El salón del estudio jurídico al que Hernán confiaba todos sus asuntos, estaba impregnado de solemnidad. Las paredes altas y desnudas, las sillas alineadas con precisión quirúrgica y la mesa principal al frente, donde reposaban los sobres sellados, imponían un silencio que nadie osaba romper.
La sala era pequeña, pero el aire se sentía denso.
Malvina llegó vestida de negro, sobria y digna, con el rostro pálido pero firme. Se sentó en la segunda fila, sola, consciente de que lo que estaba a punto de escucharse marcaría el destino no solo de su vida, sino de la de su hija.
Dulcina, en cambio, entró con seguridad, acompañada de Verónica, ambas con vestidos discretos pero elegantes. Se sentaron juntas, y la joven no disimulaba la sonrisa expectante que se dibujaba en sus labios.
A las nueve en punto, un funcionario de traje gris se sentó frente a todos. Abrió con cuidado el sobre lacrado con el nombre de Hernán Guzmán en tinta negra, y comenzó a leer con voz clara y pausada.
—"Yo, Hernán Guzmán, en pleno uso de mis facultades mentales y con total libertad, expreso en este documento mi última voluntad..."
Todos contuvieron el aliento.
—"...habiendo reflexionado sobre los acontecimientos de los últimos años de mi vida, y sintiéndome profundamente decepcionado por la traición de quien fue mi esposa, he decidido dejar mi legado, bienes, cuentas, propiedades y empresas a la única mujer que me demostró lealtad y comprensión: Dulcina Rojas..."
Un murmullo recorrió la sala. Malvina se irguió en su asiento.
—¿Qué dice...?
—Silencio, por favor —interrumpió con cortesía el funcionario, sin detener la lectura.
—"...y declaro como hija legítima, reconocida en este testamento, a Verónica Guzmán, fruto de mi relación con Dulcina. Dejo constancia de que esta decisión busca proteger el patrimonio familiar de las manos de quienes no supieron respetar la confianza depositada en el amor ni la dignidad de nuestro apellido."
El silencio que siguió fue sepulcral. Solo se escuchaba el leve roce de los papeles al doblarse nuevamente dentro del sobre.
Malvina se levantó lentamente. —Esto no puede ser —dijo, sin gritar, pero con una voz cargada de incredulidad—. ¡Esto es una farsa!
Dulcina sonrió, como una actriz que finalmente recibe el aplauso final de su escena maestra.
—¿Lo escuchaste bien, hermana? —dijo con tono suave, pero venenoso—. Todo es mío. La casa, las cuentas, la empresa. Mío. Y de mi hija, claro.
Verónica no dijo nada. Solo bajó la mirada y murmuró:
—Somos ricas, mamá.
Malvina volvió su rostro hacia el funcionario.
—¿No existe ninguna cláusula que me proteja? ¿Acaso no fui su esposa legal?
El hombre negó con respeto.
—El testamento fue firmado conforme a derecho. Es válido y vinculante. Si desea impugnarlo, puede hacerlo por la vía judicial correspondiente.
Dulcina se giró hacia su hermana con teatralidad.
—Si quieres quedarte en la casa, tendrás que ganártelo. Puedo ofrecerte empleo. Necesitamos alguien que limpie la planta baja.
Malvina cerró los ojos. Un temblor le cruzó el pecho, pero no permitió que sus lágrimas cayeran frente a ellas. —No necesito tu caridad. Ni tu dinero.
Se giró hacia la salida. Con paso digno, aunque el alma hecha pedazos.
—Me voy a casa de mi madre. Al menos allá... aún me queda algo de dignidad.
Dulcina rió suavemente.
—Ve con ella. Al final, la vejez y la pobreza siempre terminan juntas.
Y así lo hizo, Malvina no dudó ni un segundo.
La campana resonó en la vieja casa de Berta. El jardín delantero estaba descuidado, y la entrada parecía aún más solitaria desde la muerte de Vicente. Berta, ya sin la agilidad de antes, caminó lentamente por el pasillo. Su bastón resonaba contra las baldosas. Al abrir, se encontró con Malvina, de pie, con los ojos apagados y una pequeña maleta entre las manos.
—¿Qué haces aquí? —preguntó la anciana sin una pizca de dulzura.
Malvina tragó saliva.
—He venido porque... ya no tengo a dónde ir, mamá. Quería... quedarme contigo por un tiempo.
Berta entrecerró los ojos.
—¿Conmigo? Qué conveniente... justo ahora que ya no tienes a tu hija. ¿Y por qué no vuelves con Gustavo? Tal vez él te dé asilo... entre sus promesas rotas.
Malvina cerró los ojos con dolor. Apretó la maleta con fuerza.
—No estoy aquí para justificar lo que hice. Ya ni siquiera sé si puedo hacerlo. Pero tampoco vine a mendigar amor, mamá. Solo... ya no tengo fuerzas.
Berta se apartó del umbral, pero sin cederle el paso.
—Nunca fuiste como Dulcina. Eso te lo dije desde joven. Tu hermana, al menos, supo defender lo suyo. Supo jugar sus cartas. Tú, en cambio... destruiste tu hogar. Lo regalaste a cambio de un amante.
Malvina alzó la vista, con las lágrimas a punto de derramarse.
—¿Tú crees que eso fue lo que pasó? ¿Que yo lo perdí todo por amar a un hombre como Gustavo?
Berta se cruzó de brazos.
—¿Y acaso no fue así?
—No, mamá —dijo con voz firme—. Lo perdí todo... porque Hernán nunca fue leal. Porque todos lo defendían como un mártir, él ya había sembrado su traición mucho antes de la mía.
La anciana no respondió. Malvina dio un paso más cerca de la puerta.
—Hoy leímos su testamento —continuó—. Y ¿sabes qué dejó? Todo. Absolutamente todo... a Dulcina.
Berta arqueó una ceja.
—¿Cómo dices?
—Sí. A Dulcina. Le dejó la casa, el dinero, las cuentas, las acciones. Todo. Y no solo eso. Hoy, ante la ley, se reconoció que Verónica es hija de Hernán. Esa hija que tuvo con mi propia hermana mientras estaba casado conmigo.
Berta se tambaleó levemente. Buscó el respaldo de la pared.
—Eso no... eso no puede ser cierto.
—Es cierto —afirmó Malvina, con voz queda—. Mientras yo criaba a Ximena, mientras tú me pedías que salvara mi matrimonio... Hernán ya había hecho una nueva familia con mi propia sangre. Y ahora, por esa doble vida... Ximena y yo lo hemos perdido todo.