En el Tribunal Penal, la sala estaba llena, y el ambiente era espeso, tenso. El murmullo apenas se sostenía en los márgenes de la contención. Las miradas estaban todas puestas en el banquillo de los acusados, donde un hombre envejecido por el encierro y los fantasmas del crimen permanecía sentado, con las manos esposadas, el rostro descompuesto y los ojos hundidos por el insomnio: Adrián González.
Vestía el uniforme naranja del sistema penitenciario, pero lo que más pesaba sobre él no era la tela, sino el juicio que lo rodeaba. No solo el del Estado. También el de los que lo conocieron, el de su vecina de toda la vida… y el de su propia conciencia.
Al fondo de la sala, sentada en silencio, estaba Berta, la viuda de Vicente. Enlutada, con los ojos enrojecidos pero la espalda erguida, aguardaba el momento que sellaría el destino de aquel hombre. Había llegado sola. Pero no frágil. Había esperado ese instante durante meses. No por venganza. Por justicia.
El juez, un hombre de voz grave y mirada firme, leyó con claridad la sentencia tras semanas de juicio y múltiples declaraciones.
—En base a los hechos probados, el testimonio clave de la testigo presencial y las pruebas forenses recabadas, este Tribunal declara al ciudadano Adrián González culpable del doble homicidio de su esposa María Rodríguez y su hija Patricia González. Se dicta una pena de veinte años de reclusión mayor ordinaria, sin derecho a reducción por conducta.
Adrián se puso de pie bruscamente. La cadena de las esposas tintineó con rabia.
—¡¿Veinte años?! ¡Esto es un error! —bramó, desencajado—. ¡Ya les dije! ¡Yo no las maté! ¡No quise hacerles daño! María y Patricia forcejearon conmigo por el arma… y se disparó sola. ¡Fue un accidente! ¡Yo solo intenté evitar una desgracia… pero ya era tarde!
El juez no se inmutó. Tomó un documento de la carpeta frente a él.
—La versión del acusado ha sido desmentida por una testigo ocular. Su relato es coherente, preciso y coincide con los informes periciales de balística y huellas. Vamos a proceder con su declaración.
Golpeó una vez con el martillo. —Secretaría, que se llame a la señora Berta viuda de Rojas. —Sí, señor juez —respondió la secretaria—. Se cita a declarar a la señora Berta Rojas, viuda del señor Vicente Rojas.
Las cabezas se giraron cuando ella se levantó. Caminó hacia el estrado con paso lento pero firme. Su figura frágil no ocultaba la fuerza que traía consigo.
Se colocó de pie frente al juez. Le ofrecieron una silla, pero no quiso sentarse.
—Señora Rojas —inició el juez—, le recuerdo que está bajo juramento. Confirme si lo que va a declarar corresponde a la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad.
—Lo confirmo, señor juez —respondió con voz clara.
—Proceda.
Berta respiró hondo. Luego habló. —Fui vecina del señor Adrián González durante más de veinte años. Vivíamos frente con frente. La tarde de los hechos, escuché gritos. Gritos desesperados. Después disparos. Me acerqué a la ventana. Vi parte de su sala. Lo vi a él. Adrián. Sostenía un arma. A sus pies… su esposa y su hija. Ya sin moverse. El suelo lleno de sangre.
Un murmullo se alzó en la sala. El juez lo cortó con un golpe seco de martillo.
—Silencio.
Adrián bajó la cabeza. Cerró los ojos. Parecía buscar en sí mismo una versión alterna de lo ocurrido. Pero la voz de Berta seguía firme.
—No fue un accidente. No fue defensa propia. Fue una explosión de furia. Una más de muchas. Solo que esa noche… las mató.
Adrián levantó el rostro. La miró como si no la reconociera.
—Tú… Berta… tú me conocías. ¿Por qué haces esto?
Ella lo miró con compasión, pero sin clemencia.
—Porque a esas mujeres ya nadie las va a defender. Porque callé demasiadas veces. Porque si no hablo ahora, el silencio me haría cómplice.
El juez hizo un gesto. Los custodios rodearon a Adrián.
—Que lo retiren —ordenó.
Adrián intentó resistirse, pero ya no era un hombre fuerte. Era apenas el eco de lo que fue.
—¡No puede terminar así! ¡No soy un asesino! ¡Fue un accidente!
Pero nadie respondió. Las puertas del tribunal se abrieron con un chirrido. La luz del final de la tarde entró en la sala como una sentencia muda. La justicia había hablado. Y Adrián… se desplomaba.
A la misma hora, en el aeropuerto Mariscal Sucre de Quito, el bullicio era el de siempre: altavoces anunciando vuelos, maletas rodando, despedidas apuradas, filas de rostros apurados sin más destino que el próximo embarque. Pero para el pequeño grupo reunido junto a la puerta 5, el mundo se había ralentizado. El tiempo parecía suspendido en el aire, como si incluso el reloj digital del andén se negara a avanzar. La despedida que se avecinaba no era solo un trámite, era un desprendimiento. Una herida que no se cerraría con el cierre de una puerta de abordaje, sino que apenas comenzaba a abrirse en esos últimos abrazos.
David sostenía su pasaporte entre los dedos. El billete de avión a Nueva York tenía la tinta aún fresca. Iba a vivir lejos, a terminar sus estudios de música y, con suerte, empezar de nuevo. Lo decía con calma. Pero por dentro… era ruina.
Ximena fue la primera en acercarse. Lo abrazó sin apuro, como si no quisiera soltarlo aún.
—David… ojalá la vida te dé paz allá donde vas. Esta ciudad te va a extrañar. Yo te voy a extrañar.
Él sostuvo su mirada con un dejo de ternura. Luego bajó la vista, como si le costara sostener su decisión.
—No voy a volver, Ximena. Aquí todo me habla de lo que perdí. No puedo reconstruirme donde cada rincón me recuerda lo que no supe cuidar.
Jackie se acercó en silencio. Le tendió la mano, pero él la atrajo hacia un abrazo sentido.
—Gracias por darme un lugar cuando más lo necesitaba. Nunca me sentí solo mientras tú estabas.
—Sigue tocando, David. No dejes que el dolor te quite la música. A veces, eso es lo único que nos sostiene.