Sueños Blancos.

IV. LA NOCHE QUE EL DOLOR ELIGIÓ CULPABLES: CONFUSIÓN

En la casa de Berta todo estaba en silencio, apenas se escuchaba el tic-tac insistente del reloj del comedor. Berta se sentaba y se levantaba una y otra vez, mirando por la ventana como si el hecho de observar el camino pudiera hacer aparecer la figura de Vicente cruzando la calle con su andar cansado pero firme. Ya habían pasado muchas horas desde que dijo que iría a buscar a Ximena. Demasiadas.

Intentó llamar a Malvina varias veces durante la tarde, luego con desesperación al anochecer. Siempre el mismo resultado: el timbre sonaba hasta que la llamada se cortaba. La línea no estaba muerta, pero del otro lado no había respuesta. Supuso que estarían ocupados… ¿o quizá algo más?

En su mente, los pensamientos se atropellaban como caballos desbocados: Hernán, su yerno, era inestable, temperamental, celoso… ¿y si había discutido con Vicente? ¿Y si...?

Sintió un vuelco en el estómago y buscó apoyo en el espaldar del sillón. Respiró con dificultad. Ya no sabía si lo que sentía era miedo o presentimiento. No tenía a quién recurrir… salvo a Adrián, su vecino. Temblando marcó el número.

El teléfono sonó con insistencia. Adrián, que leía el periódico, entró con paso calmo.

—Aló —contestó.

—Vecino, buenas noches... soy yo, Berta —dijo ella con voz trémula, como si cada palabra le costara un hilo de vida.

—Señora Berta, buenas noches. ¿Cómo se encuentra?

—No lo sé… —dudó—. Quería preguntarle... ¿por casualidad ha visto a Vicente? No ha regresado. Salió a buscar a nuestra nieta. Estoy empezando a temer que algo… que algo terrible haya pasado.

Adrián dudó un segundo. Había algo en el tono de esa llamada que no presagiaba nada bueno. Pero su respuesta fue honesta.

—No lo he visto, señora. ¿Desde la tarde?

—Sí. Gracias… —y colgó antes de que él pudiera decir más.

Adrián se quedó mirando el auricular. Algo no estaba bien. María, su esposa, se asomó desde la cocina, como adivinando que aquella llamada no era trivial.

—Ya escuché —le dijo—. Si Vicente siguió a Hernán como tú sospechabas... y Vicente no volvió... No terminó la frase. El teléfono volvió a sonar. Del otro lado, una voz derrotada:

—Soy yo… Malvina.

—¿Malvina? ¿Qué pasa?

—No puedo hablar con mi mamá... no tengo fuerzas. Por favor… dígale usted. Mi papá tuvo un accidente… murió.

Un silencio espeso cubrió el salón.

—¿Qué está diciendo? —musitó Adrián.

Pero ya era tarde. Malvina había cortado. Solo se oía el tono muerto de la línea. Adrián no tuvo otra opción y fue a ver a Berta en su casa.

—Señora Berta—dijo con voz grave, controlando la conmoción—. Vengo porque debo darle una noticia… muy dolorosa.

—No me diga… ¿ya sabe algo de Vicente?

—Sí. Pero no es lo que usted desea oír.

—Hable, por favor… — Hubo un breve silencio.

—Vicente… ha muerto.

Berta Sintió que el mundo se le vaciaba de golpe.

—No… no… no, no puede ser —susurró. Pero luego, algo cambió en su mirada. Algo oscuro. Algo ancestral. Algo que se activa en las madres, en las esposas, cuando el dolor es tan profundo que necesita tener una forma, un enemigo, un rostro.

—Usted… —su voz cambió—. ¡Usted! ¡Usted lo mató!

—¿Qué dice? No, señora Berta.

—¡Asesino! ¡Usted lo siguió! ¡Usted siempre lo envidió! ¡Siempre lo miró con rabia! ¡Usted o ese Hernán que lo seguían! ¡Lo mataron! ¡Me vengaré!

—Por favor... —trató de decir Adrián, desconcertado—. Fue un accidente. Malvina me pidió...

—¡Cállese! ¡No quiero escuchar más! ¡No quiero escucharle la voz! —y cerró la puerta.

Berta se abrazó el pecho con ambas manos, se encogió como una niña desamparada. Pero en su interior ya había germinado algo más que dolor: la confusión mezclada con miedo y un odio sin dirección clara. A falta de respuestas, su mente frágil había elegido un culpable.

Y así, entre sollozos y gritos desgarrados, la noche cayó sobre la casa. Con la noticia de la muerte aún palpitando como una herida abierta… y una falsa acusación sembrando las primeras semillas de un conflicto que recién comenzaba.

Adrián era un hombre autoritario, rígido y emocionalmente inestable. Bajo una apariencia de respeto social —como vecino aparentemente servicial— se escondía un temperamento volátil, un carácter colérico y una tendencia dominante que ha impregnado cada rincón de su hogar. No sabía dialogar; imponía. No escuchaba; gritaba. Su presencia era pesada, y su palabra, incuestionable en la casa. No necesitaba levantar la mano cada vez, porque muchas veces su sola mirada, su silencio tenso, o un golpe seco sobre la mesa bastaban para sembrar miedo.

En ese entorno, María se convirtió en una mujer sumisa, anulada, atrapada en una rutina de obediencia ciega. Había dejado de tener voz propia mucho antes de que su hija Patricia comenzara a darse cuenta de la dinámica en la que estaban inmersas. María no fue una madre protectora. No defendió su propia dignidad, y mucho menos la de su hija. Permitió —por miedo, por hábito, por resignación— que Adrián decidiera sobre sus vidas, incluso cuando eso significaba permitir maltratos psicológicos hacia Patricia, silencios largos en momentos en los que una madre debió haber gritado, y ausencias emocionales donde se necesitaba amparo.




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