Sueños Blancos.

III. LA FATAL NOTICIA

En su casa, Gustavo encendió la lámpara de su escritorio. Observó el reloj de pared: seis con veinte. Dudó un segundo, y luego tomó el teléfono.

—Voy a llamar a Malvina —murmuró, como quien se prepara para decir algo importante que se postergó demasiado—. Tal vez... podamos conversar esta vez sin máscaras. Tal vez...

Marcó el número con calma, sin imaginar que al otro lado de la ciudad, la tragedia ya había sucedido. Marcó con decisión.

—¿Aló? —respondió Blanca, empleada en la casa de Hernán.

—Hola, Blanca. Soy Gustavo. ¿Podrías comunicarme con Malvina?

Blanca dudó un momento.

—Señor Gustavo... no creo que deba llamar aquí. ¿Y si contesta el señor Hernán? Confirmaría todo lo que sospecha.

—Entiendo... pero ya está hecho. ¿Está Malvina?

—No, aún no llega. Pero si quiere, le aviso que usted llamó.

Blanca caminó hacia la puerta, y estaba Malvina—Buenas tardes, señora. La llamó el señor Gustavo hace unos minutos. Malvina apenas asintió. El teléfono volvió a sonar.

—Ah, debe ser él —dijo, tomando el auricular con manos heladas—. Blanca, por favor, déjame sola.

Del otro lado no estaba la voz que esperaba.

—Buenas noches —dijo una voz extraña, seria—. Le hablo del Hospital General. Lamentablemente... tenemos que informarle que el señor Hernán Guzmán y el señor Vicente Rojas han fallecido hace unos minutos, tras un accidente de tránsito.

El silencio en la casa fue absoluto. El reloj de pared marcaba las seis y treinta. El corazón de Malvina se detuvo por un segundo. Sus dos mundos, el pasado que dolía y el amor que protegía, se habían apagado... al mismo tiempo.

La casa de Hernán estaba en completo silencio. El viento silbaba entre las rendijas de las ventanas y la luz del atardecer teñía de un ámbar pálido las paredes del salón. En el interior, todo parecía suspendido en un tiempo ajeno, como si incluso el aire se negara a moverse.

Blanca subía las escaleras apresurada. Llevaba años trabajando con la familia, pero jamás había sentido un vacío tan espeso en el ambiente. Llamó a Malvina varias veces desde el vestíbulo sin obtener respuesta, hasta que subió y la encontró en el suelo del pasillo, desvanecida, con una mano aún aferrada al auricular del teléfono.

—¡Señora! ¡Señora Malvina! —exclamó, arrodillándose junto a ella—. ¡Respóndame por favor! ¡Señora!

Malvina no reaccionaba. El color se le había ido del rostro y la respiración era apenas un suspiro.

En medio del caos, el teléfono volvió a sonar. Blanca corrió a contestar, con los ojos llenos de angustia.

—¿Blanca? —dijo la voz firme de Gustavo—. ¿Ya regresó Malvina?

Blanca contuvo un sollozo.

—Señor Gustavo, venga por favor. Venga rápido. Se desmayó... no responde. No sé qué hacer.

—Voy en camino —dijo él, cortando la llamada con el pulso acelerado.

Un par de horas después el timbre sonó con un tono seco y largo, como si también él compartiera la urgencia. Blanca corrió a abrir la puerta. Al verla, Gustavo no esperó que lo invitaran a pasar.

Entró sin quitarse el abrigo. El rostro serio, los ojos inquietos. —¿Cómo está Malvina?

—Mucho mejor —respondió Blanca con un suspiro aliviado—. Recuperó el conocimiento hace unos minutos, pero sigue muy débil. No quiere hablar.

Gustavo se detuvo en seco, conteniendo la respiración. —¿Qué fue lo que pasó?

Blanca bajó la mirada.

—Recibió una llamada del hospital... su padre, el señor Vicente, y... su esposo... bueno, el señor Hernán... ambos fallecieron en un accidente. Ella se desmayó ahí mismo, cayó de espaldas, se golpeó la cabeza contra el piso. Por suerte no fue grave.

El silencio que siguió fue doloroso. Gustavo no preguntó más. Lo entendía todo.

—¿Dónde está ahora?

—Arriba... en su cuarto. No ha parado de llorar.

Gustavo asintió. Subió los escalones con paso lento, como si cada peldaño pesara una tonelada. A medida que se acercaba a la habitación, escuchaba un sollozo intermitente, profundo, seco. La puerta de madera estaba entrecerrada. Desde el pasillo, Gustavo escuchaba los sollozos de Malvina, ahogados, como si tratara de contener algo que ya no cabía en el cuerpo. Dudó un instante. Llevaba años anhelando estar con ella abiertamente, sin secretos. Y sin embargo, en ese momento no se sentía triunfador, ni siquiera libre. Se sentía vacío.

Tocó suavemente con los nudillos. —Malvina... soy yo.

El llanto cesó por un segundo.

—Puedes pasar —respondió con voz cortada.

Gustavo abrió despacio. La habitación estaba en penumbra. Las cortinas corridas apenas dejaban entrar un rayo de luz ya moribunda. Malvina estaba sentada en el borde de la cama, con el rostro pálido y las manos sobre las piernas. Tenía los ojos hinchados, la mirada perdida.

Gustavo entró sin decir nada. Cerró la puerta tras de sí y se quedó de pie unos segundos, contemplándola.

—Lo siento —dijo, finalmente, con una voz más baja de lo habitual—. No hay palabras para esto... pero lo siento con todo mi corazón.

Malvina no lo miró. Solo asintió levemente, sin despegar los labios.

—¿Te duele? —preguntó él, acercándose—. ¿La cabeza?

Ella negó con suavidad.

—No... —susurró—. Lo que duele no está en la cabeza. Está en el pecho.

Gustavo se sentó junto a ella, sin tocarla aún.

—Sé que las cosas con Hernán ya estaban terminadas... pero aun así... es fuerte.

Malvina giró apenas el rostro hacia él. No había rabia, ni culpa, ni siquiera reproche en su expresión. Solo cansancio.

—Era el padre de mi hija... y fue el hombre con el que compartí media vida, aunque se nos agotó el amor hace años. Pero mi padre... mi padre era mi raíz, Gustavo. ¿Qué soy ahora sin él?

Gustavo bajó la mirada. Le tomó la mano, despacio, con cuidado, como si temiera que se quebrara.

—Eres una mujer valiente. Y sigues siendo madre. Eres hija... aunque ya no tengas a quien llamar papá. Y si me lo permites... también sigues siendo amada.




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