Sueños Blancos.

V. EL SECRETO, EL DOLOR

La tarde caía lentamente sobre la ciudad, envolviendo las calles en sombras y humedad. El grupo de amigos caminaba junto a Ximena.

Al llegar frente a la casa, Ximena sacó las llaves de su bolso y empujó la puerta. Los demás la siguieron. Blanca, que había estado de pie en el pasillo, alzó la vista de inmediato al escuchar el sonido de la cerradura. Su rostro se tensó en cuanto vio que Ximena no llegaba sola.

—Señorita Ximena... buenas noches —dijo, conteniendo una mezcla de alivio y alarma.

—Hola, Blanca. —Ximena forzó una sonrisa—. Estoy con mis amigos. ¿Está mi mamá? Quieren saludarla antes de irse.

Blanca titubeó. La presencia de los demás dificultaba decir lo que sabía que debía decir. Sus ojos se movieron de Ximena a Julio, de Jackie a David. No podía decir la verdad. No así. No aún.

—La señora Malvina está en su cuarto... —dijo al fin, con un tono cuidadoso—. Se golpeó la cabeza esta tarde. No fue grave, pero ha estado algo delicada. Está recostada.

Ximena la miró con sorpresa.

—¿Se golpeó? ¿Cómo? ¿Dónde?

—Fue un mal paso. En la sala. Ahora está descansando —añadió, bajando la voz, tratando de cerrar la conversación sin dar espacio a más preguntas.

Ximena frunció el ceño. El relato le sonaba débil, incompleto. Pero no insistió.

—Gracias, Blanca. Yo... necesito verla.

Luego se giró hacia sus amigos con una serenidad forzada.

—Perdónenme, de verdad. Gracias por acompañarme hasta aquí... pero necesito estar con ella.

Jackie dio un paso al frente, con un gesto suave.

—¿Quieres que te acompañe?

Ximena negó con la cabeza, con una dulzura casi resignada.

—No. Esto debo hacerlo sola.

Julio la miró, y aunque el silencio dominaba, en su mirada había una ternura que solo nace del amor verdadero. No dijo nada enseguida. No era momento de preguntas ni de promesas. Solo se acercó con cuidado, le tomó la mano con firmeza —no con duda, sino con el tacto exacto de quien conoce cada pliegue de su alma—, y la besó suavemente en los dedos.

—Llámame si necesitas algo... lo que sea —susurró, con una voz que no ocultaba el temblor.

Ximena asintió. No tuvo que decir más. En su mirada había un rastro de temor, sí... pero también una lealtad que aún no había sido probada.

—Lo haré —respondió ella con los ojos fijos en los suyos, y por un instante, fue como si en medio del derrumbe, ese amor aún ofreciera refugio.

Todos salieron sin hablar, uno tras otro, con pasos lentos y miradas bajas. Jackie fue la última en cruzar el umbral. Antes de cerrar la puerta, se giró apenas. Sus ojos buscaron los de Blanca, esperando alguna señal, una explicación, un gesto que aclarara algo. Pero Blanca solo pudo sostenerle la mirada con una incomodidad muda. No dijo nada. Y Jackie, resignada, salió.

La puerta se cerró con un sonido opaco. Dentro de la casa, el aire parecía más denso.

Blanca apretó las manos, como si tratara de impedir que sus propios nervios la traicionaran. Dio un paso hacia Ximena, titubeante, con la garganta apretada.

—Señorita... quizás sería mejor que espere un momento. Su madre está descansando. Está un poco alterada.

La voz de Blanca temblaba, como si cada palabra le costara más de lo que debía. Pero Ximena, con el rostro serio y los ojos fijos en las escaleras, ya había puesto un pie en el primer peldaño. Se giró apenas, sin brusquedad, con una cortesía tranquila, pero inamovible.

—Gracias, Blanca. Solo quiero verla un momento. Está bien.

Y siguió subiendo.

Blanca dio un paso hacia adelante, casi por reflejo, con los labios entreabiertos. Estuvo a punto de hablar. De advertirle que no subiera. De confesar que lo que encontraría allá arriba no era solo una madre convaleciente, sino una verdad demasiado difícil de asimilar. Una escena para la que nadie, mucho menos una hija, podía estar preparada.

Pero las palabras no salieron.

La garganta se le cerró como si el miedo hubiera tejido un nudo imposible. Solo pudo observar cómo Ximena ascendía, peldaño tras peldaño, con esa mezcla de firmeza e intuición que suele anunciar que lo inevitable está cerca. Cada paso era un eco, un preludio del golpe.

Blanca no se movió. No fue cobardía. Fue esa inmovilidad que llega cuando el margen se ha desvanecido, cuando los hechos se adelantan a cualquier intento de contención. Cuando la verdad, por mucho que se evite, ya ha cruzado la puerta.

Apretó las manos contra el delantal con fuerza, deseando detener el tiempo. Quiso correr, decir algo, impedir lo que venía. Pero no lo hizo. Y eso, precisamente eso, fue lo que más le dolió: saber que ya era demasiado tarde para evitar la caída.

Desde la sala, escuchó el leve crujido de la puerta del cuarto abriéndose. Y supo que no necesita testigos, que todo acababa de descubrirse.

Blanca cerró los ojos. El silencio de la casa la envolvió como una tela espesa. Y en ese instante, sin consuelo posible, lo único que deseó fue no haber sabido tanto.

La puerta se abrió con un leve chirrido. Bastó con empujarla apenas para que el mundo —el suyo, el íntimo, el que todavía creía poder sostenerse— comenzara a colapsar.

Gustavo estaba allí. Sentado al borde de la cama, inclinado hacia Malvina, tomándole la mano con una ternura que no admitía confusiones. No era un gesto pasajero, ni un consuelo de circunstancia. Era un gesto antiguo. De quienes se han tocado así muchas veces antes. De quienes ya no temen el juicio de la cercanía, porque lo comparten todo... incluso la culpa.

Malvina no lo miraba. Tenía la cabeza vendada, los ojos bajos y el rostro cubierto por un llanto silencioso. No decía nada. Pero tampoco retiraba la mano. Se la dejaba sostener. Como si ya no tuviera fuerza para negarlo. Como si ya no le quedara nada que defender.

Ximena se quedó inmóvil en el umbral. El impacto no fue inmediato. Fue lento, brutal, como una ola que primero retrae el aire... y luego lo arrasa todo.




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