedente te hace perder la cordura y su falta te hace una vida aburrida.
Una dosis común: las fiestas.
Aquellas que han evolucionado con el paso del tiempo. Las que comienzan a partir de que el sol se oculta, en las que el trampolín fue sustituido por alcohol, donde el payaso que nos hacía reír fue cambiado por un polvo verde que hace que todo sea maravilloso; donde te olvidas de los problemas y después regresas a la realidad.
Quieres más y más, y sin darte cuenta, vas camino a la perdición.
Tu hígado recibe el daño; y no quieres pensar en el dolor de cabeza que te espera al otro día.
Te vistes con tus mejores prendas.
¡Carga tu teléfono! De nada sirve ir a una fiesta y no subir una foto mostrando tu cerveza, cigarro y polvo de la felicidad. Hoy en día, todos tenemos la necesidad de mostrar lo que hacemos.
¿Qué pasará hoy? Es la verdadera pregunta.
Y eso es lo importante de una fiesta; nunca sabes dónde vas a terminar. Quizá termines pegado a los labios de la chica de tus sueños, vomitando en un baño, profundamente fascinado con los polvos de la felicidad, marcándole a alguien extraño por teléfono, o simplemente valorando a tus amigos. Valorando los buenos momentos acompañados de la buena música con un elixir de vida en una mano y una gran tira de humo saliendo de tu boca.
La libertad con la que cuentas en esas cuatro horas te dice que valió la pena cada maldito segundo que esperaste toda la semana. Eres feliz, te olvidas de todo.
¿Qué pasará cuando todo termine?
El dolor de cabeza al día siguiente hace que no quieras tomar el vuelo nunca más.
Conforme deslizas los dedos en la pantalla y lo poco que recuerdas te invade la mente, empacas otra vez.
Cuando menos imaginas, estás en la sala de espera. Se anuncia la salida y abordas el avión. Y así sucesivamente, tomas un viaje hacia la perdición.