Sueños Blancos.

XVIII. EL ALMA QUE DECIDIÓ QUEDARSE

Habían pasado cuatro días desde la cirugía. Cuatro días en los que el tiempo parecía no transcurrir, sino sostenerse en un equilibrio tenso entre la esperanza y el miedo. El equipo médico había hecho su parte. El riñón trasplantado funcionaba. Los exámenes eran prometedores. Pero Marco… no despertaba.

En la Unidad de Terapia Intensiva, la rutina era un ritual silencioso: el cambio de sueros, el pitido constante del monitor cardíaco, el zumbido tenue de las máquinas que regulaban su oxígeno. Nada se salía del orden. Nada anunciaba el momento en que, al fin, volvería en sí.

Julio llevaba allí casi todo el tiempo. Dormía en una silla, comía lo mínimo y solo salía cuando Ximena o Jackie lo obligaban a estirar las piernas. Pero volvía siempre. A ocupar el mismo lugar junto a la cama. A observar el rostro de su hermano con una devoción muda, como si el simple hecho de estar presente pudiera sellar el vínculo que los había sostenido toda la vida.

Gustavo pasaba algunas horas cada día, más en silencio que en palabras. No pedía informes médicos. No hacía preguntas. Solo se sentaba en un rincón de la sala, observando en calma, dejando que el alma —tan golpeada por el pasado— encontrara consuelo en la presencia de su hijo, aunque fuera inconsciente.

La mañana del quinto día amaneció sin promesas. El sol entraba tímidamente por la ventana, trazando una línea dorada sobre la pared blanca. Julio tenía los ojos hinchados, la barba crecida y las manos entrelazadas sobre el regazo. Rezaba, o pensaba, o simplemente resistía.

Y entonces, sin ningún anuncio previo, sucedió.

El monitor cardíaco cambió apenas su ritmo. Un pequeño cambio. Casi imperceptible. Julio levantó la mirada, más por instinto que por sospecha.

Marco movió los dedos. Leves, como si acariciara un recuerdo. Luego, los párpados temblaron. Lentos. Cautelosos. Y, finalmente, sus ojos se abrieron con esfuerzo, revelando una mirada nublada, pero viva.

Julio se inclinó hacia él de inmediato, con el corazón en un puño.

—Marco… —susurró, apenas creyéndolo—. Hermano… ¿me escuchas?

El rostro de Marco giró apenas hacia el sonido de esa voz. Sus labios se curvaron en una sonrisa tenue, pálida pero real.

—Julio…

Fue solo una palabra. Pero contenía más que un discurso entero.

Julio se puso de pie con una rapidez que no sabía que tenía. El alivio lo llenó por dentro. Llamó con fuerza, con la voz entrecortada por el llanto:

—¡Despertó! ¡Papá, lo logró! ¡Marco está de vuelta!

Gustavo, que dormía sentado contra la pared, se levantó de inmediato. Caminó hasta la cama. Sus ojos se llenaron de lágrimas al instante.

—Hijo… —dijo con voz ronca—. No tienes idea del infierno que han sido estos días sin ti.

Se inclinó, le tomó la mano con fuerza, la apretó como si el cuerpo de su hijo aún pudiera escaparse.

—Estoy tan agradecido, Marco. Y tú… tú siempre dijiste que ella estaba contigo. Que la sentías. Hoy yo también la sentí. Estoy seguro de que tu madre no te dejó ir.

Marco lo miró. Con esfuerzo, pero con claridad. Cerró los ojos por un instante, como quien quiere conservar una imagen sagrada antes de nombrarla. Y entonces murmuró, como desde otro plano:

—La vi… en un sueño. Estaba tan hermosa. Más joven de como la recuerdo. Me hablaba con una ternura que me atravesó. Me dijo que no me fuera. Que aún tenía cosas que vivir. Que debía quedarme por los que me aman. Que debía encontrarme. Y que ella me esperaba pero no ahora. Aquí. En esta vida.

Las palabras resonaron como un eco suave. No necesitaban explicación. Porque en el rostro de Marco ya no solo había signos vitales… había un regreso. Uno que venía del fondo de algo que nadie más había tocado.

Y entonces, Julio, sin poder contenerse, bajó la cabeza, conmovido. Y Gustavo, de pie al otro lado, apretó los labios. Finalmente pudo respirar en paz.

Marco había vuelto.

Julio agachó la cabeza. No era solo la emoción de ver a su hermano de regreso; era el peso de lo que acababa de escuchar. Las palabras de Marco, ese testimonio de una frontera apenas cruzada entre la vida y la muerte, lo desarmaron por dentro.

—Siempre creí que despertarías —murmuró, con la voz tomada por la emoción—. Te lo prometí… todos los días. Aun cuando no respondías, te hablaba. Y te esperaba.

Marco apenas asintió, aún débil. Sus ojos se movieron con lentitud, como reconociendo el mundo que volvía a habitar.

—¿Y Jackie? —preguntó entonces, con súbita ansiedad—. ¿Dónde está?

La pregunta quedó suspendida unos segundos en el aire. Pero antes de que Julio respondiera, la puerta se entreabrió suavemente, como si el universo hubiese estado escuchando.

Jackie apareció con paso lento. Su mirada, al entrar, se llenó de agua en un instante. Por un momento, se quedó inmóvil en el umbral, temiendo que todo fuera una ilusión, un consuelo inventado por el dolor.

—¿Puedo pasar? —preguntó, con la voz quebrada, conteniendo un mundo entero en tres palabras.

Marco giró el rostro hacia ella. Una chispa distinta se encendió en sus ojos. Intentó incorporarse, torpemente, apenas unos centímetros.

—Jackie… —susurró, con una mezcla de alivio, ternura y necesidad contenida.

Ella se acercó sin dejar de mirarlo. Cada paso que dio fue como cruzar un puente invisible entre el miedo y el milagro. Al llegar junto a él, las lágrimas ya descendían sin freno por sus mejillas.

—Estás aquí… —dijo en un suspiro—. Vivo. Me asustaste tanto, Marco… No sabes cuánto recé por ti. Cuánto le pedí a la vida que no me quitara también esto.

Marco extendió su mano con dificultad, y Jackie la tomó al instante, como si la hubiese estado esperando desde siempre. La apretó con ternura, sin exigir fuerza, solo presencia.

—Me quedé… por ti —murmuró él, apenas audible.

Jackie bajó el rostro, y sin pensarlo, rozó su frente con la de él. Cerró los ojos y respiró sintiendo que volvía a su lugar más seguro después de haber estado a la deriva.




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