Adrián llevaba horas sentado en la penumbra, inmóvil. La lámpara colgante del comedor oscilaba lentamente, marcando un ritmo absurdo con el viento que se colaba por una ventana entreabierta. El vaivén de la luz no lo perturbaba. Tampoco el frío. Desde la muerte de Vicente, su mente se había convertido en un páramo donde la razón no echaba raíces.
No asistió al entierro. Fue miedo. Desde aquel día, algo se desató dentro de él. Y no volvió a ser el mismo. Berta, atravesada por el dolor, lo señaló sin titubeos. Con palabras crudas, tajantes, que perforaron lo poco que aún lo sostenía. —Asesino—le dijo. No gritó. No explicó. Solo lo sentenció, como quien ya no espera redención.
Fue ese instante el que lo derrumbó por completo. No la pérdida, no el silencio de la casa, sino esa frase, esa culpa ajena que lo invadió como una enfermedad. Desde entonces, empezó a oír cosas. A hablar con voces que nadie más escuchaba. Voces que lo acusaban, que lo espiaban, que lo empujaban a desconfiar de todos.
No había matado a Vicente. Lo sabía. Pero las grietas en su mente ya no le permitían estar seguro. Se repetía una y otra vez que no fue él, que no lo hizo. Y, sin embargo, en el eco de su memoria, la voz de Berta volvía a golpearlo con fuerza. "Tú lo mataste". Esa frase ya no salía de su cabeza. Y fue desde entonces que dejó de dormir. Que dejó de hablar. Que dejó de creer en sí mismo.
Esa tarde, Patricia regresó del entierro de Vicente y Hernán. Vestía de negro. Tenía el rostro pálido y el maquillaje corrido. Había ido por Ximena, por respeto, pese a la distancia que se había generado con el grupo. Acompañó en silencio, sin buscar reconciliaciones, sin esperar nada. Solo fue porque sabía que el dolor era un lenguaje común.
Al entrar en casa, el ambiente le pareció aún más denso. Cerró la puerta con suavidad, como si cualquier sonido pudiera desencadenar algo indeseado. Dejó su bolso en el perchero y se dirigió hacia la cocina, aún con el rostro endurecido por el llanto contenido. Adrián estaba sentado en la sala, sin moverse. La miró desde las sombras, como si llevara horas esperando ese momento. Ella notó el brillo enfermizo en sus ojos. Algo no estaba bien.
—Papá... ya volví —dijo con voz suave, aunque en su interior aún bullía el desconcierto del entierro.
Él no respondió de inmediato. Solo clavó la mirada en ella, como si quisiera leerle el alma.
—¿Fuiste al entierro? —preguntó por fin.
—Sí. Acompañé a Ximena. Estaba destrozada —respondió, sin bajar la mirada.
—¿Y tú qué hacías con esa gente?
—Papá… eran Vicente y Hernán. El abuelo y el padre de mi amiga No podía no estar.
Adrián apretó los labios, enmudecido por una cólera silenciosa.
—¿Tu amiga? —repitió al fin, con desdén—. ¿Esas mismas que te alejaron de mí? ¿Las que te llenan la cabeza de mentiras?
Patricia dio un paso hacia él, ya sin temblar.
—¿Sabes lo que fue duro hoy? —le dijo con firmeza— Ver a Berta, destruida, de pie frente al féretro de su esposo. Ver a Ximena sin saber si abrazar a su madre o desplomarse de dolor. Y no verte a ti. No porque hiciera falta tu presencia allá. Sino porque no tuviste el valor de ir. Vicente fue tu amigo. Tu vecino. Y tú ni siquiera tuviste la decencia de despedirte.
Él la miró con incredulidad. Era la primera vez que su hija lo enfrentaba así. Sin miedo. Con verdad.
—Yo no estaba en condiciones —balbuceó.
—No. No estabas —respondió ella con dolor—. Y esa ausencia también fue un mensaje. Para mí. Para todos. ¿Sabes lo que pensé? Que tú ya no eras parte de nada. Que solo esperabas que el tiempo te borrara. ¿Eso quieres que piense yo también?
El rostro de Adrián se tensó. Las palabras de Patricia lo descolocaron. En lugar de encontrar una hija sumisa, encontró una mujer firme. Y eso lo desestabilizó más que cualquier acusación externa.
Él se levantó despacio. Caminó hacia ella con pasos lentos, pero cargados de tensión contenida.
—¿También tú estás en mi contra? ¿Tú también me vas a traicionar?
—Papá… basta. Estás diciendo cosas sin sentido.
—¡No me hables así! —exclamó, golpeando la mesa—. ¡Dímelo de frente! ¿Qué andas diciendo de mí? ¿También tú me juzgas? ¿Me observas? ¿Me condenas?
María apareció alertada por los gritos. Tenía el rostro desencajado, la mirada temblorosa, el presentimiento dibujado en cada gesto.
—Adrián, por favor, detente. Ella no ha hecho nada malo —suplicó, con la voz apenas firme.
Pero él ya no la escuchaba. Sus ojos se movían nerviosos, incapaces de enfocarse. Murmuraba algo entre dientes, frases sin sentido, palabras revueltas con resentimientos viejos. Caminó en círculos, apuntando con el dedo a ambas.
—Ustedes dos... me observan. Me estudian. Esperan que cometa un error. Son parte de todo esto, de este juicio silencioso... —decía, más a sí mismo que a ellas.
—Papá, por favor… —intentó Patricia, sin saber si acercarse o retroceder.
—¡No me hablen con lástima! —bramó—. ¡No necesito su compasión! ¡Necesito que me respeten! ¡Que me escuchen!
Su respiración se volvió más agitada. Caminó hacia el aparador, casi a ciegas, y abrió el cajón con violencia. Tomó la pistola. La sostuvo con ambas manos, como si fuera un cetro, como si ese objeto pudiera devolverle el control que sentía perder.
—¡Adrián, no! —gritó María, avanzando con decisión—. ¡Esa arma no va a darte lo que perdiste!
—¡Atrás! —exclamó él, sin apuntar a nadie, pero levantando el arma con torpeza—. ¡No me obliguen! ¡No me provoquen!
Patricia se acercó lentamente, con las manos alzadas, intentando que su voz no temblara.
—Papá, nadie quiere hacerte daño. Por favor… baja eso. No lo necesitas. Yo estoy aquí… contigo.
—¡Mentira! ¡Tú eres como todos los demás! ¡Ya hablaste de mí! ¡Ya me vendiste!
—Papá, basta —lloró ella—. ¡No digas eso! ¡Yo solo quiero ayudarte!
María, desde un costado, dio un paso adelante. Su rostro era una súplica.