Sueños Blancos.

XVIII. EL ALMA QUE DECIDIÓ QUEDARSE

El monitor cardíaco emitía su sonido constante, regular. En la Unidad de Terapia Intensiva, el ambiente era frío pero sereno. El cuerpo de Marco permanecía inmóvil, cubierto hasta el pecho, con el rostro apenas girado hacia la ventana donde la luz de la mañana entraba tímidamente.

Julio permanecía sentado junto a él desde hacía horas, con las manos entrelazadas y los ojos fijos en el rostro de su hermano. Gustavo, más atrás, observaba en silencio, sin interrumpir, dejando que el silencio hiciera su parte.

Entonces, sin aviso, los párpados de Marco se movieron. Lentamente, sus ojos se entreabrieron, como si regresara desde una profundidad lejana. Respiró hondo, como quien vuelve a habitar un cuerpo abandonado por días.

—Marco... —susurró Julio, acercándose con emoción contenida—. Hermano... ¿me escuchas?

Marco giró lentamente la cabeza y sonrió débilmente.

—Julio...

—¡Despertó! —exclamó Julio, con la voz temblorosa—. ¡Papá, lo logró! ¡Marco está de vuelta!

Gustavo se acercó de inmediato, sus ojos, húmedos, se aferraban a cada gesto de su hijo como a un milagro tangible.

—Hijo... gracias al cielo. No tienes idea del infierno que han sido estos días sin ti. —Le tomó la mano con fuerza—. Estoy tan agradecido. Y sabes... como tú siempre lo dijiste... también yo sentí la presencia de tu madre aquí. Estoy seguro de que ella no te dejó ir.

Marco cerró los ojos por un instante. Su respiración se tornó lenta, contenida, como si intentara sostener algo sagrado y frágil dentro de sí. Luego, con la voz apenas sostenida por el aire, murmuró:

—La vi... en un sueño. Estaba tan hermosa... más joven de como la recuerdo. Tenía esa paz en la mirada que solo tienen quienes ya no sufren. Me habló con una dulzura que me atravesó por dentro. Me dijo que debía quedarme... que aún no era mi momento. Que debía vivir, por los que me aman, por lo que aún no he comprendido. Que tenía que encontrarme. Y que ella... ella me estaba buscando aquí, en este mundo.

Las palabras quedaron suspendidas en el ambiente, como un suspiro de otro tiempo, como un eco invisible que, aunque nadie más pudiera escuchar, todos sabían que era real. Había despertado en Marco algo más que un sueño profundo. Sus más íntimos secretos muy bien guardados.

Julio agachó la cabeza, conmovido. Impactado por lo que acababa de escuchar.

—Siempre creí que despertarías. Te lo prometí.

—¿Y Jackie? —preguntó Marco con súbita ansiedad—. ¿Dónde está?

—Fueron todos al cementerio a visitar a Patricia. Fue un homenaje... para ella. Pero yo me quedé contigo. Quería estar aquí cuando volvieras —explicó Julio.

—Gracias... hermano —dijo Marco, apenas audible.

En ese momento, la puerta se entreabrió. Jackie apareció con paso lento, aún no sabiendo si el instante era real. Llevaba en sus manos una rosa blanca que había llevado al cementerio.

—¿Puedo pasar?

—Jackie... —susurró Marco, incorporándose un poco.

Jackie soltó la flor sobre la mesa auxiliar y se acercó, sin contener las lágrimas que ahora caían libremente por sus mejillas.

—Estás aquí... —dijo ella—. Vivo. Me asustaste tanto... Marco... no sabes cuánto recé por ti.

Él extendió su mano y la tomó con la poca fuerza que le quedaba.

—Me quedé... por ti.

—Yo nunca te solté —respondió ella, inclinándose para rozar su frente con la de él —Siempre estuve. No me fui ni un solo instante en mi corazón, aunque tuviera que dejarte físicamente por momentos. Estaba contigo.

Marco giró la cabeza y la miró con una ternura que se había vuelto más profunda desde el umbral que había cruzado.

—¿Fue muy grave? —preguntó, sabiendo la respuesta, pero necesitando oírla.

Jackie asintió lentamente, sin dramatismo, pero con la verdad.

—Lo fue. Nos dijeron que te quedaban horas... Y no había donantes compatibles.

Ni Julio, ni Gustavo, ni nadie. Hasta que...

Se detuvo. Marco notó el silencio.

—¿Hasta que...?

—David. Él fue tu donante —dijo por fin, con los ojos llenos de emoción—. Él te salvó.

Marco quedó inmóvil. Como si el nombre rompiera una compuerta de recuerdos.

—David... ¿David? ¿Mi amigo?

—Tu hermano del alma —dijo Jackie—. Voló desde Nueva York apenas se enteró. Estaba decidido desde el primer segundo. Ni siquiera lo dudó.

Marco giró el rostro hacia el techo. Permaneció en silencio largo rato. Cuando volvió a mirar a Jackie, una lágrima se deslizaba por su mejilla.

—Yo... no sé si merezco tanto amor.

—Lo mereces, Marco. Porque tú lo has dado también. Y eso, la vida lo devuelve, incluso en sus horas más oscuras.

En ese instante, alguien tocó suavemente la puerta.

—¿Puedo pasar?

Era David, con expresión tranquila y una cicatriz apenas visible en el costado. Jackie se levantó, entendiendo el momento.

—Los dejo a solas.

David se acercó y tomó asiento al lado de la cama.

—Te ves mejor que yo después de salir del quirófano —bromeó con una sonrisa suave.

Marco intentó sonreír, pero sus ojos estaban empañados.

—¿Fuiste tú? —susurró—. ¿De verdad fuiste tú?

—Sí. Y volvería a hacerlo —respondió David sin dudar.

Hubo un silencio sincero entre los dos. Luego Marco bajó la mirada.

—¿Por qué, David? ¿Por qué hiciste algo tan grande... por mí?

David se encogió de hombros.

—Porque eso hacen los amigos. Y tú has sido uno para mí desde que éramos unos mocosos en secundaria. Porque no podía permitir que te perdieras. Y porque... en el fondo, me aferré a la idea de que Patricia te habría querido aquí. Que tú debías quedarte.

Marco sintió un nudo en el pecho.

—No tengo palabras.

—No necesitas tenerlas —dijo David—. Con que estés vivo, es suficiente —rió—.

—Gracias... —susurró Marco—. No solo por salvarme. Por recordarme lo que es la verdadera amistad.

David sonrió. Se levantó lentamente y lo abrazó con cuidado, evitando el vendaje.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.