Sueños Blancos.

II. LA IRA: EL CHOQUE INEVITABLE

Ya no era una tarde tranquila en casa Berta y Vicente. Berta, una mujer de rostro sereno y manos marcadas por los años, servía una infusión caliente de manzanilla mientras conversaba con Vicente, su esposo. Él, de carácter reservado y mirada noble, hojeaba un álbum de fotos antiguas con una mezcla de melancolía y orgullo. La luz suave de la ventana teñía la sala de un dorado pacífico. El ambiente olía a madera, a historia compartida, y a ese silencio cómodo que solo dos almas acostumbradas a caminar juntas pueden sostener. Pero algo vendría a cambiarlo todo.

El timbre de la puerta interrumpió la calma. Berta frunció el ceño y se levantó despacio, aún con el delantal atado a la cintura.

—¿Quién es? —preguntó con voz firme, acercándose a la entrada.

—Soy Hernán. ¿Podemos hablar?

Berta se detuvo. Apretó los labios. No necesitaba abrir para reconocer la sombra tras esa voz.

—¿Qué haces aquí, Hernán?

—Solo quiero saber si Ximena está. Necesito hablar con ella.

—No está en casa —respondió Berta, desde la puerta ya entreabierta.

Vicente se incorporó de inmediato, dejando a un lado el álbum. Se acercó con expresión serena, pero protectora.

—Hernán, no creemos que este sea el momento ni el lugar.

Hernán suspiró, bajando apenas el tono.

—No vengo a causar problemas. Solo quiero hablar con mi hija. Creo que ya es momento de que ella escuche la verdad... antes que todos. No quiero seguir siendo el único señalado. Pero no soy yo quien debe contar lo que Malvina hizo. No me corresponde. Tampoco vengo a justificarme. Solo quiero que Ximena sepa lo que realmente ocurrió. Luego cada quien podrá juzgar como crea justo.

Berta y Vicente se miraron por un instante. Ella no respondió de inmediato. En sus ojos había dolor, pero también la certeza de que, pese a todo, Hernán seguía siendo el padre de su nieta.

Una voz más decidida interrumpió el momento. Malvina acababa de llegar y se detuvo junto a la entrada, con el rostro tenso pero contenido.

—Hernán, este no es el lugar donde puedas venir a exigir nada. Por favor, no metas a mis padres ni a Ximena en medio de esto. Si hay algo que resolver, hazlo conmigo, no con ellos.

Vicente se adelantó un paso, con tono educado pero firme.

—Hernán, será mejor que te retires. No queremos que esto escale más de lo que ya está.

Hernán bajó la mirada un instante, asintió levemente y murmuró:

—Queda claro. No es aquí donde debo estar ahora... pero sí voy a buscar a Ximena. Ella merece saber la verdad antes que todos los demás.

Desde la casa del frente, en el segundo piso, María observaba con atención contenida. No era curiosidad lo que la empujaba a mirar, sino una inquietud legítima. Vivía ahí con su esposo Adrián, justo al otro lado de la calle, en una casa donde el tiempo parecía congelado por dentro. Conocían a Berta y a Vicente desde hacía años, y sabían que algo serio había ocurrido al ver la figura de Hernán alejarse con el rostro endurecido.

—Adrián —dijo María, sin apartar la vista—. Hernán acaba de salir de casa de los Guzmán. Se le veía alterado.

Adrián dejó el periódico, lo dobló con método y lo colocó sobre la mesa con calma fingida. No respondió de inmediato, pero su expresión se tensó.

—¿Hubo alguna discusión? —preguntó con voz neutra.

—No lo sé. Pero algo no está bien —susurró María—. A veces hay silencios que anuncian más que un grito.

Ambos permanecieron unos segundos en ese clima suspendido hasta que la puerta de la casa se abrió con un leve chirrido. Patricia acababa de llegar, con el gesto endurecido por lo que acababa de vivir minutos antes en el restaurante Sueños Blancos. Su discusión con los amigos seguía latente en sus ojos. No era rabia; era decepción.

No dijo nada. Entró con pasos rápidos, sin mirar a ninguno de los dos. El ambiente familiar no ofrecía descanso: era otro campo de tensión acumulada, de palabras no dichas y rencores larvados.

Adrián levantó la mirada, tenso, pero se contuvo. María, aún de pie junto a la ventana, la observó con una mezcla de tristeza y resignación.

—Patricia... ni siquiera un saludo. ¿Otra vez así?

Ella se detuvo, sin mirarlos de frente.

—No quiero hablar ahora —dijo con voz contenida.

Adrián se incorporó ligeramente desde su sillón.

—¿Es esa la manera de tratar a tus padres? Aquí también pasan cosas, aunque no las nombres.

Patricia no replicó. Solo devolvió una mirada seca, cansada.

—Aquí nunca se nombra nada. Por eso todo duele más.

Y siguió caminando hacia su cuarto. Cada paso parecía dibujar una distancia más profunda.

María permaneció inmóvil. Su voz, tenue, apenas rompió el aire:

—Esta casa lleva años respirando bajo el mismo silencio. Un día, ese aire se va a volver irrespirable.

Adrián no respondió. Por primera vez, parecía consciente de que esa frase no era una metáfora. Era una advertencia.

Adrián siempre había sido un hombre de apariencia sólida: serio, respetado por los vecinos, trabajador constante. Pero dentro de casa, su temperamento era otra cosa. Controlador, inflexible, con un carácter que oscilaba entre la frialdad y el estallido, ejercía su poder más con silencios tensos que con gritos. La armonía familiar dependía de su humor, y cada miembro de la casa lo sabía.

María, su esposa, había aprendido con los años a moverse con cuidado. No por falta de inteligencia, sino por agotamiento. Las decisiones importantes se tomaban sin consultarla, y sus opiniones eran descartadas antes de ser escuchadas. Con el tiempo, su voz se apagó. Cedió tanto que olvidó cómo era hablar con firmeza. La sumisión se volvió costumbre.

Patricia percibió desde muy joven ese desequilibrio. A diferencia de su madre, no supo —ni quiso— adaptarse. Aprendió que la única forma de no perderse en ese entorno era rebelarse. Su carácter fuerte, su forma directa de enfrentar las cosas, se forjaron en esa atmósfera tensa donde el cariño escaseaba y la autoridad se imponía sin matices. En casa no podía ser débil, y fuera de ella, solo a ratos podía permitirse ser ella misma.




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