Sueños Blancos.

VI. UN ENTIERRO - DONDE TERMINÓ LA FAMILIA

El cielo de Quito parecía guardar luto. No era solo la ausencia del sol, era el peso de unas nubes tan bajas que daban la impresión de que la tierra se había encogido. No había viento. No había trinos. Ni siquiera el susurro de los árboles. Era como si el mundo entendiera que la muerte había llegado dos veces… y no supiera cómo continuar.

Bajo los toldos oscuros del cementerio, dos ataúdes aguardaban su destino final. Uno, el de Vicente, el patriarca de silencios firmes, de palabras contadas y sabiduría antigua. El otro, el de Hernán, esposo quebrado, padre ausente, pero aún así un hombre que alguna vez había sostenido con fuerza los cimientos de su hogar.

Nadie hablaba. Nadie osaba romper ese silencio que no era respeto, sino incredulidad. Era como si todos estuvieran esperando que alguien dijera que era un error. Que todo era una confusión. Pero no lo era.

Ximena sostenía con fuerza el brazo de Julio. No por ternura, no por amor, sino porque las piernas le temblaban como si el suelo mismo se abriera bajo sus pies. Había algo más que frío en su cuerpo: era ese vacío glacial que aparece cuando el corazón ya no logra asirse a nada. Ese temblor seco que no viene del clima, sino del alma… cuando el duelo llega sin aviso y sin despedida.

Frente a ella, a unos pasos, Malvina. Su silueta apenas temblaba bajo el velo negro que le cubría el rostro, pero no alcanzaba a ocultar el desgaste. Tenía los ojos perdidos en un punto ciego. No lloraba, ni respiraba con normalidad. Era como si su alma estuviera detenida en otro tiempo. La mujer que una vez fue madre, hija y esposa, ya no parecía encontrar lugar en ese espacio. Había perdido a Hernán, a pesar que ya no eran esposos desde hace muchos años. Había perdido a Vicente. Pero sobre todo, había perdido el derecho a mirar a su hija a los ojos. Y esa pérdida, la más viva de todas, era la que la hacía sangrar en silencio.

Y junto a ella… Gustavo.

Vestido de negro riguroso, con las manos cruzadas al frente y el rostro inclinado, como si así pudiera volverse invisible. Pero no lo era. No podía serlo. Su sola presencia desentonaba con la gravedad del momento. Representaba el borde mismo de una grieta que ya no se podía disimular.

El aire se tensó con su presencia. Las miradas no lo tocaban, pero lo sentenciaban.

Ximena lo vio de reojo. Un impulso la recorrió desde la boca del estómago hasta la mandíbula. Se aferró aún más al brazo de Julio. Su voz, baja, casi contenida, salió afilada como una hoja mojada:

—¿Qué hace él aquí?

Julio no supo qué decir de inmediato. Bajó la vista, tomó aire. Respondió con una suavidad que no escondía la incomodidad:

—Tal vez… solo quiere acompañar. Quizás dar el pésame.

Ximena giró de nuevo la cabeza y apretó los labios. Sus ojos estaban clavados en Malvina, pero no eran los ojos de una hija. Eran los de alguien que ya no encuentra a la mujer que alguna vez llamó “mamá”.

—No le creo. Nadie que causa tanto daño debería tener el privilegio de llorar en este lugar.

Gustavo no alzó la vista. Pero sintió todas esas miradas sobre su espalda. No solo la de Ximena, que ardía. No solo la de Julio, que le daba algo de paz. Sino una más pesada, más densa: la de Berta.

Desde donde estaba, Berta lo observaba con una intensidad que no necesitaba volumen. No había escándalo. No había grito. Pero sí había un juicio lapidario. Sus ojos, opacos por el dolor, se clavaban en él como quien mira al causante de una tragedia que aún no termina de explicarse.

No era solo por lo que su hija había hecho. Era por todo lo que eso significaba. Por el derrumbe moral de una familia que se había sostenido durante años en la apariencia, en los silencios, en el miedo a enfrentar las verdades. Y ahora, frente a dos ataúdes, todo eso se desmoronaba. No por las muertes… sino por lo que había detrás de ellas.

A su lado, Malvina sintió ese juicio cruzándole los huesos. Cada vez que alguien desviaba la vista, cada vez que alguien no se acercaba a abrazarla, Malvina entendía que el castigo ya había comenzado. Que no habría consuelo. No aún. Tal vez nunca.

Y entonces lo supo.

No era solo su hija la que la había perdido.

Era su madre.

Era la historia entera que ella había intentado sostener entre sombras… y que ahora se deshacía frente a una fosa abierta.

El sacerdote hablaba. Leía oraciones con tono solemne, pero su voz parecía desdibujarse entre los pensamientos rotos de quienes lo escuchaban. Cuando el primer puñado de tierra golpeó los ataúdes, el sonido fue brutal: la despedida era real. No había vuelta atrás.

Y entonces, Berta, que había contenido todo hasta ese momento, soltó un sollozo largo, ahogado, envejecido por décadas de esfuerzos. Era el llanto que nace cuando ya no queda nada más por perder. Por Vicente. Por la vida que nunca fue justa. Por los abrazos que no se dieron. Por las últimas palabras que nunca llegaron.

Malvina intentó acercarse a Ximena. Dio un paso apenas, como tanteando el terreno, como si aún tuviera derecho. Pero Ximena, sin mirarla siquiera, retrocedió.

—No, mamá. No ahora.

—Solo quiero estar contigo… —musitó Malvina, su voz apenas un soplo de lo que alguna vez fue.

—Debiste pensar en eso antes de destruir lo que quedaba —respondió Ximena sin dureza, pero con una convicción firme que la atravesaba.

Gustavo dio un paso también. Julio lo detuvo con solo una mano en el brazo. No fue un gesto agresivo. Fue suficiente. El silencio le explicó que ese no era su lugar.

La tierra seguía cayendo sobre los ataúdes con una parsimonia brutal. Cada palada parecía marcar no solo el fin de dos vidas, sino el cierre abrupto de una etapa. El sonido seco del polvo al chocar con la madera era insoportable. Berta, aún de pie, no se movía. Parecía petrificada frente a la tumba de Vicente, como si cualquier paso en otra dirección fuera una traición. Su mirada no se despegaba del ataúd, pero las lágrimas ya no salían. Era un dolor más allá del llanto.




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