Ximena tenía ya veinte años. Su rostro, afilado por la melancolía y los años de silencios familiares, conservaba una belleza sobria, de líneas firmes y mirada honda. Sus ojos oscuros, cargados de memoria y de certezas dolorosas, ya no buscaban ternura sino verdad. Era delgada, elegante sin proponérselo, con una postura recta que hablaba de todo lo que había resistido. Su voz, firme y medida, había dejado atrás la timidez de la adolescencia. Había aprendido a no derrumbarse en público, a guardar el dolor con dignidad. Las heridas de la infancia no se habían cerrado del todo, pero su espíritu se había templado. Aunque recordaba la acusación que su padre lanzó contra Gustavo, nunca le otorgó validez completa. Le parecía más el eco de un desamor que una verdad firme. Un intento desesperado de culpar a alguien para justificar el vacío.
La casa de siempre, esa que antaño fue su refugio, ahora le resultaba extraña. Las paredes habían cambiado de color, pero no de esencia. Todo estaba distinto, pero igual de frío. Ximena se detuvo en el umbral de la sala, y su presencia sola bastó para alterar el aire.
—¿Por qué no te divorcias ya, mamá? —preguntó con una serenidad que dolía más que cualquier grito—. Esta situación me asfixia. No puedo seguir entre ustedes, fingiendo que no pasa nada, viendo cómo se hieren sin hablar. Y si yo soy la razón por la que siguen atados, prefiero irme. Me voy a casa de los abuelos. Allá al menos puedo respirar.
Malvina, descolocada por la claridad del reclamo, intentó acercarse.
—Hija, por favor, no tomes decisiones tan rápido. Hay cosas que deberíamos conversar. No es tan simple como crees.
Pero Ximena ya tenía una mano en la perilla. Su maleta colgaba de su hombro como si hubiese estado lista desde hace tiempo. La miró sin enojo, pero con firmeza.
—Lo intenté muchas veces, mamá. Pero seguir aquí me hace daño. Tal vez si ya no estoy, puedan por fin cerrar este ciclo.
Y salió. Sin dramatismo. Sin mirar atrás.
—¡Hernán! —la voz de Malvina tembló al alzarla—. ¡Hernán, ven por favor!
Desde el fondo de la casa, Hernán apareció. Tenía el ceño fruncido, pero su expresión cambió al ver a Malvina pálida.
—¿Qué pasó?
—Ximena se fue. Se fue con mis padres. No pude detenerla.
Hernán caminó hacia la puerta, abrió de golpe. Miró la calle vacía.
—No así... no de esta forma —murmuró, como si hablara consigo mismo.
Se detuvo en medio de la sala. Algo en él se hundió. Se llevó las manos al rostro, y por primera vez en mucho tiempo, habló con verdad.
—Callamos demasiado. Por protegerla, por creer que era una niña. Pero ya no lo es. Es una mujer. Y merece saber. No puedo seguir escondiendo lo que ocurrió solo para salvar una familia que dejó de existir cuando Gustavo apareció en esta historia.
Malvina bajó la mirada.
—¿Vas a decirle... todo?
—Sí —respondió Hernán con firmeza, pero sin rabia—. Todo. Que sepa quién fue Gustavo en tu vida. Lo que destruyó. Lo que ocultamos para que no creciera con odio, pero que ahora la ahoga en la confusión. Ya no hay nada que cuidar. Lo único que puedo hacer por ella... es decirle la verdad.
Caminó hacia el estudio con pasos decididos.
—Voy a buscarla. Y voy a hablar con ella. Esta vez... no me voy a quedar callado.
El sonido seco de la puerta cerrándose aún vibraba en la casa, pero ahora también lo hacía la tensión entre Hernán y Malvina.
—No puedes hacer esto —dijo ella, acercándose con urgencia en la voz—. No puedes ir a buscarla así, no puedes revolverle el alma con verdades a medias. Y mucho menos puedes aparecerte en casa de mis padres, no en este momento. Déjala calmarse, déjala pensar. No la pongas entre dos fuegos. No la lastimes más.
Hernán la miró fijo, sin rencor, pero con determinación.
—La hemos estado protegiendo de una verdad que merecía conocer hace años. Y míranos ahora: solos, vacíos, intentando sostener una familia que solo existió en apariencia. Vivimos aferrados a una farsa por Ximena, a pesar de que ya había otra persona entre nosotros. Fingimos por ella, por esa niña que queríamos mantener a salvo... pero en el camino nos perdimos todos. Ya no tengo por qué seguir aguantando tu engaño ni tu amor puesto en otro hombre. Ximena no es tonta, Malvina. Ella lo sospecha. No lo dice, porque todavía cree en ti. Porque aún guarda esa fe ciega que se tiene en una madre. Pero yo ya no puedo seguir viviendo en esta mentira. No, Malvina. Ya no más. No por tapar una historia que se desmoronó hace mucho tiempo.
—Hernán... —susurró ella, casi vencida.
—Tengo que hacerlo. No por mí, ni por ti. Por ella. Porque ya es una mujer. Porque no se merece seguir creciendo sobre mentiras.
Y sin decir nada más, tomó las llaves y se fue. Esta vez, decidido a romper el silencio que los había condenado a todos.
La tarde caía con un silencio denso sobre la ciudad. El cielo, cubierto de nubes grises, parecía arrastrar con él el ánimo de Ximena. Caminaba con paso firme, aunque por dentro algo en ella quisiera volver atrás y gritar lo que nunca pudo decir.
Al llegar al barrio antiguo donde vivía su abuela, una brisa helada la obligó a ajustarse la chaqueta. Se detuvo frente al portón de hierro forjado con rosas oxidadas, el mismo que de niña le parecía inmenso. Presionó el timbre con manos temblorosas.
Dentro, Berta acomodaba con esmero un mantel bordado sobre la mesa del comedor. La casa olía a pan recién horneado y eucalipto, mientras una radionovela sonaba muy bajo en el fondo. Al escuchar el timbre, se limpió las manos con el delantal y se acercó a la puerta.
—¿Quién es? —preguntó con voz suave, arrugada por los años.
—Soy yo, abuelita... —respondió Ximena, con un hilo de voz casi disuelto en el aire húmedo.
La puerta se abrió sin demora. Berta, de rostro surcado por los años pero con ojos vivaces, se quedó inmóvil un segundo al ver a su nieta sola, con la mirada apagada.