Mientras en el jardín iluminado los aplausos y las promesas tejían un futuro para Ximena y Julio, en otra parte de la ciudad, muy lejos del sonido de los violines y las voces alegres, Adrián contaba una noche más bajo las rejas de la cárcel provincial.
La celda era angosta, apenas tres metros de largo por dos de ancho. Un catre de acero oxidado. Una frazada que olía a humedad. Y una pared donde el yeso se caía a pedazos. Afuera, el pasillo central se impregnaba de sudor, silencio forzado y pasos de guardias con botas que retumbaban como tambores de guerra.
Adrián estaba sentado contra la pared, con la mirada clavada en el suelo. No era la mirada de un hombre arrepentido. Era la mirada de un animal herido, humillado, con el rencor latiendo bajo la piel.
—Cuando salga de este maldito lugar —murmuró, casi con dulzura perversa—, voy a arrancarle la cabeza a Berta. Ella me metió aquí. Ella y su lengua venenosa.
Desde el catre opuesto, un hombre de barba gris y ojos agudos lo observaba con interés. Se incorporó con lentitud.
—¿Ni siquiera estar aquí te hizo cambiar? —preguntó en voz baja.
Adrián lo miró con desprecio y extrañeza.
—¿Quién eres tú?
—Otro como tú. Me llamo Andrés. Y tú... tú pareces llevar el infierno en la sangre. ¿Qué hiciste?
—Me llamo Adrián —dijo, sin mostrar remordimiento—. Y maté a mi esposa y a mi hija.
Andrés frunció el ceño.
—¿Y no te pesa?
Adrián soltó una risa seca.
—Fue un accidente. Me traicionaron. Me desobedecieron. Me deshonraron. Yo no fallé, ellas lo hicieron primero.
Andrés no respondió. Había aprendido a no discutir con el odio cuando este aún estaba crudo.
—¿Cuánto tiempo te dieron? —preguntó luego, sin emoción.
—Veinte años —respondió Adrián—. Pero tengo un plan. Portarme bien. Mostrar "remordimiento". Y cuando me rebajen la condena... buscaré a esa bruja de Berta. La misma que testificó. La que me delató.
—¿Y tú crees que saldrás? —preguntó Andrés.
Adrián sonrió, por primera vez en días.
—Me asignaron abogado nuevo. Dicen que todo va marchando como esperaban. Que van a revisar mi sentencia. Reducción por buena conducta. Informes psicológicos favorables. Toda esa basura sirve... cuando uno tiene paciencia.
Horas después, un guardia se acercó al portón de su celda.
—Adrián González. Tiene visita.
Adrián se levantó sin prisa. Se alisó el cabello con la mano, se colocó bien la camisa que tenía los botones flojos y salió sin decir palabra.
En la sala de visitas, un hombre de traje oscuro lo esperaba con un portafolio sobre la mesa. No llevaba sonrisa.
—Abogado —saludó Adrián, con respeto artificial.
—Señor González—respondió el hombre, sentándose frente a él—. Los trámites para la revisión de sentencia avanzan. El informe penitenciario que entregaron muestra mejora en conducta y adaptación al entorno. Si sigue así, podríamos lograr que su condena se reduzca... quizás a la mitad.
Adrián asintió, con los ojos entrecerrados.
—¿Y después?
El abogado no respondió de inmediato.
—Después —dijo al fin—, será libre. Al menos en el papel.
Adrián soltó una carcajada contenida.
—Libre... qué palabra más hipócrita. Yo ya estoy libre. En mi mente. El resto es solo cuestión de tiempo.
Y mientras el abogado cerraba su portafolio y se despedía con un apretón breve, Adrián se quedó allí, mirando la pared manchada frente a él.
Pensaba en Berta, en la voz quebrada de María la noche en que discutieron, en el grito de Patricia antes del disparo. Y aunque la sombra de sus crímenes era imborrable, su corazón seguía convencido de que él era la verdadera víctima.
En esa cárcel no había redención. Solo odio fermentando lentamente, como un veneno que aguarda el momento exacto para brotar. Y mientras afuera la vida se celebraba, Adrián solo pensaba en cómo destruirla.
¿Adivinaste lo que iba a pasar? Coméntame si lo veías venir.