Después de la conferencia que se realizó por la mañana, Gabriel y yo nos fuimos a cenar. El plan consistía en sentarnos en un lugar visible para que nos tomaran fotos.
De camino al restaurante, el sol se ocultaba en el horizonte, y su luz se filtraba por la ventanilla del coche. Era un espectáculo maravilloso. El crepúsculo tenía tonos entre el rosa y el violeta, que se tornaban casi azules y se reflejaban en las nubes, haciéndolas parecer enormes algodones de azúcar.
—¿Es realmente necesario esto? —pregunté, mientras me revolvía incómoda en el asiento del copiloto.
—Si queremos que la gente crea que esto es verdad, sí. Es necesario. —respondió él, sin apartar la vista del frente.
—¿No fue suficiente con la declaración de prensa? —pregunté, y él me miró por el rabillo del ojo. Luego dijo:
—Para la prensa nunca nada es suficiente.
Cuando llegamos, Gabriel detuvo el auto frente al restaurante. Uno de los miembros del valet parking se acercó para abrirme la puerta. Salí inmediatamente, agradeciendo su labor.
Mi falso prometido salió del auto y lo rodeó para después saludar al muchacho. Le entregó las llaves y el valet subió al auto para después alejarse de ahí, dejando el espacio libre para otro auto.
Gabriel me condujo por unas escaleras que tenían pequeños arbustos y flores ornamentales a ambos lados del sendero, que se abrían paso hasta unas puertas amplias que nos invitaban a entrar. Las ventanas eran casi del mismo tamaño, permitiendo ver el interior de la instalación.
Al entrar, se podían ver los candelabros colgando del techo. La iluminación creaba un ambiente cálido, íntimo y acogedor. La música clásica que sonaba por lo bajo era suave y romántica.
Dentro, un hombre vestido con un traje elegante de color gris se nos acercó. Al reconocer a Gabriel, le dedicó una sonrisa amable. Por la forma familiar que tenía al mirarlo, supuse que Gabriel era un cliente frecuente.
—Cristián —dijo Gabriel de forma educada.
—Señor Morris —inclinó la cabeza en modo de saludo. Luego se giró en mi dirección—. Señorita. Sean bienvenidos.
Se acercó al atril que estaba cerca de la entrada del restaurante. Cogió una carpeta de color azul para revisar la mesa que se nos había asignado. El rostro de Cristián se iluminó cuando pareció encontrarla.
—Acompáñenme, por favor. Su mesa está por aquí —caminó al interior y nosotros lo seguimos.
Mientras observaba el lugar, mi fascinación crecía. Todo era muy sofisticado. Las mesas estaban cubiertas con manteles de color blanco, que contrastaba con las sillas oscuras. Estaban distribuidas en tres columnas, dejando un espacio suficiente entre ellas para dar privacidad a los comensales.
El lugar estaba casi vacío, solo había algunas parejas y familias disfrutando de la comida. En el resto de las mesas vacías se podían ver unos números, que indicaban que estaban reservadas.
Gabriel me tomó de la mano, sacándome de mi ensueño. Cristian ya se encontraba de pie al lado de una mesa cerca de la ventana. Retiró el número "10" con el que se hizo la reserva.
—En breve los atenderán. Que tengan una hermosa velada —dijo Cristián, haciendo una leve reverencia, para después alejarse.
Me solté de la mano de Gabriel, sin parecer grosera, y me apresure en tomar asiento. El rostro de mi acompañante se quedó en blanco. Lo miré sin saber qué pasaba.
—¿Qué ocurre? —pregunté con extrañeza.
—Debiste esperar a que te ayudara con la silla.
—No es necesario. Puedo sentarme sola.
—Se supone que debo ser un caballero. —Sus mejillas se cubrieron de un rosa pálido. Miró a todos lados, asegurándose de que nadie más lo hubiera visto.
Entonces recordé que estábamos en un lugar público y que si la prensa estaba cerca y nos grababa, tal vez lo catalogarían de poco caballero.
—Oh, lo siento —dije, poniéndome de pie. Puse la silla en su lugar y me hice a un lado—. Señor Morris, ¿sería usted tan amable?
Noté cómo rodaba los ojos mientras contenía la risa.
—Señorita Pollet... —arrastró la silla y me ofreció el asiento. Para ponerle dramatismo, hice una reverencia demasiado escandalosa.
—Muchas gracias, caballero —volví a sentarme.
—Es un placer —dijo él, siguiéndome el juego. Estando los dos sentados frente a frente, compartimos una sonrisa cómplice.
Poco después el camarero vino a tomarnos la orden. No sabía qué eran los platos que ponían en la carta, así que dejé que Gabriel escogiera por mí. Para él pidió “Rodaballo” y para mí “Rosbif”, para la bebida, Gabriel le consultó al mesero y este sugirió un vino tinto llamado “Cabernet Sauvignon 1997”. Tanto la comida como la bebida, serían una experiencia totalmente nueva.
Mientras esperábamos nuestra orden el sonido de una llamada entrante se escuchó. Gabriel sacó su móvil del bolsillo de su chaqueta. y contestó:
—Hola, Cristine... —Gabriel comenzó a contarle dónde estaba. Por el tono de voz que usaba con ella pude notar que le tenía cariño. —Si, gracias por hacer la reservación... —lo mire fijamente. así que era idea de su tía, me decepciono un poco el hecho de que no fuera Gabriel, el de la iniciativa.