En la casa que volvía a ser de Malvina el ambiente había cambiado. No por un acontecimiento puntual, sino por una suma de gestos, cajas desplazadas y silencios distintos. Dulcina supervisaba con esmero la preparación de la nueva habitación de Berta. Las sábanas estaban recién lavadas, una vela encendida dejaba escapar un aroma a lavanda, y en el velador descansaban los marcos con fotos que alguna vez estuvieron en otra casa.
Malvina acomodaba los medicamentos de su madre en una bolsa de asas firmes. Su concentración era casi meticulosa, como si cada frasco, cada etiqueta, significara algo más que una simple dosis: era también una forma de cuidar la memoria, de demostrar que aún podía hacerse cargo.
Verónica, en cambio, observaba desde el marco de la puerta. Había intentado mostrarse útil minutos antes, preguntando si hacía falta comprar algo, pero ahora volvía al mutismo incómodo. No se sentaba. No intervenía. Solo miraba, con una media sonrisa y los brazos flojos a los costados, como si algo en el aire no terminara de convencerla.
—¿Entonces... ya es oficial? ¿La abuela viene hoy? —preguntó en tono aparentemente amable, como si quisiera participar sin perturbar.
—Sí —dijo Dulcina sin dejar de alisar las sábanas—. Blanca la traerá después del almuerzo. Su casa será vendida. No puede vivir sola más tiempo.
Verónica hizo un leve gesto con los labios, como quien acepta algo que no ha terminado de procesar.
—Me imagino que debe ser duro para ella... dejar su espacio —murmuró, pausada—. Bueno, al menos aquí no le faltará nada.
—Esa es la idea —intervino Malvina, sin mirar directamente a su hija—. Que esté con nosotras. Que no se sienta una carga, sino parte de algo.
Verónica asintió, aunque su expresión permaneció ambigua. Caminó lentamente hacia la cocina, y desde allí, como quien no quiere parecer demasiado involucrada, preguntó con tono ligero:
—¿Y Ximena también se muda? ¿O solo vendrá de visita cuando quiera?
Malvina levantó la mirada.
—Ximena vive con su esposo. Tiene su casa. Pero siempre será bienvenida. Eso no cambia.
—Claro, claro —repitió Verónica, casi para sí—. Siempre hay lugar para ella. Siempre lo hubo, ¿no?
Dulcina, que la observaba con calma, se acercó y dijo sin dureza:
—Hay lugar para todos, hija. Pero esta casa solo será hogar si dejamos de dividirla por recuerdos o heridas.
Verónica bajó la vista, conteniendo algo que no quería decir en voz alta. Luego forzó una sonrisa breve y retomó el control de su tono:
—Voy a ordenar un poco mi cuarto... por si la abuela necesita algo. No quiero que piense que no la estábamos esperando.
Se alejó sin estridencias. Pero en su andar quedaba claro que algo se removía dentro de ella. No era rabia. Era una forma antigua de sentirse desplazada. Un eco.
En la sala, Dulcina y Malvina intercambiaron una mirada silenciosa. Sabían que no era solo una mudanza. Era una recomposición. Y las recomposiciones, por necesarias que sean, nunca llegan sin grietas
El sol iluminaba con una calidez apacible los techos y los jardines, como si el día hubiera sido elegido con cuidado para marcar un final. Una brisa ligera cruzaba las aceras limpias, donde las cajas de mudanza reposaban en orden meticuloso. No eran solo pertenencias: eran las piezas de una vida empaquetadas con pudor.
El camión aguardaba en silencio, su compuerta abierta como un umbral entre lo vivido y lo que aún no se nombra. El sonido suave de una radio se colaba desde una casa vecina, interrumpido solo por los pasos lentos de los trabajadores. Todo parecía desarrollarse en paz, como si la mañana intentara ofrecerle a Berta una despedida en calma, aunque bajo ella se agitaran otros hilos.
Pero algo en la atmósfera se sentía desplazado, como si detrás de esa serenidad se escondiera un crujido apenas perceptible. Una tensión que no tenía forma pero sí peso.
Dentro, Berta recorría por última vez las habitaciones. Vestía de oscuro, por costumbre más que por luto, y sus pasos eran lentos, medidos, como si se despidiera sin decirlo. Pasó la mano por las paredes donde antes colgaban fotografías, se detuvo un instante en la escalera donde resonaban risas antiguas. Cada rincón guardaba un recuerdo que ya no dolía, pero sí pesaba.
Nada se alteraba. Todo conservaba su forma. Y, sin embargo, el aire tenía ese peso sutil de lo que llega a su término. A una conclusión inevitable.
Nada se desordenaba. Nada se alzaba en voz alta. Pero en cada rincón había un adiós, aunque no lo nombrara.
—Blanca —dijo, sin volver la vista—. Despídete de esta casa, hija. Ya nos vamos.
Blanca, firme pero conmovida, bajó la cabeza. La puerta se cerró con un sonido seco, y en ese mismo instante, algo invisible también se cerró dentro de ambas.
—¿Está segura de esto, señora Berta? —preguntó Blanca con voz baja.
—Sí. Esta casa ya no me habla. Solo repite ecos.
Berta bajó las escaleras con paso firme. No dejó ver el temblor en las manos ni la humedad que comenzaba a acumularse en los ojos.
Desde hacía más de dos horas, Adrián observaba en silencio. Oculto tras un árbol seco —uno de esos que nadie riega, que nadie mira—, no parpadeaba. Frente a él, la casa de Berta comenzaba a vaciarse. A desvanecerse. A morir, de algún modo.
Vio a un joven cargar las cajas, a una mujer revisar etiquetas, y luego la vio a ella: Berta. La viuda Rojas. De negro. El rostro demacrado por los años y la resistencia. Supervisaba cada movimiento como quien no quiere que nada quede librado al azar.
El sudor corría por la nuca de Adrián, aunque la temperatura era templada. Sus manos temblaban, pero no era miedo: era rabia contenida. Era esa mezcla extraña entre odio y necesidad de ser visto.
—¿Así que esta es tu forma de irte? —susurró—. Empacar los restos y escapar como si eso bastara.
Apretó los puños. En su mente, la escena se desfiguraba. Ya no era una mudanza. Era una traición. Y él, el único que no había tenido derecho a huir.