(Gabriel)
Me levanté de la cama porque no lograba conciliar el sueño. Caminé descalzo por la habitación hasta quedar frente al gran ventanal que me permitía ver la ciudad. Aún faltaban unas horas para que saliera el sol.
El día anterior, después de lo sucedido en casa de los padres de Diana, no quise volver al departamento por mis cosas, y tampoco quise volver a la mansión. Quería alejarme de todo y de todos, por lo que decidí quedarme en un hotel.
Observé de manera detallada cada rincón de la ciudad, como si de esa forma pudiera aclarar mis pensamientos, sobre todo la pregunta que no dejaba de rondar en mi mente:
¿A qué se debía el hecho de que las personas que me rodeaban me terminaban decepcionando?
Sucedió con Carina, con mi tía, y aunque me doliera admitirlo, con Diana también. Tal vez, estaba destinado a confiar ciegamente en los demás para luego resultar lastimado. Christine siempre creyó que Diana no era diferente al resto. ¿Tendría que darle la razón?
Fruncí el ceño cuando los rayos de sol empezaban a alzarse y atravesaban el cristal del ventanal. El silencio que había reinado durante la noche mientras el resto del mundo dormía se rompió con el ruido habitual de autos y gente que iba y venía.
Regresé al interior de la habitación con dirección al baño. Pronto tendría que salir, trabajar era la única forma en la que tendría mi mente ocupada. Entré en el cuarto de baño sin mirar mi reflejo en el espejo, siendo consciente de que mi aspecto no era muy agradable. Me desvestí ahí mismo, luego me metí en la ducha, dejé que el agua tibia me empapara y enjuagué las lágrimas que habían comenzado a salir de forma silenciosa.
La sensación de vacío se acrecentó en mi pecho, volviéndose casi insoportable. De repente, mis piernas parecían flaquear, tuve que apoyarme sobre la pared para no caer.
¿Qué pasaba si estaba siendo injusto con Diana? ¿Y si ella no sabía nada? Pero mi mente se negaba a creer eso.
Solo cuando creí que ya había llorado lo suficiente, salí de la ducha. Me vestí con el traje que Daniel dispuso para mí la noche anterior, cuando le dije que asistiría con normalidad al consulado para cumplir con mis deberes.
Salí del hotel una vez estuve vestido. Mi chofer aguardaba en el interior de mi auto frente a la entrada del edificio, y antes de que saliera a abrirme la puerta, me apresuré y yo mismo lo hice. Cerré la puerta una vez estuve sentado en el asiento trasero del auto.
—Buenos días, señor —saludó mirando a través del espejo retrovisor.
—Buenos días para ti también, Daniel —respondí. Aunque consideraba que no fuera un buen día para mí, no tenía que serlo para los demás también.
Daniel no esperó a que le diera alguna orden, simplemente se limitó a conducir. Aunque tenía la vista en la ventana, podía sentir que estaba siendo observado.
—¿Qué sucede, Daniel ? —pregunté sin verlo.
—No, nada, señor —respondió con cierto titubeo.
Entonces dirigí mi vista sobre él, sin creerme su respuesta.
—Es solo que... —pude notar cómo sus ojos vacilaban entre la autopista y yo.
—Dilo, no voy a molestarme.
—Bueno, se trata de la señorita Diana...
Escuchar el nombre de Diana provocó que mi corazón latiera de forma frenética. Me obligué a mirar por la ventana nuevamente.
—Ella no pasó la noche en su departamento.
“Quizás se quedó con sus padres", pensé, pero luego alejé el pensamiento con la misma rapidez.
—Por ello no pude recoger sus cosas como me lo había pedido...
—De acuerdo —dije sintiéndome afligido,—ya no hablemos del tema— agregué de forma tajante.
Daniel pareció entenderlo y no dijo nada más el resto del viaje.
Llegamos al consulado de Astoria. Era un edificio histórico de aspecto neoclásico, con una fachada de piedra y detalles arquitectónicos ornamentados. Frente a este se erguía un mástil con la bandera de Astoria, que flameaba mostrando los colores grises y azules contra el viento.
El auto se detuvo en la entrada, el cual estaba custodiado por algunos hombres de seguridad vestidos de forma elegante. Bajé del auto después de pedirle a Daniel que se fuera a descansar.
Subí por las escaleras, en cada paso que daba podía sentirme observado. Los de seguridad se mantenían en sus lugares sin inmutarse. Levanté la vista hacia las cámaras de seguridad que se encontraban repartidas en algunas columnas y paredes de la instalación. Estaba seguro de que mi padre ya estaba al tanto de mi llegada y seguía cada movimiento que yo hacía, como si de esa forma pudiera comprender cómo me sentía en ese momento.
El interior del edificio era del mismo material que la fachada. Contaba con salas amplias y estaban decoradas con muebles antiguos hechos de madera tallada. En las paredes colgaban grandes pinturas y fotografías que mostraban la historia y cultura del país.
Caminé por el largo corredor alejándome de las oficinas de Asuntos Consulares y Comerciales, y giré a la derecha hasta llegar a mi oficina, donde se leía en letras grandes: