Ximena tenía diez años cuando entendió que el amor podía doler incluso en silencio.
Era una niña reservada, de mirada amplia y silenciosa, con el cabello oscuro siempre suelto y una curiosa costumbre de observarlo todo sin interrumpir nada. Tenía una imaginación fértil que volcaba en su cuaderno de dibujos, donde creaba mundos donde todo lo que dolía podía transformarse en color. No hablaba mucho, pero lo entendía todo. Más de lo que debía para su edad.
Esa tarde estaba sentada en la escalera, con su cuaderno sobre las rodillas y los pies descalzos encogidos bajo el vestido. Desde allí, en medio de las sombras del vestíbulo, escuchaba a sus padres discutir sin gritar. Las palabras llegaban envueltas en ese tono frío que dolía más que un portazo. Su madre hablaba despacio. Su padre no alzaba la voz. Pero en la casa, el aire era cada vez más denso. Como si ya no se pudiera respirar.
Vivían en una casa grande de techos altos, con ventanales que dejaban pasar una luz tibia por las mañanas y sombras alargadas por las tardes. Era el hogar de los Guzmán: Hernán, Malvina y su única hija, Ximena. Desde afuera, todo parecía armonía. Pero adentro, la casa tenía grietas que no se veían desde el umbral.
Hernán era meticuloso, siempre de traje incluso en casa, con el celular en la mano y la agenda en la cabeza. Dirigía empresas y reuniones con la misma precisión con la que distribuía silencios en el comedor. Malvina, en cambio, era calma en apariencia, elegante en cada gesto, pero llevaba dentro una tormenta que había aprendido a disimular. En algún momento, dejaron de hablarse con el alma y comenzaron a intercambiar frases prácticas, funcionales, como si fueran socios de una firma en crisis.
Esa noche, desde su escondite en la escalera, Ximena vio cómo Hernán salía del estudio con el rostro endurecido. Cerró la puerta con un golpe seco y caminó hacia Malvina, que lo esperaba en la sala, sentada como una estatua en el borde del sofá.
—¿Vas a negarlo, Malvina? —dijo Hernán, sin elevar la voz, pero con una tensión que erizaba la piel—. ¿De verdad vas a decir que no estás con Gustavo?
Malvina no se movió. Lo miró con los ojos abiertos, secos.
—No lo voy a negar. Pero no lo digas así, como si tú fueras un santo.
—No estamos hablando de mí. Estamos hablando de ti. De lo que haces cuando crees que nadie te ve. ¿También vas a justificarlo frente a tu hija?
Ambos miraron sin querer hacia la escalera, pero no vieron a Ximena. Ella se encogió más, abrazando su cuaderno.
—Yo también tengo derecho a sentirme viva —susurró Malvina.
—¿Y yo no? ¿Y Ximena?
Malvina soltó una breve risa, rota por dentro.
—¿Ximena? ¿Ahora te acuerdas de ella? ¿Cuántos viajes hiciste este año, Hernán? ¿Cuántas veces comiste con nosotras sin revisar tu reloj cada cinco minutos? Tú te fuiste mucho antes que yo. Solo que lo hiciste en silencio.
Hernán tragó saliva. La furia se le acumulaba en las sienes, pero no encontró palabras.
—Me equivoqué, sí. Pero no inventes excusas para lo tuyo. Lo tuyo no fue un error, fue una elección.
—Una elección que hice después de años sintiéndome sola en esta casa —dijo ella, ahora sin temblar—. Gustavo solo me vio cuando tú dejaste de verme.
Entonces bajó la mirada, como si esa confesión la desbordara.
Ximena no entendía aún los nombres. Ni los motivos. No sabía qué significaba tener un amante, ni cómo se rompe un matrimonio sin un solo grito. Solo sintió que algo invisible había cambiado para siempre. El cuaderno en su regazo dejó de importar. El dibujo quedó a medias. Y aunque no lloró esa noche, años después entendería que algo dentro de ella se torció en silencio, como una rama que ya no volvería a crecer recta. Que el frío que se instaló en su casa ese día, también se quedó a vivir en su forma de amar, de callar, de resistir.
Allí empezó esta historia.
No con una tragedia repentina. Sino con pequeñas grietas invisibles. Con una niña que observa. Con una madre que resiste, elegante y entera por fuera, pero desgastada por dentro. Con un padre que ordena, metódico, ausente, siempre al mando pero nunca presente. Con un silencio que se instala y ya no se va.
Porque Sueños Blancos no es una historia de héroes. Ni de certezas. Es una historia de fracturas. De secretos que nunca debieron enterrarse. De heridas que se heredan.
Es la memoria compartida de un grupo de amigos que creyó ser invencible… hasta que el pasado volvió con nombre propio y el silencio se convirtió en arma.
La historia de Ximena, de Hernán y Malvina, es solo el principio. Una grieta de origen, una herida que marcará mucho más de lo que parece. Pero lo que realmente importa —lo que sostendrá esta historia hasta el final— es el lazo entre ocho amigos, las decisiones que tomaron, las que evitaron y aquellas que aún les pesan.
Ellos son el verdadero centro de esta historia. Todo lo demás… es apenas el temblor antes del derrumbe.
Porque esta no es una historia más de amistad. Es una historia sobre las cicatrices que se comparten. Sobre lo que se dice entre líneas y lo que se oculta por miedo. Sobre esos vínculos que nos marcan antes de que aprendamos siquiera a defendernos del mundo.
Ximena, Julio, Jackie, Marco, Alejandra, Joaquín, Patricia y David.
Ocho nombres que vas a conocer. Ocho pasados que caminaron en la sombra antes de encontrarse. Ocho caminos que no fueron fáciles, pero que se cruzaron justo a tiempo para salvarse —o para perderse juntos.
Amistades que crecieron como raíces entrecruzadas: fuertes, profundas, pero también vulnerables. Ese grupo fue su refugio en la infancia, su fuerza en la adolescencia, su brújula en los años inciertos. Y aunque la vida los dispersó, fue en ese vínculo donde dejaron partes de sí mismos que nunca recuperaron.
Cada uno libró sus propias batallas mucho antes de conocerse. Venían de casas distintas, de vacíos distintos, de dolores que aprendieron a callar de formas distintas. La historia no comienza con el reencuentro. Comienza en la infancia herida de cada uno. En las promesas que hicieron sin saber lo difícil que sería cumplirlas.