El reloj marcaba las nueve con doce de la noche cuando Ximena, con el corazón encogido, marcó el número de David en su celular. Estaba en la sala del hospital, de pie, con Alejandra y Joaquín a su lado, mientras Jackie seguía dentro junto a Julio, velando a Marco. La angustia había alcanzado su punto más alto. Los médicos habían sido claros: quedaban apenas 48 horas.
La llamada fue respondida al segundo timbre.
—¿Ximena? —respondió David con voz algo agitada, el ruido de la ciudad al fondo.
—David... —dijo ella, con un tono que ya lo decía todo.
Hubo una pausa. Luego, la voz de David se volvió firme.
—¿Qué pasa? ¿Qué tienes?
—Marco... —tragó saliva—. Marco se está muriendo. Necesita un trasplante. El riñón derecho está completamente comprometido y... y no hay donantes compatibles.
David quedó en silencio. El sonido ambiente se desvaneció.
—¿Marco...? No, no puede ser... ¿cuándo ocurrió?
—Ayer. Le dispararon. Está en coma.
—¿Qué clase de locura...? ¿Quién...?
—Fue Santiago. El primo de Jackie. No lo entendemos. No hay lógica. Solo sangre. Solo dolor.
David respiró hondo.
—Escúchame... Mónica y yo tomaremos el próximo vuelo. No te preocupes, estaremos allá mañana en la mañana.
—Gracias, David... de verdad, gracias —dijo Ximena, sin poder contener las lágrimas.
—Nos vemos pronto —dijo él, y colgó.
En su apartamento en Nueva York, Mónica, ahora esposa de David, lo esperaba en el sofá, sabiendo que esa llamada lo había removido todo.
—¿Qué ha pasado? —le preguntó apenas entró.
David se sentó frente a ella. Su voz fue directa, pero dolida.
—Es Marco, mi amigo. Le dispararon. Está en coma. Y necesita un trasplante urgente. Tiene solo un riñón funcional desde hace años... y ahora ese también ha colapsado.
—Dios mío... —susurró Mónica—. ¿Qué van a hacer?
—Nada ha funcionado. Nadie puede donar. Pero yo... yo recuerdo algo —dijo David, con una luz que se encendía en su memoria—. Años atrás, Marco y yo nos ofrecimos como voluntarios para una campaña de donación en la universidad. Nos hicieron pruebas cruzadas. El médico nos dijo que éramos compatibles... increíblemente compatibles.
—¿Y crees que...?
—No lo creo, lo sé. Voy a intentarlo. No puedo quedarme aquí sabiendo que está muriendo solo. No es solo mi amigo, Mónica. Es parte de lo que soy.
Ella le tomó la mano con firmeza.
—Entonces iremos. Yo estaré contigo. Sea cual sea el resultado.
Al día siguiente, poco antes del mediodía, Joaquín, Ximena y Alejandra estaban en la sala de llegadas del aeropuerto, con la ansiedad brillando en sus rostros. La voz metálica del altavoz anunció la llegada. Poco después, David apareció, con Mónica a su lado.
—¡David! —exclamó Joaquín, acercándose con paso firme.
—¿Cómo está Marco? —fue lo primero que dijo David, sin rodeos.
Ximena se le acercó.
—Grave. El tiempo corre. Los médicos dicen que no puede esperar más de dos días.
—Años atrás, en una revisión médica, nos dijeron que éramos compatibles. No olvido eso. Fue una coincidencia... pero ahora podría ser su única esperanza.
Joaquín abrió los ojos con asombro.
—¿Y nunca lo habían considerado antes?
—Nunca lo habíamos necesitado —respondió David—. Pero ahora sí.
En el hospital, Jackie se levantó de golpe al ver a David entrar. Corrió hacia él, lo abrazó con fuerza.
—Está muy mal... apenas nos han dado 48 horas.
—Entonces no hay tiempo que perder —respondió él—. Voy a donar. Estoy seguro de que soy compatible.
Julio se acercó. Lo miró con los ojos llenos de emoción.
—Ni siquiera yo, como hermano, pude hacerlo. Te debemos más de lo que puedo decir.
—No me deben nada —replicó David—. Esto es lo que se hace por quienes se ama.
—Ven, hablaremos con el doctor —dijo Jackie con decisión.
—Voy contigo —añadió Ximena, y juntos avanzaron hacia el área médica, mientras atrás, Alejandra y Joaquín los seguían en silencio.
El destino de Marco, su vida colgando de un hilo invisible, estaba ahora en manos de un amigo que cruzó fronteras y volvió para cumplir la más noble de las promesas: quedarse... cuando todos los demás ya temían perderlo.
La sala de medicina interna del hospital tenía un tono grisáceo, apagado, como si el tiempo allí se deslizara más lento. El doctor Ramírez, jefe del área de trasplantes, hojeaba el expediente médico de Marco con rostro severo.
David, sentado frente a él, no mostraba ni duda ni miedo. Estaba decidido.
—Doctor, lo que necesito saber es simple —dijo con calma—. ¿Puedo ayudar a mi amigo o no?
El médico levantó la vista y lo miró fijamente.
—Vamos a realizar las pruebas cruzadas en este momento. Necesitamos verificar tipo sanguíneo, antígenos HLA y compatibilidad inmunológica completa. Usted debe estar completamente sano, sin condiciones que lo descarten como donante.
—Lo estoy —afirmó David con seguridad.
A su lado, Mónica le apretó la mano. No había hablado mucho desde su llegada, pero cada gesto suyo comunicaba más que las palabras. Su presencia era firme, paciente... y fiel.
—Doctor —intervino ella con voz suave—. Estoy aquí con él. No sólo para apoyarlo, sino para asegurarme de que todo se haga con responsabilidad. Sé lo que esta decisión implica.
El médico asintió con respeto.
—Eso es admirable. Pero entiendan que esto no se decide solo con voluntad. La medicina debe confirmar que es viable.
—Lo entiendo —dijo David—. Pero si hay una mínima posibilidad, voy a intentarlo.
Horas después, el grupo se reunió en una de las salas contiguas al área de laboratorio. Jackie, con ojeras profundas y el rostro sin maquillaje, se acercó a David y Mónica. No sabía cómo comenzar a hablar.
—Gracias —fue todo lo que dijo al principio. Luego bajó la mirada.
David negó con la cabeza, con gentileza.
—No hay nada que agradecer, Jackie. Marco... es mi hermano, aunque no compartamos sangre. Él ha hecho tanto por todos nosotros. Esta es mi forma de devolverle algo.