Leonora estaba sentada en sala de estar leyendo un libro cuando volteo y vio a Alma de pie en el umbral de la puerta.
--¡Ah, hija! ¿Ya estás mejor?
--Si—contestaba Alma acercándose hasta ponerse de rodillas frente a Leonora—Perdóname mamá—le decía poniendo su rostro sobre su regazo.
--¿Perdonarte? ¿Por qué, hija?
--Por todo lo que te dije, mamá—decía Alma llorando sobre las piernas de Leonora.
--No paso nada hija. Sé cómo te sientes—le decía Leonora acariciándole la cabeza.
--No quiero que estes enojada conmigo, mamá.
--Yo nunca voy a estar enojada contigo, hija.
Alma se despegó del regazo de Leonora quién sonreía y lloraba. Se puso de pie y se dirigía a la salida, cuando Leonora la detuvo de repente a medio camino.
--Ah, hija. Quiero darte algo.
Leonora se desabrochaba el relicario el cual llevaba en el cuello para entregárselo en la mano.
--Quédatelo, hija.
--Pero mamá…
--Es tuyo. Guárdalo—decía Leonora cerrándole la mano a Alma para que aceptara el relicario.
Alma y Leonora se quedaron calladas, mirándose con mucho cariño.
--Bueno. Yo creo que me voy ir a dormir—decía Leonora, levantándose lentamente de su asiento.
--¿Tan temprano, mamá?
--Si. Me siento un poco cansada.
--¿Quieres que te acompañe?
--No. Yo puedo sola hija. Gracias.
Leonora salía de la sala de estar dejando a Alma de pie con el relicario de su papá en su mano.
--Que descanses, mamá—le decía Alma viendo a su mamá quien caminaba dando tumbos.