Sueños Blancos.

XV. LA ESTRATEGIA DE LA SOMBRA

La casa de Berta seguía igual que siempre: austera, callada, detenida en el tiempo. Pero para Malvina, algo había cambiado. Sentía que las paredes se estrecharon. Cada rincón le recordaba lo que ya no estaba.

Caminaba por esos espacios como una invitada que llega tarde a una fiesta donde nadie la esperaba. Todo le resultaba familiar, pero nada suyo. Ni la sala donde solía reírse de niña. Ni el retrato descolorido en el corredor. Ni siquiera su propia habitación.

Vivía entre silencios. El de Berta, su madre, que hablaba solo lo indispensable y con la voz templada de quien aún no perdona. Y el otro, más feroz, más íntimo: el que cargaba dentro. El que le repetía, sin descanso, que lo había perdido todo.

Su esposo. Su casa. La herencia que nunca logró defender.

Y, sobre todo, la mirada limpia de su hija.

Ximena todavía la visitaba. Era atenta. Era cordial. Pero ya no era la misma. Había algo en su forma de hablar, en sus pausas, en su modo de quedarse en la puerta. Una barrera invisible que dolía más que cualquier reproche.

Una distancia que no se gritaba, pero se sentía.

Esa tarde, la luz entraba oblicua por las ventanas. Malvina cortaba zanahorias en la cocina, no por hambre, sino por costumbre. El ritmo del cuchillo contra la tabla era lo único que sonaba en la casa.

Ximena apareció en el marco de la puerta. Llevaba el cabello recogido y una bolsa de papel con algo que no llegó a entregar.

—¿Vas a quedarte a cenar? —preguntó Malvina, sin levantar la vista.

—No, mamá. Solo pasé un momento. Julio me espera —respondió con tono suave.

—Ah... claro —dijo Malvina, con una sonrisa que no subía del mentón.

Ximena dudó un segundo. Pensó decir algo más. Pero no lo dijo. Solo fue hacia la salida.

—¿Ximena?

—¿Sí?

—Gracias por venir.

La joven se detuvo, pero no volteó.

—No tienes que agradecerme —dijo, y salió.

Cuando la puerta se cerró, el silencio regresó a su sitio. Malvina apoyó las manos en el mesón y cerró los ojos por un instante. No lloró. No suspiró. Solo dejó que el vacío hablara por ella.

Sabía que reconstruir el vínculo con su hija no sería cuestión de semanas. Tal vez ni de meses. Pero al menos, algo en el aire había cambiado. No era reconciliación. Era el inicio del terreno donde podría sembrarse.

O al menos, eso quería creer.

Berta apareció en la cocina poco después de que Ximena se marchara. Llevaba un suéter gris sobre los hombros y el gesto cansado, como si cada paso le costara más que el anterior. Se detuvo junto a la mesa y miró las zanahorias a medio picar. No dijo nada al principio.

—No sabía —murmuró de pronto, con la vista fija en el cuchillo—. No sabía lo que pasaba entre tú y Hernán. Ni lo que pasó entre Hernán y Dulcina. Nunca imaginé eso.

Malvina no respondió. Sabía que su madre no hablaba de escándalo, sino de heridas más hondas.

—Cuando me enteré, me costó respirar por días —continuó Berta, con voz baja, sin enojo—. No por juicio. Por decepción. Porque ver que mis dos hijas buscaron al mismo hombre… y que tienen hijas del mismo hombre… es algo que una madre no sabe cómo nombrar. Ni cómo sanar.

Se sentó despacio.

—Yo sé que no todo fue tu culpa, Malvina. Pero tampoco fue solo culpa de él. Y lo más triste de todo es ver que entre tú y Dulcina ya no hay ternura. Solo distancia. Sombra. Silencio. Como si fueran rivales y no hermanas.

Malvina tragó saliva. Apretó los dedos sobre la tabla de picar.

—Las amo a las dos —dijo Berta, mirándola por fin—. Aunque a veces no se note. Las amo como madre… pero sueño con volver a verlas como hermanas. Como cuando jugaban en el patio, ¿te acuerdas? Cuando una defendía a la otra, sin importar nada.

Hubo un silencio más largo.

—Ese sería mi único deseo antes de partir de este mundo. Verlas otra vez unidas. No perfectas. No sin diferencias. Pero juntas. Porque no quiero morirme con esta tristeza atravesada en el pecho.

Malvina parpadeó, enmudecida. No era una disculpa. No era un reproche. Era algo más difícil de enfrentar: la verdad desnuda de una madre que no sabía cómo coser los hilos rotos de su familia.

Aún seguían sentadas en la cocina cuando el timbre sonó. Malvina se puso de pie, sin apuro, mientras Berta, que aún sostenía su taza, alzó apenas los ojos.

—¿Esperas a alguien? —preguntó con voz neutra.

—No —respondió Malvina—. Pero creo que sé quién es.

Fue hasta la puerta. Abrió despacio. Allí estaba Gustavo, de pie con una flor blanca en la mano, esa expresión contenida que conocía tan bien.

—Buenas tardes, señora Berta —dijo él al ver a la madre, sentada aún al fondo del corredor.

Berta asintió con un leve movimiento de cabeza.

—Buenas tardes —contestó sin dureza, pero tampoco con calidez.

Malvina lo miró un segundo, y luego desvió la mirada hacia el interior de la casa. No quería discutir, no quería forzar nada. Solo murmuró:

—Vamos al jardín. Prefiero que hablemos afuera.

Se sentaron en el jardín, junto al viejo banco de madera, bajo la sombra de la bugambilia. El aire tenía ese olor a tierra que anuncia tormenta, y el murmullo lejano de la ciudad parecía quedarse fuera de ese rincón suspendido en el tiempo.

Malvina sostenía la flor blanca que Gustavo le había traído. Sus dedos rozaban el tallo con suavidad.

Desde una de las ventanas, Berta los observaba con disimulo. No dijo nada. No salió. Pero su mirada lo decía todo: aún no entendía. Aún no aprobaba. Su juicio pesaba.

Gustavo, aun así, mantuvo la calma. No la ignoró, pero tampoco la enfrentó. Se centró en Malvina.

—Gracias por recibirme —dijo finalmente—. No vengo a remover lo que ya no se puede cambiar. Vengo a hablar de lo que todavía puede ser.

Malvina no respondió de inmediato. Miró la flor. Luego a él.

—¿Qué queda por construir, Gustavo? Después de todo lo que hicimos, lo que callamos, lo que rompimos.




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