Sueños Blancos.

XX. CUANDO EL ORGULLO CAE, NACE EL ALMA

La noche había caído con sigilo sobre la ciudad, y en la nueva casa de Dulcina, antes de Hernán, reinaba una extraña mezcla de silencio y ansiedad. El eco de sus pasos resonaba con nitidez sobre el mármol frío. Verónica, con su mirada sarcástica y su andar despreocupado, cruzó la sala como si no le importara nada más que su propio reflejo en el espejo.

—Verónica, ¿has intentado llamar otra vez a casa de mi madre? —preguntó Dulcina con un hilo de voz, conteniendo una angustia que no sabía nombrar.

—No lo puedo creer... ¿la señora de hielo preocupada por alguien? —rió Verónica con una mueca burlona—. Qué conmovedor.

Dulcina no replicó de inmediato. Solo bajó la mirada, humillada por su propia vulnerabilidad. Luego, con una dignidad herida pero latente, murmuró:

—Después de todo... ella es mi madre.

—Bueno, señora compasión, si no vas a hacer nada más, me voy —dijo Verónica con cinismo.

—Hazlo —respondió Dulcina con tono seco—. Vete ya.

Cuando la puerta se cerró tras la hija ingrata, Dulcina volvió a marcar el número de su madre. Esta vez, la llamada fue contestada.

—¿Aló? —dijo una voz fatigada al otro lado.

—Mamá... soy yo.

—¿Dulcina? ¿Por qué llamas a esta hora?

—Necesito hablar contigo. Mañana. ¿Puedes... puedes ir al restaurante Sueños Blancos?

Hubo una breve pausa. Luego, Berta respondió con una dulzura contenida:

—Está bien. Allí estaré.

—Y... ¿puede ir Malvina?

—¿Malvina? —Berta alzó una ceja—. Qué extraño que la invites, después de todo lo que le hiciste.

—Solo... pídeselo, por favor.

A la mañana siguiente, en casa de Berta, Malvina entró cansada, con el rostro demacrado por las noches de insomnio y la preocupación constante por la salud de Marco.

—Ya llegué, mamá.

—¿Cómo está Marco? —preguntó Berta al instante, acercándose.

—Mejorando cada día.

Berta asintió con pesar. Luego, como si dudara de lo que estaba por decir, agregó:

—Llamó tu hermana.

—¿Dulcina? —replicó Malvina con frialdad—. Seguramente necesita algo. Solo así se acuerda de ti.

—La noté... diferente. Triste. Dijo que quiere vernos. Que necesita hablar.

—Ella no cambia, mamá. Fingir sentimientos no es lo mismo que tenerlos.

—Aun así, iremos. Será en Sueños Blancos.

—Por lo menos la comida es buena —ironizó Malvina, aunque en su voz ya no había rabia, solo cansancio.

El restaurante tenía ese aroma a hogar que contrastaba con las memorias frías que cada una cargaba. Dulcina ya estaba allí, esperándolas. Vestía de manera sencilla, sin joyas ni artificios, como si al despojarse de su vanidad buscara también despojarse de su pasado.

—Hola, mamá... Malvina —dijo con un dejo de inseguridad en la voz.

Malvina no respondió de inmediato. Berta, con mirada vigilante, tomó asiento.

—¿Qué te ocurre, hija? —preguntó Berta con ternura.

—He estado pensando... y sé que no tengo derecho a pedir perdón. Pero aun así, lo haré —respondió Dulcina, con voz grave y contenida—. Me equivoqué. Las herí. Te herí a ti, mamá... y a ti, Malvina, te robé más que una casa o dinero: te robé la paz. Incluso a tu esposo.

—No digas mentiras —interrumpió Malvina con frialdad—. Tú no sabes lo que es el arrepentimiento.

Dulcina la miró con un dolor sincero, pero no insistió. Sacó un sobre del bolso y lo colocó sobre la mesa.

—Aquí están los papeles. Te devuelvo todo lo que es tuyo. He tomado la decisión de regresar a Europa. No volverán a verme. No debí haber regresado nunca.

—No, hija... no te vayas —susurró Berta, rompiendo el silencio con un dejo de súplica.

—He hecho mucho daño, mamá. Tal vez lo mejor que puedo hacer por ustedes... es desaparecer.

Berta se levantó. La abrazó sin decir palabra. Malvina, en cambio, se mantuvo en su lugar, con los brazos cruzados, conteniendo el temblor de su alma. Por primera vez, Dulcina no pidió nada. Solo ofreció lo que nunca antes había dado: su renuncia, su silencio... y tal vez, su redención.

Habían pasado años desde que Dulcina salió del país silenciada por el orgullo con una hija sin padre. Al volver creyó que la victoria era haber logrado quedarse con todo: la casa, el apellido, la posición de Hernán. Se convenció de que había ganado una batalla que solo existía en su mente: una guerra silenciosa contra su hermana Malvina, a quien había envidiado desde la juventud por tener lo que ella nunca logró conservar, ni siquiera cuando lo tuvo entre las manos.

En su interior, sabía que todo había comenzado mucho antes de la traición. Había nacido de una carencia que llevaba clavada en el alma desde niña: la sensación de que su madre siempre prefería a Malvina, más serena, más dócil, más dispuesta a sacrificarse. Dulcina, en cambio, había aprendido a sobrevivir con la máscara de la superioridad, disfrazando su dolor con ambición. No soportaba ver a su hermana feliz. La envidia creció como una maleza venenosa hasta que, sin medir consecuencias, robó lo más sagrado de aquel hogar: su equilibrio, su padre de familia, su paz.

Pero al lograrlo... se encontró sola.

Sí, tenía las llaves de aquella casa hermosa, la misma que antes pertenecía a Malvina, y que ahora recorría en silencio, escuchando únicamente el eco de sus pasos. Nadie la esperaba. Nadie la visitaba. Los vecinos apenas la saludaban, y en la calle la miraban con un desprecio que traspasaba la piel. Ser la mujer que destruyó a su propia hermana la convirtió en un ser aborrecido, incluso por aquellos que antes la adulaban.

Y entonces estaba Verónica. Su hija. Su reflejo.

La altivez de Verónica, su sarcasmo hiriente, su falta de respeto, su frialdad... eran una réplica deformada de su propia juventud. Pero con ella, el daño era aún más cruel. Dulcina lo vio con claridad cuando notó que Verónica no amaba a nadie, ni siquiera a sí misma. La joven veía a las personas como instrumentos, como peldaños para ascender en su vanidad. Así era como ella había tratado a su madre, a su hermana, a Hernán... y ahora su hija repetía los mismos pasos.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.