Sueños Blancos.

XIV. UN AMOR QUE NO HIZO RUIDO

Había pasado un mes desde la boda. El vestido de Ximena dormía ya en una caja de tela guardada con cuidado por Blanca, y las flores secas del ramo colgaban en la cocina de la casa de Berta, como un símbolo mudo del inicio de una nueva vida.

La luna de miel, originalmente planeada para días después de la boda, se había postergado. De algún modo, tanto Ximena como Julio necesitaban antes cerrar los capítulos abiertos, limpiar el alma de heridas antiguas. Como si el amor, para ser completo, debiera primero entenderse a sí mismo.

Fue en medio de esa espera cuando llegó una carta. Jackie fue quien la recibió en su buzón. El sobre venía sin remitente, pero la caligrafía era inconfundible. La tinta negra, la inclinación hacia la derecha, las letras un poco apretadas, de alguien que escribe más con el pecho que con la mano: David.

Jackie no lo pensó dos veces. Llamó a los demás. Esa tarde, en la casa de Joaquín, volvieron a reunirse: Marco, Alejandra, Joaquín, Jackie, y finalmente Ximena y Julio, que llegaron tomados de la mano.

La sala era la misma de siempre. Pero algo en ellos ya no lo era.

Jackie se aclaró la voz y abrió el sobre con cuidado, como si tuviera entre las manos una herida vieja que aún podía sangrar. Leyó. Palabra por palabra. Sin acelerar. Sin omitir nada.

"Queridos Ximena, Jackie, Julio, Marco, Joaquín, Alejandra:

No sé si esta carta llegará a tiempo, o si alguno de ustedes podrá leerla sin que se le haga un nudo en el pecho. Yo tardé demasiado en escribirla. Si no lo hacía, temía endurecerme por dentro. Así que aquí estoy, diciendo lo que me pesa. Aunque duela.

Tal vez porque en estas líneas hay una despedida, no definitiva, pero sí real. O tal vez porque poner esto en palabras me obliga a mirarme de frente... y reconocer dolores que aún no he terminado de entender.

La boda. La boda de Ximena y Julio. Debí estar ahí. Lo sé.

Debí estar en primera fila, sonriendo, brindando, abrazando a mis hermanos del alma, hermanos en todo, menos en la sangre. Pero no pude. No tuve el valor.

Nueva York es inmensa, ruidosa, anónima. Exactamente lo que necesitaba. Aquí nadie menciona a Patricia. Nadie me mira con esa mezcla de lástima y compasión. Aquí puedo caminar fingiendo que no arrastro una historia que pesa. Pero cuando cae la noche ella regresa. Siempre regresa.

A Patricia no se la llora de una sola vez. Se la llora a pedazos. En canciones que ya no toco. En cafés a los que no vuelvo. En silencios que se cuelan entre los días. En palabras que llegan cuando ya nadie puede escucharlas.

Por eso escribo hoy. Porque ustedes la conocieron como era por fuera: fuerte, hiriente, impulsiva. Pero pocos vieron lo que había por dentro. Nadie la amó como yo. Y, aun así, siento que nunca lo supo del todo. Tal vez porque creí que bastaba con estar ahí. Con verla. Con pelear y reír como si el mundo no pudiera separarnos.

Pero ella amaba distinto. A su modo. Desde la herida. Desde el miedo. Y lo pagó caro.

Hay algo más. Algo que no dije antes, tal vez por vergüenza o por cobardía.

La última vez que la vi, cuando se despedía para volver a casa, me llamó. Solo dijo tres frases: "Te necesito, David. Gracias por siempre estar." Yo pensé que era uno de sus arranques. Que discutiríamos, como siempre.

Esa fue la última vez que escuché su voz.

Y esa es la verdad que llevo conmigo: no la perdí por el destino. La perdí por dudar.

Si algo puedo dejarles con esta carta, es un consejo de quien ya perdió lo que más quiso: no guarden lo que sienten. No esperen. Digan lo que aman, lo que temen perder, lo que duele y lo que importa. Díganlo hoy. Porque mañana... puede ser demasiado tarde.

No sé cuándo volveré. Tal vez nunca.

O tal vez un día toque la puerta de alguno de ustedes, sin aviso, y me quede a tomar un café, como si el tiempo no doliera.

Pero si no regreso, si me quedo en este otro mundo que estoy tratando de armar, quiero que sepan que ustedes fueron, son y seguirán siendo mi gente. Mi refugio. Mi historia.

Con cariño,

David."

Al principio, nadie dijo nada. Solo se escuchaba la voz de Jackie, temblorosa pero firme, sosteniendo cada palabra. Los demás contenían la respiración, como si cualquier sonido pudiera romper el hilo invisible que los unía a esa voz, a esa carta, a ese amigo que hablaba desde lejos.

Los recuerdos comenzaron a instalarse en la sala como un perfume antiguo: el eco de Patricia discutiendo con Marco, las carcajadas en la terraza de Joaquín, las canciones que David tocaba cuando creían que todo era eterno.

Alejandra fue la primera en soltar las lágrimas. No las ocultó. Las dejó caer, sin vergüenza, como quien reconoce que el dolor también es una forma de amar.

Marco no lloró, pero su rostro estaba tenso, como si se sostuviera desde adentro para no desmoronarse. Cada palabra de David parecía una nota de esas canciones que él mismo había dejado de tocar.

Joaquín, siempre más parco, se frotó las manos con fuerza, como quien quiere volver al presente a través del cuerpo. Pero sus ojos también brillaban.

Julio, sentado junto a Ximena, le tomó la mano sin decir nada. Sentía la carta como una confesión dirigida a todos, pero que le hablaba en especial a él: del amor, del silencio, del miedo a perder.

Jackie, al cerrar el papel con manos cuidadosas, bajó la mirada y respiró hondo. No era solo una carta. Era una página del pasado que acababa de volverse presente. Otra vez.

El silencio que siguió fue largo. Todos sabían que algo sagrado acababa de decirse y que no convenía ensuciarlo con palabras inútiles.

Fue Ximena quien finalmente habló, con la voz baja, cargada de ternura y tristeza.

—David siempre supo decirlo todo cuando ya no había tiempo.




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