Sueños Blancos.

III. LA FATAL NOTICIA

Gustavo encendió la lámpara del escritorio. La luz cálida se extendió sobre la habitación silenciosa, revelando estanterías llenas de libros, partituras gastadas y fotografías enmarcadas que hablaban de una vida construida con paciencia, disciplina y una ternura que rara vez se pronunciaba en voz alta. El departamento, sobrio y meticuloso, era el reflejo de su carácter: ordenado, discreto, leal. Vivía con sus hijos desde hacía años, aunque, en el fondo, había aprendido a convivir también con una forma más silenciosa de soledad.

Desde la muerte de Victoria, su esposa, tras una larga enfermedad, Gustavo había consagrado cada día a criar a Julio y a Marco con la firmeza de quien no se da el lujo de derrumbarse. Acompañaba a Victoria en brigadas de salud por todo el país, y cuando ella faltó, comprendió que lo único que le quedaba era ser padre en toda la extensión del alma: protegerlos, guiarlos, educarlos en el amor y en la rectitud. Nunca pidió gratitud. Nunca buscó consuelo. Solo cumplió su promesa de sostener la casa incluso cuando el corazón temblaba.

Gustavo era un hombre de pocas palabras y convicciones firmes. Tenía la serenidad de quien ha soportado tormentas sin dejar de mirar al frente. Y, sin embargo, había un rincón de su vida donde el silencio pesaba más que en otros: Malvina.

La había amado durante años. No desde el deseo prohibido, sino desde la complicidad callada de quienes se descubren tarde, cuando el mundo ya les ha asignado otros roles. Aunque ella seguía casada con Hernán, Gustavo sabía —y Malvina también— que aquel matrimonio llevaba mucho tiempo siendo apenas una formalidad sostenida por la costumbre y por la hija que compartían. Lo que existía entre ellos ya no era vida de pareja. Y lo que nació entre Gustavo y Malvina, en cambio, sí lo fue. Pero callado. Profundo. Imposible de nombrar en voz alta.

Se habían conocido sin sospechar que un día sus propios hijos —Julio y Ximena— también cruzarían sus destinos. Y cuando lo supieron, el vínculo se volvió más difícil de cargar. Más real. Más inevitable.

No era culpa lo que lo atormentaba. Era el peso de lo no dicho. Porque nadie, ni siquiera sus propios hijos, conocía la raíz verdadera de ese amor. Una raíz que no creció sobre ruinas ajenas, sino sobre silencios propios. Esa noche, sin embargo, sintió que ya no podía seguir ocultando lo que, en el fondo, no debía ocultarse.

El reloj marcaba las seis con veinte. Gustavo lo miró con cierta resignación, como si el tiempo ya no le ofreciera tregua. Respiró hondo y tomó su celular. Marcó el número de Malvina, esperando que esta vez sí atendiera.

El tono sonó varias veces. Del otro lado, no hubo respuesta.

Malvina no lo había llevado consigo. Había salido de casa momentos antes, apresurada, detrás de Hernán y Ximena, en medio de la tensión que aún colgaba en el aire. En la prisa, dejó su celular olvidado sobre la mesa del vestíbulo.

Pero entonces, Gustavo escuchó una voz inesperada que respondió:

—¿Aló? —era Blanca, la empleada de la casa de Hernán y Malvina.

Gustavo frunció el ceño.

—¿Blanca? ¿Por qué contestas tú el celular de Malvina?

—Señor Gustavo... disculpe. La señora salió muy apurada hace un rato, sin llevarse el teléfono. Lo dejó olvidado aquí, sobre la mesa. Al sonar varias veces y ver que era usted, me atreví a contestar. No quería que pensara que lo ignoraba.

—Entiendo. Gracias por responder. ¿Sabes si volverá pronto?

—No lo sé con certeza, pero en cuanto llegue le aviso que usted la llamó.

—Te agradezco mucho, Blanca. Buenas tardes.

Colgaron. Gustavo se quedó unos segundos mirando la pantalla del celular, con el ceño fruncido y una inquietud que no lograba sacudirse. Algo en el silencio de esa llamada lo dejaba incómodo, como si presintiera que el momento que tanto había postergado ya se le escapaba de las manos.

Mientras tanto, al otro lado de la ciudad, el sonido metálico de una llave girando interrumpía la quietud en la casa de Hernán. Malvina entró con pasos cansados, el abrigo aún colgando de sus hombros. Blanca la recibió de inmediato.

—Buenas tardes, señora. El señor Gustavo llamó hace un momento. Intentó contactarla al celular. Yo contesté porque usted lo dejó olvidado en la sala.

Malvina se detuvo un instante antes de responder. No era solo cansancio. Era algo más. Una vibración muda que le cruzó el pecho sin permiso, como si su cuerpo presintiera que la noche traía consigo algo irreparable. Con la mirada baja, asintió con lentitud.

—Gracias, Blanca. Luego le devuelvo la llamada.

Apenas había deslizado el abrigo por los hombros cuando el sonido del teléfono fijo rompió el silencio. No fue un timbre cualquiera. Era un llamado áspero, punzante, casi premonitorio. Caminó hacia él con paso medido, como si cada metro que acortaba le doliera en la espalda. Alzó el auricular con las manos heladas, temblorosas.

—Blanca —dijo en voz baja, sin voltear—, por favor... déjame sola.

Del otro lado no encontró la calidez que su mente buscaba. La voz era profesional, serena... pero cargada de una gravedad que ninguna educación podía disimular.

—Buenas noches. ¿La señora Malvina Rojas de Guzmán?

—Sí... soy yo —respondió, casi por inercia.

—Le hablo del Hospital General —dijo la voz con un tono seco, contenido, como si cada palabra hubiera sido previamente medida—. ¿Es usted familiar directa del señor Hernán Guzmán y del señor Vicente Rojas?

—Sí... soy su esposa y su hija —respondió, sintiendo que algo en su interior comenzaba a colapsar, lento, silencioso.

La pausa que siguió no fue técnica. Fue humana. Pesada. Irreversible.

—Lamento profundamente tener que informarle que los señores Guzmán y Rojas sufrieron un accidente vehicular grave. Ambos fallecieron en el sitio. El impacto fue inmediato. No hubo forma de asistencia. No sobrevivieron.

Malvina no gritó. Tampoco lloró. Solo se desmoronó por dentro. El alma, al recibir ciertas noticias, no emite sonido. Solo se repliega, se reduce a un nudo imposible de deshacer. Sintió un vacío helado expandirse en su pecho, como si le arrancaran algo que aún no sabía cómo nombrar.




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