Sueños Blancos.

XVI. CUANDO LOS AIRES TRAEN MÁS QUE VIENTO

La noticia se deslizó en medio de una tarde templada de miércoles, mientras Jackie y Marco almorzaban con sobriedad en el restaurante Sueños Blancos. Afuera, la ciudad parecía avanzar con la rutina de siempre, pero entre ellos, la conversación daba vueltas en círculos, inevitablemente, alrededor de un nombre que se resistía a desaparecer.

—Verónica no ha cambiado —dijo Marco, partiendo un trozo de pan, sin apuro—. Solo aprendió a disfrazar la envidia con silencios. Esa calma que muestra es solo otra forma de manipular.

Jackie no discutió. Apenas desvió la mirada hacia la ventana, como si hubiera algo más, algo que aún no estaba lista para decir.

—¿Y si te dijera que mañana llega alguien más? —murmuró, con esa ironía que a veces usaba para no quebrarse.

Marco ladeó la cabeza.

—¿Quién?

—Mi primo. Santiago. Viene desde Nueva York. Dice que solo estará un par de semanas... quiere "desconectarse", "conocer la ciudad". Como si eso fuera tan fácil. Como si él supiera vivir sin alterar todo a su paso.

Marco frunció el ceño, no alarmado, pero sí con atención renovada.

—¿Y eso por qué te inquieta tanto?

Jackie apoyó los codos en la mesa, entrelazó los dedos y suspiró con cierta pesadumbre, como quien acaricia un recuerdo ya deformado por el tiempo.

—De niños éramos inseparables. Jugábamos en la misma casa, nos inventábamos mundos, compartíamos secretos. Éramos cómplices. Santiago era como un hermano para mí... hasta que un día desapareció. No físicamente, pero dejó de responder. Dejaba los mensajes en visto, no llamaba, no explicaba nada. Y cuando por fin volvió a aparecer... ya no era el mismo.

Marco la miró con interés, percibiendo que ese relato no venía solo de una nostalgia vaga, sino de algo que aún dolía.

—¿Qué cambió?

—Todo. Su forma de hablar, sus silencios. Se volvió irónico, evasivo. Como si no quisiera recordar lo que fuimos. O como si lo hubiera olvidado. A veces hablábamos por teléfono y yo sentía que del otro lado no había un primo, sino un extraño que solo compartía el nombre. Jamás volvió a mencionar nada de lo que vivimos. Ni una sola referencia. Como si nuestra infancia hubiera sido un invento mío.

Marco no interrumpió. Jackie hizo una pausa breve, luego añadió:

—Nunca me mandó una foto. Ni una videollamada. Nada que me mostrara cómo luce ahora. Su rostro... ya no lo tengo claro. Si me lo cruzara por la calle, no lo reconocería. Es como si el tiempo, la ciudad o algo más... lo hubieran borrado y vuelto a escribir.

Se quedó en silencio un momento, y luego añadió:

—Incluso su voz cambió. Antes era cálida, familiar, como un refugio. Ahora suena dulce, sí... pero medida, distante, como si cada palabra pasara por un filtro antes de llegar. A veces siento que me habla alguien que aprendió a sonar como él, pero que ya no es el mismo.

Marco la observaba con atención, percibiendo en sus palabras no solo desconcierto, sino una herida no resuelta.

—¿Y no intentaste preguntarle por qué se alejó así?

—Claro que lo hice. Pero evade. Cambia de tema. A veces responde con ironías. O dice que "no recuerda bien". O peor... se ríe, como si nada de lo que vivimos importara. Como si yo lo inventara. Y eso, Marco, eso sí que duele.

—Entonces, no es solo que volvió distinto. Es que decidió olvidar quién fue contigo.

Jackie asintió, con los ojos clavados en el borde del plato. Su voz se volvió más baja.

—Y sin embargo... aquí está. Viene mañana. Como si todo estuviera intacto. Como si nada se hubiera roto.

Marco permaneció unos segundos en silencio, como digiriendo cada palabra. Luego apoyó los codos en la mesa y dijo con calma, pero sin ambigüedad:

—Entonces será mejor que lo observemos de cerca.

Jackie levantó la mirada. Había en sus ojos algo más que cansancio: una inquietud profunda, difícil de nombrar.

—No necesitas observarlo mucho, Marco. Con Santiago... basta que entre por la puerta para que todo empiece a cambiar.

Y en su tono, más que una advertencia, había un presentimiento. Uno de esos que no se pueden probar... pero nunca se equivocan.

Al día siguiente, poco después de las seis, un taxi se detuvo frente a la casa de Jackie. El cielo, cubierto de nubes densas, anunciaba lluvia sin decidirse del todo. El aire tenía ese peso húmedo y eléctrico que precede a una tormenta. Nada en el ambiente era casual.

Santiago bajó con lentitud. El chofer abrió el maletero, pero él ya había tomado su propia maleta: una pieza de cuero oscuro, sobria pero cara. Vestía un abrigo largo de lana gris, perfectamente entallado, y unos lentes de sol que no se quitó a pesar de la hora. Su andar era seguro, casi teatral.

Jackie lo observó de reojo mientras buscaba las llaves en su bolso. Habían viajado juntos desde el aeropuerto, pero el trayecto fue largo solo por dentro. Las palabras que cruzaron fueron pocas, superficiales, como si el silencio entre ellos estuviera pactado. Él habló de la ciudad con tono burlón, hizo algunos comentarios vagos sobre la humedad y el tráfico, pero no hubo una sola pregunta sobre ella, sobre su vida, sobre lo que los unía.

Y eso, de algún modo, le dolió más que cualquier distancia.

Frente a la puerta, Jackie se detuvo. Santiago la esperaba unos pasos atrás, con la maleta en una mano y los lentes de sol aún puestos, a pesar del cielo nublado.

Durante un instante lo miró de perfil. Intentó reconocer al niño que la perseguía por los pasillos de la finca, al que se trepaba a los árboles con ella y le compartía secretos al oído. Pero solo vio a un hombre elegante, ajeno, con un gesto difícil de leer. Hasta su postura parecía nueva, como si llevara encima una piel que no le pertenecía del todo.

—Ya estamos aquí —dijo, sin emoción, mientras introducía la llave—. Este departamento no es muy grande, pero es tranquilo.

Santiago no respondió. Solo se encogió de hombros con indiferencia.




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