Fue mi último día de clases cuando recibimos en casa la invitación para asistir a la celebración de un funeral. Podía sonar algo descabellado el celebrar una muerte, pero en nuestro mundo, donde podíamos transformar la suerte en desgracia y levitar libros con solo pensarlo, ya nada lo era. No es que tuviera otros planes este verano aparte de aprender conjuros y la divina arte de la meditación encerrada en casa —como todos los veranos desde los trece años—, pero la ineludible invitación a la mansión principal era algo que no podía evitar enfurecerme. El sobre, del papel más refinado, con el sello de la familia estampado y una impoluta caligrafía, conllevaba una pequeña muestra de poderío que no pasaba desapercibido para mi.
—Adela —mi madre, que estaba en el asiento delantero del auto, me miró con una leve señal de advertencia en los ojos, observando fijamente mis manos.
No me había percatado que estaba haciendo girar en el aire al son de mi dedo índice la lapicera que antes usaba para garabetear mi cuaderno de astrología. El remisero que nos escoltaba me miraba de forma casi impaciente a través del espejo retrovisor. Mierda.
—¿Falta mucho? —pregunté mientras guardaba mis libros y apuntes en la mochila.
El conductor carraspeó algo parecido a “no mucho” mientras se removía en el asiento. Sus ojos se alejaron de mi para estar fijos en el rosario que colgaba del espejo y apreté los labios para esconder una sonrisa mientras lo veia recitar en silencio una oración desesperada. Era increíble que, después de más de mil años, todavía tuviese más importancia las películas que ligaban la magia con el Diablo o la oscuridad que la misma palabra de los que la practicaban. Si bien mi primer año como estudiante de hechicería también tenía esos miedos y dudas infundados, la tía Juana me había enseñado lo interesante que podía ser la magia y que por ser bruja no era necesariamente malvada. Que la magia no era blanca ni negra, sino que solo dependía del brujo y el camino que elegía.
Mientras mi mirada se dirigía al paisaje boscoso que cada vez nos separaba más de la civilización, seguí pensando en que algo no cuadraba demasiado en este viaje. Mis padres se conocieron fortuitamente, siendo ella la cajera de una sucursal de pagos donde papá tenía que pagar sus servicios e impuestos. Según mi mamá hubo magia de por medio, pero no la magia que utilizábamos: le parecía que ese encuentro era algo más allá del destino. Supongo que por eso no le molestó demasiado el hecho de que él fuera un brujo y su familia, el clan Torres, perteneciese a uno de los linajes más antiguos de la Asociación de Hechiceros de Argentina. Sin embargo, de la misma forma que las vidas de mis padres se cruzaron tan mágicamente, fue de la misma forma en la que se separaron. O por lo menos eso es lo que parecía cuando, practicando futbol con unos amigos, el corazón de papá decidió parar y alejarse de nuestro lado cuando tenía cinco años.
Un leve sacudón me hizo percatar que, efectivamente, nos estábamos acercando al punto de encuentro. El conductor había abandonado la carretera, tomando el camino de tierra rodeado de árboles que parecían más verdes bajo la luz del sol. Si bien el verano no era mi estación favorita, debía admitir que amaba las mañanas en esta época. Siendo casi las ocho de la mañana, aún se mantenía el rocío y un leve frescor en el aire, los rayos se posaban de tal manera en los árboles que hacían relucir el musgo que recubría la mayoria, un caleidoscopio de tonalidades se cruzaban cuando las hojas danzaban con el viento y dejaban entrever la claridad del cielo despejado. Bajé completamente la ventanilla del coche y cerré los ojos inspirando el aire fresco del bosque que nos rodeaba. Lo único que agradecía de este viaje era la posibilidad de admirar este paisaje, nada más.
Al abrirlos nuevamente, el espejo exterior me dio una clara visión del rostro de mi madre. Se veía tensa por donde la viera, los ojos fijos en su celular, casi rogándole para que apareciera aunque sea una barra de señal. Yo ya había guardado el mio horas atrás después de comentar a mis amigas que me iría de “vacaciones” y que no tendría señal; sabía perfectamente que en estos caminos casi rurales ibamos a depender del wi-fi —si es que había en la vieja casona—, aunque entendía esa leve desesperación. La última vez que había hablado con la tía Juana fue casi una semana atrás, luego de entregarme los libros y materiales de la cursada mágica de este verano que tendría, nuevamente, bajo su tutela. Me había prometido que estaría en mi casa el último día de clases para comenzar inmediatamente mis lecciones, pero en vez de su sonrisa austera y mil ejercicios para hacer, estaba la invitación a la casa principal.
Me sentía incómoda al ir a esa mansión, mucho. No reprimí esos sentimientos y se lo comenté a mamá, pero ella, tan simpática como siempre, atinó a sonreir y recordarme que ellos eran mis parientes, que no teníamos razón de declinar su invitación. Estaba segura que pensaba que yo necesitaba desenvolverme en un ambiente más “normal” a mi naturaleza mágica; ella no era una bruja, recuerdo que comentaba como anécdota que casi le dio un ataque de pánico cuando tenía tres años y comencé a levitar mis primeros objetos —la mayoría de los casos cubiertos filosos o platos demasiado frágiles, según lo que me contaba—. En ese momento estaba papá que lograba calmarla —y calmarme, pues según ella solía tener rabietas y comenzar a lanzar todo lo que tuviera a mano—, pero más adelante sí que le resultó duro. No sólo tenía que tratar con clientes pretenciosos en la peluquería que teníamos en casa, sino que tenía que lidiar con una niña que estaba desarrollando sus habilidades mágicas y no tener ni idea de cómo guiarla.