Luego de darme una ducha rápida elegí mi atuendo del día: un pantalón de tela, de color beige, una camisa blanca con un cuello Mao, un blazer negro entallado y unos zapatos mocasines del mismo color.
Salí de mi departamento y cerré con llave. Me dirigí al ascensor con prisa ya que estaba llegando tarde al trabajo y no quería tener problemas con mi jefe. Había faltado una semana por el asunto de mi falso noviazgo con Gabriel y faltar un día más significaría mi despido inminente.
Una vez dentro del elevador, pulsé los botones y pensé que tomar el autobús solo me retrasaría más, así que decidí tomar un taxi. Cuando salí del edificio, saludé al conserje quien limpiaba el mismo de manera animada. Hice una seña con la mano para detener un taxi y subí al auto indicándole la dirección de la empresa donde trabajaba.
Durante el viaje, mi mente divagaba en los últimos acontecimientos y me preguntaba cuándo mi vida había sido tan caótica. De repente, el sonido de una llamada entrante interrumpió mis pensamientos. Saqué el móvil del interior de mi bolso para ver quién era y en la pantalla se leía el nombre del hijo del cónsul. Mi corazón se aceleró y mis manos empezaron a temblar. Miré alrededor sintiéndome observada y cuando levanté la vista, el taxista me miraba furioso por el sonido molesto de mi tono de llamada. Incómoda por la situación, corté la llamada y a los segundos volví a recibir otra llamada suya. No me quedó otra opción que apagar el teléfono.
Luego del beso que nos dimos todo cambió, al menos para mí. ¿Qué le iba a decir? ¿Cómo me iba a justificar? No podía presentarme ante él como si nada hubiera sucedido. No podía siquiera mirarlo a los ojos, es por ello que había empezado a ignorarlo. Lo había besado sin que nadie estuviera viendo, había roto la segunda regla del contrato.
Estaba confundida y desorientada emocionalmente. Necesitaba tiempo y espacio para poder aclarar mis sentimientos. El taxi se detuvo frente a la pequeña empresa de envoltorios, pague con efectivo y salí del coche.
Estaba a punto de cerrar la puerta cuando el taxista me preguntó:
—¿Usted es la prometida de Gabriel Morris, verdad?
Me sentí incómoda. ¿Acaso iba a ser siempre así? ¿La gente reconociéndome por ser la prometida de Gabriel Morris? Sin contar a los que me felicitaban por mi suerte o los que insinuaban que le había echado algún conjuro para enamorarlo.
—Se equivoca... —respondí con una sonrisa fingida
Sin darle tiempo a decir nada más, me alejé de la avenida y entré al edificio donde trabajaba.
—Buenos días —saludé a las recepcionistas. Ellas me miraron como si fuera un espectro.
Me sorprendió su actitud, pues normalmente me respondían con simpatía cuando las saludaba.
El ruido habitual del lugar se silenció de pronto, me giré para ver qué pasaba. Todos ahí me miraban con interés. Tanto los que descansaban en los sofás repartidos por la sala de espera como los que iban y venían por el pasillo.
“Esta pareja promete. Según las encuestas realizadas a la población, son los favoritos hasta el momento, incluso fueron elegidos como la pareja del momento en la revista Love or Love”.
Miré la pantalla donde solían pasar los canales de noticias en la pared color crema cerca al ascensor. Las fotos que nos habían tomado durante la conferencia que Gabriel y yo dimos se sucedían como en un pase de diapositivas. Mostraban esas donde se veía a Gabriel susurrándome al oído o sonriendo mientras miraba nuestras manos entrelazadas, también habían fotos recientes del día anterior mientras cabalgábamos por la pradera; donde nos mirábamos con complicidad.
Me quedé boquiabierta. Por instinto quise escapar hacia la salida, sentía una enorme presión y todas las miradas sobre mí, giré mi talón dispuesta a correr. Pero me contuve. No iba a dejar que sus miradas inquisidoras me acobardaran. Respiré hondo y levanté la cabeza para dirigirme al ascensor. Llegar hasta ahí fue muy difícil, mis pies parecían pegados al suelo, temía tropezar y hacer el ridículo. Presioné los botones rápidamente pero este recién iba por el piso cuatro, me giré por encima del hombro. Comprobé que todos aún me observaban, no podía simplemente ignorarlos así que les regalé una sonrisa forzada.
Eso bastó para que se ocuparan de lo suyo. ¿Acaso esperaban que les diera un discurso o que saludara como una reina con un gesto exagerado?
El sonido de unas puertas abriéndose me indicaron que tenía que subir.
Me metí al ascensor y pulsé el botón del piso siete, donde estaba mi oficina. Mientras las puertas se cerraban, miré la pantalla una última vez. La voz del presentador seguía hablando de mi relación con Gabriel Morris.
Al cabo de unos minutos, las puertas se abrieron de nuevo y salí a toda prisa. Mi asistente se levantó al instante al verme.
—Buenos días, Georgia —la saludé.
Georgia era una hermosa chica de tez morena y ojos color ámbar, con un cuerpo delgado y unos centímetros más alta que yo. Ese día lucía un vestido de corte recto rojo, con una chaqueta negra y unos zapatos bajos del mismo color.
Con solo veintiún años empezó como aspirante a secretaria, pero su esfuerzo y disciplina le permitieron quedarse con el puesto. Me alegré mucho cuando me la asignaron como mi asistente principal hace tres años.