El día había llegado. Puntual, inevitable. El mismo que todos sabían que pondría las cartas sobre la mesa. La lectura del testamento de Hernán Guzmán se celebraría en el estudio jurídico donde él, durante años, había depositado cada detalle de su vida económica y legal. Un lugar que no cargaba historia personal, pero sí un peso simbólico enorme.
El salón del estudio jurídico estaba impregnado de solemnidad. Las paredes altas y desnudas, las sillas alineadas con precisión quirúrgica y la mesa principal al frente, donde reposaban los sobres sellados, imponían un silencio que nadie osaba romper. Aunque la sala no era grande, el aire se sentía denso, casi ceremonial, como si cada molécula supiera que ese día cambiaría el curso de más de una vida.
Malvina llegó vestida de negro, sobria y digna, con el rostro pálido pero firme. Se sentó en la segunda fila, sola, consciente de que lo que estaba a punto de escucharse marcaría el destino no solo de su vida, sino de la de su hija.
Dulcina, en cambio, llegó con esa seguridad estudiada que la acompañaba siempre, como si el momento le perteneciera. Iba del brazo de Verónica, su hija, y ambas lucían vestidos discretos pero elegantes. Entraron aparentando estar allí por cortesía, como si su presencia fuera un gesto de apoyo hacia Malvina. Pero quien mirara con atención notaría el leve brillo triunfal en los ojos de Dulcina, y la sonrisa contenida en los labios de Verónica, como si en su interior ya supieran el desenlace de aquella mañana.
A las nueve en punto, un funcionario de traje gris se sentó frente a todos. Abrió con cuidado el sobre sellado con el nombre de Hernán Guzmán en tinta negra, y comenzó a leer con voz clara y pausada.
—“Yo, Hernán Guzmán, en pleno uso de mis facultades mentales y con total libertad, expreso en este documento mi última voluntad…”
Todos contuvieron el aliento.
—“…habiendo reflexionado sobre los acontecimientos de los últimos años de mi vida, y sintiéndome profundamente decepcionado por la traición de quien fue mi esposa, he decidido dejar mi legado, bienes, cuentas, propiedades y empresas a la única mujer que me demostró lealtad y comprensión: Dulcina Rojas. Asimismo, declaro como hija legítima, reconocida en este testamento, a Verónica Guzmán, fruto de mi relación con la señora Rojas. Esta decisión responde no solo a un acto de justicia personal, sino también a la convicción de que ellas sabrán resguardar con integridad lo que construí con tanto esfuerzo.
No obstante, deseo dejar constancia expresa de que, aunque he perdido la confianza en la señora Malvina Rojas por motivos que no detallaré en este documento, reconozco que nuestra hija, Ximena Guzmán, no debe quedar desprotegida. He solicitado a mi albacea que, en cuanto la lectura de este testamento se cumpla, se cree un fideicomiso específico a su nombre, con recursos suficientes para garantizar su educación, bienestar y estabilidad futura, sin necesidad de intermediación alguna de su madre. Esta es mi manera de asegurarme de que, aun desde la distancia y tras mi partida, pueda velar por ella como padre.”
Un murmullo recorrió la sala. Malvina se irguió en su asiento.
—¿Qué dice…?
—Silencio, por favor —interrumpió con cortesía el funcionario, sin detener la lectura.
El silencio que siguió fue sepulcral. El funcionario dobló con precisión el documento y lo devolvió al sobre lacrado, sellándolo nuevamente como se sella una etapa definitiva. Luego, con tono formal, concluyó:
—Con esto se da por finalizada la lectura del testamento del señor Hernán Guzmán, conforme a lo dispuesto por él en plena validez legal. Gracias por su presencia.
Malvina se levantó lentamente, como si el cuerpo pesara más después de cada palabra escuchada.
—Esto no puede ser —dijo, sin gritar, pero con una voz cargada de incredulidad—. ¡Esto es una farsa!
Dulcina se volvió hacia ella con una serenidad desconcertante, como si hubiese esperado ese momento durante años.
—No hay farsa, hermana —replicó con tono firme y contenido—. Lo escuchaste con claridad. Todo lo que fue de Hernán, ahora me pertenece. Y no por casualidad. Fue su voluntad. Su decisión. Su justicia.
Verónica levantó la mirada. Ya no había timidez, sino determinación en su voz:
—Hoy, por fin, llevo el apellido que me negaron toda la vida. Hoy… ocupo mi lugar.
Malvina se giró hacia el funcionario, buscando algo que le devolviera el sentido de pertenencia que acababa de perder.
—¿No hay ninguna cláusula que me respalde? ¿Nada como esposa legal?
El funcionario negó con respeto, sin abandonar la neutralidad profesional.
—El documento es legal y plenamente vinculante. Cualquier objeción deberá presentarse por la vía judicial correspondiente.
Dulcina caminó lentamente hasta quedar frente a ella. Su voz era cortante, pero no alterada.
—No tienes lugar en esa casa, Malvina. Hernán dejó todo claro. Tú perdiste su confianza. Y yo… fui quien permaneció. A partir de hoy, esa casa no te pertenece. Estás fuera. Para siempre.
Malvina apretó los labios, sosteniéndose sobre su dignidad como único escudo.
—Esa casa también fue mía. La levantamos juntos. Yo la habité. La cuidé. La hice hogar para Ximena. No se construyó sola, ni fue solo patrimonio de Hernán. Y ahora, me quedo sin nada. Sin historia. Y lo peor… es que han dejado a mi hija expensas de su tía. Eso no lo voy a olvidar.
Dulcina no retrocedió ni un centímetro.
—El testamento fue claro: Ximena no quedará desamparada. Hernán se encargó de ello. Pero no delegó en ti esa tarea. Porque ya no confiaba en ti. Yo lo haré. Velaré por ella… como él dispuso.
Verónica dio un paso adelante. Se colocó junto a su madre con una seguridad calculada.
—Ahora sí —dijo con voz baja—. Podemos empezar de verdad.
Malvina no respondió de inmediato. Solo cerró los ojos unos segundos, conteniendo la tormenta interna que le arrasaba el pecho. Sentía que le habían despojado no solo de una herencia, sino de años de vida, de recuerdos construidos entre paredes que también llevaban sus huellas. Era más que perder bienes; era ser arrancada de su historia.