Sueños Blancos.

VIII. HERENCIAS Y SOMBRAS

La casa de Hernán había quedado impregnada por un silencio espeso, como si el aire aún conservara el eco de los gritos, los secretos y los pasos que ya no volverían. La atmósfera era otra. Más fría. Más ajena. Malvinaestaba sola en esa casa. Sin su hija. Viuda.

El sol había desaparecido tras las colinas cuando un taxi oscuro se detuvo frente a la casa. El chofer abrió el baúl sin decir palabra, y de él emergieron dos figuras: una mujer de unos cincuenta años, vestida con ropas elegantes que parecían anacrónicas para el vecindario, y una joven con rostro severo, de expresión inquisitiva y pasos firmes.

Dulcina, la hermana menor de Malvina, no era mujer de visitas frecuentes. Se había ido del país hacía más de veinte años, tras casarse con un empresario que más tarde la dejó con una hija, una cuenta bancaria modesta y muchas frustraciones mal digeridas. Ahora, retornaba tras la muerte de Hernán, atraída no por la nostalgia, sino por un no muy sentido de solidaridad con su hermana y su madre, Berta.

Verónica, su hija, apenas ocultaba su desdén por el entorno. Acostumbrada al bullicio urbano, a los techos altos de su apartamento en el exterior y a los lujos pequeños pero constantes. Verónica entró sin saludar, observando con desdén los muebles antiguos, los cuadros, el aire de tragedia aún suspendido en las paredes.

Malvina abrió la puerta en bata, el rostro ojeroso, los pasos lentos. —Bienvenidas —dijo, abrazando brevemente a su hermana—. Pasa, Dulcina. Siéntanse cómodas.

—¿Y mi cuarto? —preguntó Verónica con tono indiferente.

Malvina tragó saliva. Mantuvo la voz tranquila.

—Compartirás la habitación que era de Ximena.

Verónica se detuvo. Frunció el ceño.

—¿Cómo que "compartiré"? ¿No hay otro cuarto?

—Ximena ya no vive aquí desde hace un tiempo. Está con nuestra madre. Pero si alguna vez regresa, lo compartirá contigo. Es un cuarto grande.

—No me parece justo —masculló Verónica.

—Verónica, basta —intervino Dulcina con tono firme—. No estás aquí para quejarte. Comporta esa lengua.

—Voy a descansar —dijo la muchacha —. Que tengas buenas noches, tía.

—Que descanses, sobrina —respondió Malvina con amabilidad forzada—.

Verónica se detuvo en la escalera. Se giró brevemente hacia su madre.

—Mamá, quiero hablar contigo. Ven conmigo... a mi cuarto.

Dulcina asintió.

—Nos vemos en un rato, hermana —dijo a Malvina, antes de seguir a su hija.

Justo cuando Malvina se disponía a acomodarse, el teléfono sonó, rompiendo la calma reciente.

Malvina contestó con voz tranquila, aunque el sonido le revolvió el estómago.

—Buenas tardes —dijo una voz al otro lado, protocolaria.

—Sí, dígame.

—Le llamó del estudio jurídico que contrató el Señor Hernán Guzmán. Queríamos notificarle que mañana, a las nueve de la mañana, será leída oficialmente la disposición testamentaria del señor.

Malvina se irguió, apretando el auricular.

—Gracias por la información. Estaré presente.

Colgó lentamente. Su rostro se endureció por unos segundos. Sabía que el día siguiente podría cambiar muchas cosas.

Dulcina escuchó todo y esbozó una sonrisa apenas visible y entró junto a su hija al cuarto que Malvina les había asignado. En el segundo piso, en lo que alguna vez fue el cuarto de Ximena —el mismo que guardaba cartas, diarios y recuerdos de una infancia herida—, Verónica miraba por la ventana con una media sonrisa torcida. Dulcina, sentada en el borde de la cama, hojeaba un viejo álbum familiar que había encontrado en la repisa, como si buscara algo que pudiera usar como argumento más adelante. Verónica se sentó sobre la cama y cruzó los brazos. Dulcina la observó un momento antes de sentarse a su lado.

—¿Qué sucede? —preguntó la madre.

—Quiero saber qué estás planeando —dijo Verónica, bajando la voz—. ¿Por qué estamos aquí realmente?

Dulcina se inclinó hacia ella, con una sonrisa apenas contenida.

—Verónica... tu padre Hernán está muerto. Y aunque no haya sido oficialmente reconocido, tú también eres su hija. Él tenía bienes, cuentas, propiedades. Mañana será leído su testamento.

—¿Y tú crees que nos dejará algo?

—Estoy segura —afirmó Dulcina con un tono más agudo—. Hernán era rico, muy rico. Y si no nos dejó lo que corresponde... ya encontraremos la forma de conseguirlo. —Se detuvo, bajando la voz aún más—. Esta casa, hija, esta casa puede ser nuestra.

Verónica sonrió por primera vez desde que llegaron.

—Entonces... será mejor que Ximena no vuelva.

Dulcina la miró fijamente. No le respondió. Pero la idea quedó flotando, como una amenaza suspendida entre las cortinas y el eco de las palabras que no se dicen.

—¿Sabesalgo, mamá? —dijo Verónica con una calma que helaba más que un grito—. A la tíaMalvina y a nuestra inmaculada Ximena deberíamos sacarlas de esta casa. Sinrodeos. Sin contemplaciones. Es hora de ponerlas en su lugar... y fuera de aquí.

Dulcina levantó la vista, con una mirada más calculadora que sorprendida. Cerró el álbum con delicadeza y se cruzó de piernas.

—No, hija. Eso sería demasiado vulgar. Y nos haría ver como las malas de la historia —dijo con voz suave pero afilada—. Tengo una idea mejor. Las dejaremos aquí... pero al servicio nuestro. Harán lo que les digamos. Cada vez que caminen por esta casa, recordarán que ya no les pertenece.

Verónica soltó una carcajada baja, sin alegría. —Humillarlas... lentamente. Me gusta más.

Lo que no sabían era que Blanca, que había subido a llevar una cobija adicional, había escuchado todo desde el umbral entreabierto. Se quedó allí, paralizada por segundos, pero luego bajó las escaleras apresuradamente, con el rostro descompuesto.

En el salón, Malvina hojeaba documentos con gesto preocupado cuando los gritos la sacaron de sus pensamientos.

—¡Señora! ¡Señora! —irrumpió Blanca, agitada.

—¿Qué ocurre, Blanca? —preguntó Malvina, levantando la vista de inmediato.




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