Antes del comienzo…
Hay sueños que arden.
Hay sueños que pesan.
Y hay otros… los más frágiles… que parecen flotar como nieve en la memoria. Son los que se tienen cuando aún se cree en la vida, cuando se es joven, cuando se ama sin medida ni defensa. Son los que nacen blancos: sin culpa, sin sombra, sin rencor.
Esta es la historia de esos sueños. De cómo se tejieron entre risas y promesas.
De cómo fueron quebrándose, uno a uno, bajo el peso de verdades que nadie estaba preparado para escuchar.
Aquí lloran quienes creyeron que lo tenían todo.
Aquí ríen los que aprendieron a perdonar.
Aquí se odia, se traiciona, se ama con furia, se cae, y se vuelve a levantar… aunque a veces se sangre por dentro.
Pero, por encima de todo, esta es una historia de amistad.
De la clase de amistad que no siempre es perfecta, ni leal, ni limpia… pero que sobrevive al tiempo, al dolor y a los errores.
La amistad que no huye, incluso cuando ya no queda nada que decir.
La que abraza sin preguntar.
La que espera.
La que no abandona.
Y en medio de los desencuentros, de los silencios cargados y de los abrazos que llegan tarde… los sueños blancos persisten.
Aunque manchados, aunque incompletos, aunque a veces casi olvidados, siguen allí, temblando con cada paso, con cada palabra no dicha.
Sueños Blancos no es solo un título.
Es una promesa.
Una herida abierta.
Una memoria compartida.
Una última oportunidad para creer. Y así comienza…
Cuando el amor duele, y la verdad ya no puede esperar.
La casa de la familia Guzmán estaba en lo alto de una colina discreta, rodeada de cipreses altos y viejos que parecían custodiar un secreto. Desde afuera, todo parecía en orden: muros blancos, un jardín cuidado, y una puerta de hierro forjado con iniciales entrelazadas que sugerían historia.
Todo era de una apariencia de una vida normal, sin embargo, adentro, los muros respiraban un frío que no era solo de invierno. Era un frío de ausencias, de palabras no dichas, de miradas que dolían más que un grito.
En esa casa vivían Hernán Guzmán y Malvina, junto a su hija Ximena, una niña silenciosa y despierta que, desde muy pequeña, supo que su hogar no era como los demás.
Hernán era un hombre de presencia imponente. Trajes oscuros, voz templada, pasos firmes. Para el mundo era exitoso, inteligente, un esposo correcto, un padre cumplidor. Pero en casa, su verdadera naturaleza no se disimulaba: exigente, frío, meticuloso hasta el exceso. No necesitaba levantar la voz para sembrar el temor. Sus decisiones eran ley, sus silencios eran juicios. Tenía una forma elegante de arrinconar, de invalidar sin gritar, de controlar sin tocar. Hernán vivía para el poder —el de los negocios, el de las apariencias, el del miedo— y no había espacio para el amor auténtico en su corazón.
Malvina, en cambio, parecía una mujer callada, serena, suave. Muchos confundieron su silencio con debilidad, su obediencia con resignación, su mirada triste con derrota. Pero nadie supo ver que detrás de esa quietud, Malvina pensaba. Observaba. Recordaba. Y esperó. No porque no pudiera irse antes, sino porque sabía que marcharse de verdad requería más que una maleta: requería una decisión irrevocable. Ella no gritó ni reclamó. No pidió justicia, no exigió comprensión. Se preparó en silencio.
Una tarde, la brisa se colaba por los ventanales abiertos de la casa, agitando levemente las cortinas de lino claro. El sol, ya en descenso, bañaba de un tono dorado las paredes color crema del amplio salón. Afuera, las jacarandas dejaban caer algunas flores lilas sobre el jardín cuidado con esmero. Todo parecía en calma... hasta que se abrió la puerta principal.
—¡Mamá, mamá! —gritó Ximena con los ojos brillando de emoción—. ¡Ya llegó mi papi!
Malvina, sentada en el sofá con una revista en las manos, sonrió al ver a su hija correr hacia la entrada.
—Ve, corre, mi amor, salúdalo tú primero —dijo, dejando la revista a un lado.
Ximena se lanzó hacia su padre como una ráfaga de alegría.
—¡Papi, papi! ¡Tienes que ver el dibujo que hice hoy en la escuela!
Hernán la abrazó brevemente, pero sus ojos estaban fríos, su expresión distante.
—Espérame un momento, hijita —le dijo en tono serio—. Tengo que hablar con tu mamá. Sube a tu cuarto, en un ratito voy a ver tu dibujo, ¿sí?
Ximena, aunque confundida por el tono seco de su padre, asintió y se alejó en silencio.
Malvina se acercó, cruzando los brazos sobre el pecho, percibiendo la tensión.
—¿Qué sucede, Hernán? —preguntó, sin rodeos.
—¿En serio me preguntas eso, Malvina? —replicó él, clavando en ella una mirada acusadora—. No finjas ignorancia.
—¿Ignorancia? No entiendo a qué te refieres.
—Claro que lo entiendes —espetó—. Contraté a un hombre para que te siguiera. Llevas meses actuando extraño… y ya no puedo más con esto.