Sueños Blancos.

VIII. HERENCIAS Y SOMBRAS

Pasaron algunos días. No muchos. Apenas los suficientes para que el calendario se moviera y fingiera que la vida seguía. Y, en efecto, seguía aunque no como antes. Las tragedias recientes habían dejado su marca. El barrio ya no era el mismo, aunque sus calles lo intentaran. Cada casa parecía forzada a retomar una rutina que ya no les pertenecía. Como si, tras tanto dolor, se buscara a toda costa una normalidad que no terminaba de asentarse.

En su hogar silencioso, Malvina vivía el duelo de su padre a solas. La muerte de Vicente había sido una fractura profunda, no solo por el vacío irremediable, sino porque ahora aquella casa, antaño ruidosa y llena de presencias, se había convertido en un eco persistente. Hernán ya no estaba. Y aunque desde hacía tiempo su matrimonio era más distancia que afecto, al menos había compañía. Ahora, el silencio lo cubría todo. Incluso Ximena se había ido, y eso pesaba más que cualquier sombra.

Ximena ya se había mudado casa de Berta, su abuela. Fue un acto más emocional que racional, una necesidad de cobijo que encontró su forma en aquella casa que también guardaba luto. Porque Berta ahora era viuda, y ese título, aunque nadie lo diga en voz alta, pesa distinto. Se había quedado sin Vicente. Sin el hombre que había compartido sus días, sus rutinas, sus discusiones, sus silencios… su vida entera. Y esa ausencia era otra forma de desamparo.

Allí, entre las dos, empezó a tejerse una relación nueva. Hecha de recuerdos, de gestos pequeños, de silencios respetados. Berta, desde su dolor callado, comenzaba a ver en su nieta una compañía inesperada. No lo decía. No lo expresaba en palabras, pero lo mostraba con una taza de té caliente, con una cobija doblada a los pies de la cama, con una puerta entreabierta cada noche.

Ximena, por su parte, intentaba reconstruirse. Lentamente. Sin apuros. Llevaba consigo el dolor por su padre, por su abuelo, pero también el de Patricia, su amiga. Una herida distinta. Más confusa. Más difícil de procesar. No era solo tristeza: era culpa, era impotencia, era el eco de conversaciones pendientes. A veces se despertaba de madrugada con el nombre de Patricia entre los labios, como si la conciencia no la dejara olvidar lo que no dijo, lo que no hizo, lo que no reparó a tiempo.

Y mientras madre e hija estaban separadas por la pena, el resto del mundo también trataba de seguir su curso.

Julio, Marco y Gustavo vivían días serenos, por primera vez en mucho tiempo. La calma no significaba ausencia de dolor, pero sí cierta estabilidad emocional. En el caso de Gustavo, incluso, su corazón comenzaba a mirar hacia adelante. Y lo más inesperado fue que sus hijos lo comprendieron. Con madurez, con cierta distancia, pero también con respeto. Entendieron que su padre había sido viudo por años, que merecía una segunda oportunidad. Que lo que fuera a construir con Malvina —si es que el destino aún lo permitía— no nacía desde la traición, sino desde una necesidad honesta de amor.

El resto del grupo —Jackie, Alejandra, Joaquín— intentaba recomponerse. Lo hacían como podían: trabajando, reuniéndose de a poco, compartiendo silencios más que palabras. La muerte de Patricia aún dolía. Pero en cada conversación contenida, en cada mirada que evitaba el tema, había un intento por sanar.

David, en cambio, no encontraba descanso. Para él, el duelo era una corriente subterránea que lo arrastraba cada día un poco más. No hablaba mucho. No componía. No salía. Se mantenía su decisión: se iría lejos. A otro país, a otra ciudad, a otro ritmo. No buscaba olvido, lo sabía. Solo necesitaba que el eco de su amor no correspondido dejara de perseguirlo en cada esquina. En cada canción inconclusa. En cada recuerdo.

Porque hay momentos en que hasta los sueños blancos se vuelven demasiado pesados para sostener.

Fue en ese contexto de duelo y cansancio que llegó Dulcina, la hermana menor de Malvina. La hija menor de Berta, la que se fue temprano, la que no volvió ni siquiera cuando su madre cayó enferma por primera vez, ni cuando su padre, Vicente, fue hospitalizado. Llevaba más de quince años viviendo fuera de Ecuador. Su historia era imprecisa, tejida entre rumores: se decía que había emigrado tras enamorarse de un empresario extranjero que terminó por abandonarla, dejándola con una hija y una cuenta bancaria que no alcanzaba a compensar las expectativas que se había hecho.

Su relación con Malvina era distante. Nunca hubo una ruptura explícita, solo el tiempo, la distancia y la falta de gestos hicieron lo suyo. Volvía ahora, no por el funeral de Vicente —al que no llegó y sin lágrimas—, sino por los trámites que la muerte estaba dejando abiertos. Nadie en la familia la esperaba. Menos aún la necesitaba.

Junto a ella llegó su hija: Verónica. Una joven enigmática, de belleza contenida, casi hostil. Alta, de rostro anguloso y mirada filosa, con una forma de estar que parecía siempre al borde del desprecio. Poco se sabía de ella. Nunca tuvo mayor contacto con Berta ni con Ximena. De hecho, durante años se dudó si era hija del empresario que acompañó a Dulcina o fruto de otra relación aún menos clara. Lo cierto es que Verónica no mostraba interés por conocer a su familia materna.

La tarde ya había caído. El último resplandor del sol se ocultaba tras las colinas cuando un taxi de vidrios oscuros se detuvo frente a la casa. El motor permaneció encendido unos segundos más, como si el chofer también supiera que lo que transportaba no era solo equipaje. La puerta se abrió, y de ella descendió una mujer de porte elegante, envuelta en un abrigo gris perla, gafas oscuras sobre la cabeza, maquillaje intacto, y un gesto que oscilaba entre la resignación y el cálculo. Era Dulcina, esa misma hermana menor de Malvina, hija de Berta, y la menos visible del linaje familiar. Su regreso, después de tantos años fuera de Ecuador, no traía consigo nostalgia. Solo una discreta inquietud que se instalaba sin pedir permiso.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.