Una tarde en la casa de Berta, las sombras de los árboles se proyectaban sobre el empedrado como recuerdos alargados. Dentro, el silencio parecía haber sido cuidadosamente acomodado entre los muebles antiguos y las cortinas cerradas.
En la pequeña sala del fondo, Ximena hojeaba sin atención un álbum de fotos que encontró sobre la mesa. Había algo extraño en ver los rostros de su infancia. En cada página, su madre aparecía joven, sonriente, con los ojos encendidos de un amor que con los años se había consumido en las brasas del desengaño.
La puerta de entrada crujió. Malvina cruzó el umbral sin anunciarse. Llevaba un abrigo oscuro y el rostro demacrado, pero aún conservaba la dignidad de quien no se permite caer del todo. Su mirada se detuvo en la figura de su hija sentada en el sillón.
Ximena levantó la vista, sin sorpresa. Solo con una serenidad triste.
—Te esperaba —dijo, cerrando el álbum.
Malvina asintió, sin atreverse aún a acercarse.
—¿Cómo estás? —preguntó en voz baja.
—Entera —respondió Ximena—. Pero no intacta.
Malvina se sentó frente a ella, separadas por una pequeña mesa de té. Un abismo de palabras no dichas parecía ocupar ese espacio entre ambas.
—Me enteré... que te casas con Julio.
Ximena asintió lentamente.
—Sí. Hace unos días me lo propuso. Lo acepté... aunque ahora no sé si fue el mejor momento.
—Julio es hijo de Gustavo —murmuró Malvina, con tono sereno—. Lo sé.
—Lo sé también —replicó Ximena con frialdad, clavando los ojos en los de su madre—. ¿Y sabes qué más sé? Que ustedes se aman. Que tú fuiste infiel a papá. Que todo lo que ocurrió... terminó por destruirnos.
Malvina bajó la mirada. Sus manos temblaban sobre sus rodillas.
—Sí, Ximena. Te fallé. No tengo cómo negar lo evidente. Pero no todo fue como parece.
—Entonces explícamelo —exigió ella con voz quebrada—. Explícame por qué mi familia se vino abajo. Por qué perdimos nuestra casa. Por qué mi padre murió odiándote... y por qué yo llevo años cargando culpas que no me pertenecen.
Malvina respiró hondo. Tomó el silencio como una pausa para juntar fuerza.
—Porque tu padre... me traicionó primero —dijo al fin—. Porque mucho antes de que Gustavo apareciera en mi vida, Hernán ya tenía otra familia. Una hermana mía... y una hija que tú ahora conoces bien. Verónica.
Ximena no dijo nada.
—Nunca supe con certeza que me engañaba—continuó Malvina—. Sospechaba, sí. Sentía que Hernán se alejaba, que había algo más. Pero no tuve pruebas hasta después... cuando ya no estaba en este mundo para confrontarlo. Y aun así, me quedé. Por ti. Porque eras mi razón. Hasta que Gustavo...
—¿Gustavo qué? —preguntó Ximena, con voz ahogada.
—Gustavo fue mi consuelo. Pero también mi error. No debí mezclar el amor con la desesperación. No debí acercarme a él... él era viudo. Se sentía tan solo como yo. Y, sin buscarlo, nos entendimos.
—¿Y lo amaste?
Malvina no contestó enseguida.
—Sí —dijo al fin—. Pero no de la manera que amé a tu padre. Lo amé como quien abraza una herida. Como quien intenta olvidar un vacío. Y fallé. Porque tú... tú estabas en medio.
El silencio volvió a llenar la sala. Afuera, un pájaro cantó brevemente antes de alejarse. Ximena respiró con esfuerzo. Aún tenía los ojos llenos de lágrimas contenidas.
—Mamá... durante años te culpé. Te miraba con rabia, con vergüenza. Y ahora sé... que tú también fuiste una víctima. Que te usaron, te mintieron, y aun así tuviste que sostenernos a todos.
Malvina se inclinó hacia adelante.
—Hija... si pudiera devolver el tiempo... evitaría todo aquello. Pero no puedo. Solo puedo jurarte que jamás quise herirte. Y que, aunque todo el mundo me señale, para mí tú siempre has sido lo único verdadero.
Ximena dejó caer la cabeza entre sus manos. Las lágrimas, finalmente, salieron sin resistencia.
—Estoy cansada, mamá. Cansada de culpar, de cargar, de fingir que soy fuerte.
Malvina se levantó. Rodeó la mesa y se arrodilló frente a su hija. Le tomó las manos con ternura.
—Entonces no cargues más sola. Ya no. Estamos aquí, las dos. Las únicas que quedamos. Las únicas que, a pesar de todo, todavía se reconocen en el dolor.
Ximena levantó la mirada. Su madre estaba frente a ella, no como la mujer que había traicionado, ni como la esposa traicionada. Sino como la madre que aún la amaba. La abrazó.
Y en ese abrazo, se perdonaron sin decirlo. Porque no todo se resuelve con palabras. Algunas heridas solo se curan con el silencio compartido. Esa noche, en la casa de Berta, las dos mujeres lloraron por el mismo pasado que dividió sus caminos.
Y entre esas lágrimas, al fin, volvieron a ser madre e hija.
Aquella noche, después del reencuentro con su madre, Ximena permaneció despierta. En el cuarto donde Ximena dormía ahora, los objetos eran pocos: una cama antigua, una lámpara de mesa con pantalla color crema, un crucifijo de madera, y en la repisa, dos libros de juventud que una vez le pertenecieron a su madre. El aire olía a cera y a pasado.
Ximena se sentó frente al pequeño espejo ovalado que colgaba sobre la cómoda. Miró su reflejo sin buscar belleza ni respuestas. Solo se miró... como quien se enfrenta, por fin, a la voz más silenciosa de todas: la que viene desde dentro.
Había perdonado a su madre. Había aceptado la verdad sobre Hernán. Incluso se había reencontrado con su infancia herida.
Pero aún había algo que no lograba sanar. Y ese nombre volvía a cruzarle la garganta como una espina cada vez que lo pensaba: Gustavo.
El solo imaginarlo, caminando por la sala que un día fue su hogar, tomando café en la cocina que su madre alguna vez cuidó con esmero, sentándose a su lado... la desgarraba. No porque no entendiera el amor tardío que los había unido, sino porque aún no lograba separar al hombre que había sido el amante secreto de su madre, del padre del hombre con quien iba a casarse.