El cielo permanecía cubierto de nubes espesas. Ni una sola ráfaga de viento, ni un canto de ave. Solo silencio, ese tipo de silencio que solo puede surgir cuando la muerte ha tocado dos veces la misma puerta.
Dos ataúdes reposaban bajo toldos negros. Uno, el de Vicente, fuerte y noble hasta el último aliento. El otro, el de Hernán, cuyo fin trágico aún parecía imposible de procesar.
Ximena sostenía con fuerza el brazo de Julio, pero no era por afecto. Era porque sus piernas parecían no responderle, como si todo lo que conocía se hubiera desmoronado en apenas unas horas.
Malvina permanecía inmóvil, con un velo negro sobre el rostro. Se mantenía erguida, aunque por dentro se deshacía. Sus ojos estaban vacíos, y la expresión en su rostro no era de llanto, sino de derrota. A unos pasos de ella, Gustavo.
Su presencia era como una grieta en el mármol: silenciosa pero evidente. Vestido con respeto, con la mirada baja, intentaba no incomodar, pero el daño ya estaba hecho. Su sola presencia incomodaba. Dolía.
—¿Qué hace él aquí? —susurró Ximena al oído de Julio, sin poder contener la rabia.
—Está dando el pésame... quizás solo eso —respondió él con prudencia.
—No le creo nada. Si tuviera un mínimo de decencia, se quedaría lejos.
A lo lejos, Berta también lo miraba. No con rabia, sino con un dolor frío y contenido. Gustavo no solo representaba una traición amorosa: simbolizaba todo lo que había terminado por corromper su familia. La mirada de Berta no gritaba, pero acusaba. Él sintió ese peso y bajó aún más la cabeza.
Malvina sabía que no debía cruzar palabra con Gustavo, no ahora. Pero por una fracción de segundo, sus miradas se encontraron. No hubo sonrisa. No hubo gesto. Solo un reconocimiento silencioso de que lo suyo, cualquiera que fuera su nombre, había quedado al descubierto. Y que había costado demasiado.
Cuando el sacerdote pronunció las últimas palabras y la tierra comenzó a cubrir los ataúdes, el llanto de Berta se alzó por encima de todo. No era un llanto escandaloso, sino uno contenido, lleno de años de silencios guardados, de familiares que sufrieron, de maridos que no volvieron, de hogares que nunca se reconstruyeron.
Ximena no abrazó a su madre. Ni siquiera la miró. Malvina intentó acercarse, pero su hija dio un paso atrás.
—No, mamá. No ahora. No aquí.
—Solo quiero estar contigo... —susurró Malvina.
—Debiste pensar en eso antes de perderlo todo.
Gustavo quiso intervenir, pero Julio le sostuvo el brazo con firmeza. Le bastó ese gesto para entender que era momento de callar.
Berta se quedó sola al pie de la tumba de Vicente, incluso después de que todos comenzaron a marcharse. La tierra aún fresca, el cielo aún plomizo, y su corazón tan vacío como la casa que la esperaba.
El entierro no solo sellaba el destino de dos hombres. Era también el funeral de todo lo que alguna vez fue esa familia. Del respeto, de la inocencia, de los secretos guardados demasiado tiempo.
Cuando Ximena y Julio se alejaron caminando por el sendero del cementerio, la joven giró una última vez. Vio a su madre a lo lejos. La figura encorvada, la mirada perdida. Y aunque algo en ella quiso correr y abrazarla, otro impulso —más profundo, más herido— se lo impidió. No era odio. Era decepción. Y esa, como la muerte, no tiene regreso.