Sueños Blancos.

XX. CUANDO EL ORGULLO CAE, NACE EL ALMA

No era la noche lo que inquietaba a Dulcina. Era el silencio del otro lado del teléfono.

Desde hacía tres días intentaba comunicarse. Primero al fijo de la casa de Berta. Luego al celular. Más tarde, incluso, al número de Malvina, que aún tenía guardado con nombre y apellido completos, como si eso hiciera menos lejana su existencia. Nadie respondía. Ni un mensaje, ni una devolución de llamada. Solo el sonido prolongado de una espera que no terminaba.

Esa noche volvió a intentarlo. Marcó el número de Berta con los dedos temblorosos, como si la piel misma recordara antiguos rechazos. El timbre sonó una vez. Dos. Tres… hasta que se cortó solo. Ni buzón de voz. Ni señal de vida.

Dulcina bajó el teléfono con lentitud, como si pesara más de lo debido. Lo dejó sobre la mesa, junto al portavasos que solía usar Hernán. Y ahí se quedó, sentada en el borde del sofá, sin saber si lo que sentía era preocupación o miedo.

Verónica cruzó la sala con paso ligero, el celular en una mano y una sonrisa torcida en los labios.

—¿Otra vez llamando a la matriarca? —preguntó, sin detenerse—. A este ritmo vas a empezar a parecer… no sé, ¿humana?

Dulcina no reaccionó. Ni siquiera alzó la mirada. Solo frunció el entrecejo. El silencio de su madre le dolía más de lo que estaba dispuesta a admitir.

—No me ha contestado en días —murmuró, casi para sí.

Verónica se apoyó en el marco de la puerta, cruzó los brazos y arqueó una ceja con ironía.

—Ay, mamá. Qué conmovedor. Tú, tan elegante, tan distante… ¿y ahora te angustias porque tu mamá no te llama? Qué tragedia griega.

—No estoy para tus burlas —respondió Dulcina, sin cambiar el tono, pero con los dientes apretados.

—Entonces cambia de papel, Dulcina. Porque así, preocupada y sin maquillaje, no te reconozco —dijo Verónica, sacando una foto de sí misma en modo selfie, sin perder su tono burlón—. No sé si es más patético o divertido.

Dulcina alzó la cabeza por fin. La miró con una mezcla de hartazgo y desconsuelo. Pero no dijo nada. No valía la pena discutir con alguien que ya no escuchaba.

Verónica se encogió de hombros, se puso la chaqueta y se acercó a la puerta.

—Me voy. Hay cosas más interesantes que ver a mi madre convertir su soledad en drama.

—Haz lo que quieras —dijo Dulcina, seca—. Solo no regreses con esa superioridad de niña que no sabe lo que es perder.

—¿Perder? —Verónica giró lentamente—. ¿De qué hablas? Tú lo tuviste todo, ¿no? El apellido, la casa, el marido… ¿Y ahora te preocupa una anciana que nunca te quiso?

Dulcina tragó saliva. No era culpa. Era algo más profundo. Era el eco de lo que ya no podía negar.

—Porque es mi madre, Verónica. Porque si algo le pasó… y yo estoy aquí, fingiendo que no importa, entonces sí habré perdido todo. Incluso a mí.

Verónica no respondió. Abrió la puerta. Salió sin mirar atrás.

Dulcina no respondió. Solo observó cómo Verónica cerraba la puerta con el mismo desdén con que solía cerrar sus argumentos. Cuando el ruido del pestillo se disipó en el aire, la casa entera pareció contraerse. El silencio volvió, más denso que antes, como si esperara para hacerle compañía.

Se quedó de pie, sin saber qué hacer con las manos. Miró a su alrededor. La sala era amplia, elegante, perfectamente ordenada. Ningún cojín fuera de lugar. Ningún vaso olvidado. Pero todo olía a vacío. A ese tipo de vacío que no se nota por los objetos que faltan, sino por las personas que ya no están.

Se sentó de nuevo. Cerró los ojos un instante. Y entonces la imagen de Verónica se le apareció como un reflejo invertido. Irónica, afilada, insensible. Había querido criar a una mujer fuerte, invulnerable… y había creado una criatura que no sabía amar. Verónica no la necesitaba. No ahora que tenía apellido, dinero, nombre propio. No ahora que sabía moverse sola en el mundo con la misma soberbia que una vez admiró en su madre.

Dulcina se llevó una mano al pecho. No era dolor físico. Era una punzada distinta, profunda, sorda. Entendió que estaba sola. Y no porque el mundo la hubiera abandonado, sino porque ella misma lo había empujado lejos. Una y otra vez. Por orgullo. Por ambición. Por miedo a ser débil.

Recordó la juventud. Las fiestas donde fingía sonrisas, las reuniones donde callaba lo que realmente pensaba para encajar. Recordó las veces que ignoró los gestos de cariño por creer que la ternura era para los ingenuos. Recordó a Malvina. A Berta. A Hernán. Y ahora, a Verónica. Todos, distantes. Todos, al otro lado de un abismo que ella misma había cavado.

Pensó en su hija. En cómo, por protegerla del dolor, la enseñó a causar daño. En cómo la empujó a mirar a los demás como rivales, como obstáculos. Verónica era el espejo de lo que ella había sido. Pero también la prueba de que su camino no había servido para construir nada duradero. Ni una amistad. Ni un hogar. Ni siquiera un amor que la sostuviera.

Si pudiera volver atrás —pensó, mientras el reloj marcaba las 21h24—, no pelearía por casas ni por hombres. Lucharía por tener amigos verdaderos. Por conservar una familia que le tendiera la mano en los días en que ya no quedaran fuerzas. No para mandar. No para tener razón. Solo para no estar sola.

El sonido del reloj rompió el momento. Dulcina parpadeó. Un nudo le subió por la garganta. Y entonces, sin pensarlo más, volvió a tomar el teléfono. Marcó el número de su madre con dedos temblorosos.

Una vez. Dos. Tres…

Y entonces, por fin, una voz al otro lado respondió.

Dulcina se quedó un momento con el teléfono en la mano, observando la pantalla como si el número que estaba por marcar tuviera la capacidad de devolverle algo perdido. Respiró hondo, y esta vez, sin pensarlo demasiado, presionó el botón de llamada.

Un tono.

Dos.

Tres.

Estuvo a punto de colgar cuando, al cuarto, la voz de su madre se filtró al otro lado, con ese timbre quebrado que solo los años —y el dolor— dejan como herencia.




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