Sueños Blancos.

XIII. EL ECO DEL ODIO

No hay relojes en el pabellón donde duerme Adrián, pero su cuerpo aprendió a contar los días en función del frío que se filtra por las rendijas, del olor de la sopa rancia, del sonido metálico de la reja al abrirse, del silencio sospechoso cuando todos duermen. Cada amanecer es idéntico al anterior: un bostezo sin sentido, una existencia sin medida.

La celda es estrecha, sombría y húmeda. Tres metros por dos de concreto descascarado. Un catre de acero oxidado y una frazada que huele a encierro. El yeso cae de las paredes como si la misma cárcel estuviera harta de contener a los hombres que guarda. Afuera, los pasillos huelen a sudor viejo, a orina seca y a derrota. El eco de las botas de los guardias es el único sonido que impone orden. Todo lo demás es caos callado.

Adrián González pasa horas con la espalda pegada a la pared, inmóvil, con la vista clavada en algún punto que no existe. Pero su mente no descansa. Se mueve, se enreda, repite escenas como películas rayadas. Habla solo. Susurra nombres, fórmulas, excusas. Los demás internos dicen que delira. Que ya no distingue pasado de presente. Pero no está loco. Está atrapado en una realidad que no puede olvidar y en una fantasía que no quiere soltar.

Para muchos, un condenado que purga veinte años por parricidio está fuera del tablero. Pero Adrián no se siente fuera. Siente que solo ha sido desplazado, momentáneamente. Que aún hay piezas que puede mover. Aún guarda rencores viejos, heridas abiertas, y una lista de cuentas pendientes que recita como mantra. Cree que fue traicionado por quienes debían respetarlo. Cree que lo despojaron de lo suyo. Y eso —en su lógica torcida— justifica todo.

No busca redención. Nunca la ha buscado. No cree en la culpa, sino en la traición. Y desde esa celda, donde el tiempo no significa nada, alimenta su rabia. La fermenta. La pule. La convierte en convicción.

Porque, según él, su historia no ha terminado.

No mientras Berta siga viva.

No mientras alguien aún pronuncie el nombre Patricia.

No mientras en su cabeza quede espacio para trazar una última jugada.

—Cuando salga de este maldito agujero —murmuró Adrián, con un tono más dolido que amenazante— voy a hacer que Berta me escuche. Ella me dio la espalda. Ella... que un día fue mi vecina, mi amiga, la madre de esa niña que yo admiraba tanto. Nunca pensé que sería capaz de señalarme con el dedo, de llamarme asesino como si todo hubiera sido tan simple, tan claro.

Se pasó una mano por el rostro, como queriendo borrar la culpa que lo arañaba por dentro. Sus ojos se nublaron por un instante.

—Yo no quise hacer daño. Yo solo quería respeto. Como el que todos le tenían a Vicente, a Hernán, a Berta misma. Yo quería ser parte de algo. Ellos me hacían sentir incluido, al menos cuando Ximena era pequeña... yo la cuidaba, la llevaba en brazos. Eran mis vecinos. Mi familia, en cierto modo. Y aun así me empujaron fuera del círculo, me dejaron solo... como si yo fuera distinto, peligroso. Pero yo nunca levanté la voz. Nunca les fallé. Ni siquiera a ellas. Las quería. Las respetaba.

Su voz se quebró, y por un instante pareció más niño que hombre.

—Ni siquiera estoy seguro de haberlo hecho... No así, no como dicen. Todo pasó tan rápido. Gritos. Miedo. Ruido. Luego silencio. Y sangre. Y después... después ya era demasiado tarde.

Apretó los puños, como si pudiera retener lo que se le escapó de entre las manos aquel día. Su mirada volvió a endurecerse.

—Pero Berta... ella fue la primera en condenarme. No me preguntó. No dudó. Solo habló. Solo me hundió. Y por eso... por eso aún me arde todo esto. Porque terminé siendo lo que nunca quise ser. Un hombre solo. Un hombre señalado. Un hombre que no puede dejar de pensar que quizás... sí, quizás sí fui capaz de matar.

Desde el catre opuesto, una figura permanecía inmóvil, sumida en la penumbra como si fuera parte de las sombras. El hombre tenía la barba canosa y los ojos hundidos, más por lo que había visto que por los años que cargaba encima. Se llamaba Andrés, aunque a nadie le importaba mucho eso ahí dentro. Lo conocían por su silencio, por su capacidad de escuchar sin juzgar, por ese aire de espectro lúcido que lo envolvía.

Ese día, llevaba un buen rato observando a Adrián, sin intervenir, como quien estudia el movimiento de un animal enjaulado. No por morbo. Por reconocimiento.

—¿Ni siquiera aquí te ha tocado la conciencia? —preguntó de pronto, sin levantar la voz. Su tono no era inquisidor. Era como si hablara consigo mismo.

Adrián alzó la cabeza, sorprendido por la interrupción. Lo miró con una mezcla de recelo y curiosidad.

—¿Y tú quién eres?

—Uno que también tuvo razones. Y que ya entendió que la culpa no se va, aunque duermas con ella cada noche —respondió Andrés, saliendo apenas de la sombra—. Me llamo Andrés. ¿Y tú?

—Adrián —respondió, sin rastro de orgullo ni arrepentimiento—. Me acusan de matar a mi esposa y a mi hija.

Andrés frunció el ceño, como si una espina se le hubiese clavado bajo la piel, pero no dijo nada. Esperó.

Adrián bajó la mirada. Sus manos temblaban levemente.

—Pero yo no... no lo planeé. Todo pasó demasiado rápido. Estábamos discutiendo, gritando. María decía cosas que yo no quería oír. Patricia... ella estaba ahí también, llorando. Y entonces... la pistola apareció. No sé ni cómo terminó en mis manos. Forcejeamos. Alguien empujó. Grité. Cerré los ojos. Cuando los abrí... ya era tarde. Demasiado tarde.

Tragó saliva con dificultad. Andrés seguía en silencio, como si cada palabra que escuchaba fuera una piedra más en un muro invisible.

—Cuando me di cuenta, estaban en el suelo. Las dos. Sangre. Silencio. Solo eso. Y yo... yo con el arma. No entendía nada. Me quedé quieto. No podía moverme. Solo pensaba: "Esto no está pasando". Y luego llegaron. La policía. Me esposaron. Me arrastraron fuera. Y desde entonces... nunca más las vi.

Andrés asintió, lento, sin juicio. Solo escuchaba. Adrián siguió.




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