Soñando con los ojos abiertos

Capítulo 8

Dicen que es necesario desaprender para poder aprender. Desde que era muy pequeña oía que el estado de Astoria era poderoso; capaz de dirigir proyectos, obras y grandes instituciones, todo eso, en beneficio de su pueblo y que las personas eran libres de elegir si eran parte de el o no. Empecé a desaprender que aquello que se decía de Astoria era cierto.

El estado era el más grande poder de un país, que usaba de fachada las gigantescas obras y proyectos para ocultar los robos millonarios, las instituciones del país solo eran una distracción que manipulaba a las personas haciéndolos jugar su sucio juego. Todos lo sabían. Yo lo supe cuando comencé a crecer. Pero, ¿teníamos otra alternativa? No. Con el poder uno nunca tiene alternativas.

—No soy su prometida.

—No es mi prometida —dijimos al unísono.

La temperatura comenzó a elevarse en la enorme sala de la mansión Morris.

Cristine lo había dicho antes. Gabriel le pertenecía al estado, y no solo él, toda su familia. Ellos eran el estado. Si esa era mi oportunidad para decirle que no al estado de Astoria, ¿Por qué iba a desaprovecharla?

Tragué un poco de aire para llenarme de valor y me erguí, mostrando mi postura reticente a su oferta.

—No haré esto.

Intenté salir de su campo de visión, pero Cristine me sujetó del brazo y me encaró.

—Al menos piénsalo —me dijo.

—No tengo nada que pensar —me liberé de su agarre sin ser maleducada.

Miré a Gabriel, buscando alguna señal de que todo era una broma. Pero él estaba callado, tal vez estaba sopesando todo lo que su tía había dicho. No me quedé para averiguarlo.

Pasé por la entrada. Garret estaba limpiando un cuadro que no tenía polvo, sabía que solo hacía eso para escuchar toda la conversación. Al notar mi presencia y mis intenciones, el mayordomo se apresuró a abrir la puerta y, en modo de saludo, se limitó a inclinar la cabeza.

Fuera de la mansión Morris, la realidad me volvió a golpear en la cara. No tenía cómo volver a casa nuevamente.

Pero entonces recordé que Simón aún podía estar en las caballerizas. Tendría que humillarme para que me llevara al menos hasta algún lugar donde los carros se pudieran encontrar con mayor facilidad.

El sonido de unas pisadas tras de mí no se hicieron esperar. Creí por un momento que sería Cristine y que con su voz fría y calculadora me pediría que reconsiderara esta oportunidad.

—Espera —dijo detrás de mí y yo, en vez de obedecer, apresuré el paso.

Él no se dio por vencido y me siguió hasta el sendero.

—Déjame en paz. Ya dije que no haré esto.

—No, no es eso —dijo, tratando de alcanzarme—. No quiero que hagas nada que no quieras. Solo quiero que me escuches.

—¿Escucharte? ¿Para qué? —pregunté, sin detenerme.—¿Para que me pidas que te ayude a limpiar tu imagen?

—No, no es eso —repitió, con un tono de frustración—. Bueno, sí, algo de eso. Pero no es lo único.

—¿Entonces qué es? —inquirí, deteniéndome al fin y mirándolo a los ojos.

Él se quedó callado por un momento, como si buscara las palabras adecuadas. Sus ojos azules me miraban con una intensidad que me hacía sentir incómoda.

—Es que... —empezó a decir.

Bajé la mirada hacia su corbata, que estaba desarreglada nuevamente. Por un instante, quise lanzarme sobre él para apretar la tela sobre su cuello. Ese pensamiento hizo que mi boca formara una media sonrisa.

—Quiero disculparme contigo —por fin levanté la cabeza, crucé los brazos y enarqué una ceja—. No suelo tratar así a la gente. Tal vez fueron los nervios o la presión de toda esta situación...

—¿Estás haciendo esto para convencerme de participar en tu farsa? Si es así, no pierdas tu tiempo...

Salí de su alcance de visión y empecé a caminar por el sendero que llevaba a las caballerizas de los Morris.

—¿Por qué crees que mis disculpas son una farsa? ¿Crees que por el hecho de ser un Morris mis palabras no tienen valor?

Me detuve en seco. Desde que toda esta situación comenzó, no había hecho más que juzgar a Gabriel Morris. Tal vez buscaba responsabilizar mis malas decisiones a alguien más. Para empezar, debí llamar a la oficina del edificio donde vivía para entregar la caja del vestido. Nunca debí haber subido a un coche que claramente no era para mí.

Me volví en su dirección nuevamente con algo de vergüenza, pero al mirarlo el orgullo me ganó.

—Yo no dije eso... Pero me parece extraño que luego de dejarme tirada en la carretera en medio de un bosque te presentes como si nada a pedir disculpas.

Sus cejas se juntaron, mostrando un gesto de confusión y vacilación.

—Te recuerdo que tus palabras tampoco fueron muy amables.

Abrí la boca para defenderme ante aquella acusación, pero no salió nada por un instante. También había dicho cosas malas sobre él. ¿Tal vez debería disculparme?

Cuando quise hacerlo, por un momento miré hacia la mansión. Cristine se encontraba de pie, mirando por el ventanal.




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