El cielo estaba despejado, pero en el aire flotaba una extraña sensación de cierre. Afuera, un camión de mudanzas esperaba con la compuerta trasera abierta. Las cajas, ya etiquetadas, se alineaban en la vereda como soldados resignados. Y dentro, Berta, vestida de oscuro, recorría por última vez las habitaciones vacías de la casa donde vivió medio siglo.
—Blanca —dijo con voz baja—, despídete de esta casa. Ya nos vamos.
La empleada, que la había acompañado, bajó la cabeza. No era solo una casa. Era un mundo entero el que quedaba atrás. Y al cerrarse la puerta por última vez, algo dentro también se despedía.
—¿Está segura de que quiere hacerlo? —preguntó Blanca con tristeza.
—Sí. Ya no hay paz en estas paredes. Solo ecos.
Berta bajó las escaleras con paso firme. Aunque por dentro temblaba.
En casa de Malvina el ambiente era denso. Dulcina, con su elegancia habitual, supervisaba la preparación de la habitación para Berta. Malvina acomodaba los frascos de medicamentos de su madre en una bolsa nueva. Mientras tanto, Verónica estaba sentada con los brazos cruzados, el rostro fruncido.
—¿Y cuándo exactamente viene a vivir la abuela? —preguntó con tono seco.
—Hoy mismo —respondió Dulcina—. La casa de ella será vendida. No puede seguir sola.
—¿Y Ximena? ¿También se muda aquí? ¿O va a venir cuando le provoque a quedarse con lo que era de mi papá?
—No empieces, Verónica —intervino Malvina—. Ni esta casa ni la herencia de Hernán se resolverán entre gritos. Hay testamento, y tú bien sabes que Ximena es tan hija como tú.
Verónica se levantó de golpe.
—Eso lo dices tú porque mi papá siempre prefirió a Ximena. Pero yo no pienso compartir lo que me corresponde con esa... hermana y prima a la vez.
Dulcina cerró los ojos, cansada.
—Esta casa va a ser lo que tú no has sabido ser aún: un hogar.
Verónica salió de la sala sin responder.
Desde hacía dos horas, Adrián observaba en silencio. Se ocultaba tras un árbol seco, de esos que nadie riega porque ya nadie cuida el barrio. Frente a él, la casa de Berta comenzaba a perder el alma.
Un camión de mudanza estaba estacionado frente al jardín. Un joven subía cajas, otra mujer etiquetaba objetos. Y entre esas escenas, apareció ella: la viuda Rojas, de negro como siempre, con el rostro cansado pero el andar resuelto. Supervisaba cada detalle, despidiéndose de la casa sin hacerlo en voz alta.
Adrián no podía dejar de mirarla. El sudor bajaba por su nuca, aunque no hacía calor. Sus manos temblaban, no por miedo, sino por la mezcla extraña de ira contenida y una sensación de traición que lo carcomía por dentro.
—¿Así que esta es su forma de huir? —murmuró con voz rasposa—. Empacar recuerdos y escapar por la puerta de atrás.
Desde su escondite, apretó los puños. En su mente, la escena se deformaba. Ya no era una mudanza… era una huida. Y en esa huida, él era el vencido.
—No, Berta. No te vas sin verme los ojos.
Berta alisó la tela de la última funda. Luego se giró hacia Blanca, la fiel empleada.
—Despídete de esta casa, hija… ya nos vamos —dijo, con la voz temblorosa pero digna.
Blanca asintió, tragando saliva. Iba a cerrar la puerta cuando sonó el timbre. Berta abrió la puerta sin sospechar. Con una mano aún sobre el marco y la otra en el pecho, como si intuyera algo, Berta se quedó inmóvil. Y entonces lo vio.
Adrián estaba allí. De pie. El rostro consumido por la tensión, los ojos enrojecidos, y una sonrisa torcida que no tenía nada de alivio ni de humor. Solo rabia contenida.
El tiempo pareció congelarse. La luz de la mañana no alcanzaba a disipar la oscuridad que él traía consigo.
—Así que… intentando escapar —murmuró él, apenas levantando la voz, como si cada palabra fuera un cuchillo afilado—. Pero llegué justo a tiempo.
Berta retrocedió un paso. Su aliento se volvió breve. Aún sostenía la manija de la puerta, pero ya no tenía fuerza para cerrarla.
—¿Qué está haciendo aquí, Adrián? —preguntó, con la voz tensa, pero sin ceder al pánico.
Él dio un paso dentro. No pidió permiso. Cerró la puerta tras de sí con lentitud
—¿Ya olvidó lo que me dijo el día del juicio? Qué memoria selectiva tiene usted, señora… pero yo no olvido.
—Le ruego… por favor —suplicó ella, dando un paso atrás—. No haga una locura. No me haga daño.
—¿Daño? —rió con amargura—. ¿Sabe cuánto daño me hizo usted a mí? ¿Sabe lo que es pudrirse en una celda día tras día, con la única compañía de voces que no son suyas?
Su tono se volvía más errático, más nervioso. Adrián ya no hablaba solo con ella. Parecía hablar con su propio reflejo, con sus recuerdos, con los gritos de aquella noche fatal.
—Usted me enterró vivo. Usted me llamó asesino, monstruo. Usted… me arruinó.
—Adrián, escúcheme… usted necesita ayuda, no venganza.
Él alzó la voz con furia repentina.
—¡No! ¡Lo que necesito es que alguien me devuelva mi vida! Pero como eso ya no es posible… —se detuvo, y entonces su voz se tornó grave, casi susurrante—. Berta… la historia entre usted y yo no ha terminado.
Ella retrocedió hacia la pared, con el rostro pálido. En la cocina, Blanca, que había presenciado la escena desde la penumbra, temblaba.
Sin hacer ruido, tomó el teléfono. Sus dedos resbalaban de los nervios, pero logró marcar.
—Aló... ¿Señora Dulcina? Soy Blanca… escúcheme, venga rápido. ¡La señora Berta está en peligro ¡Está aquí! ¡Adrián! Se metió en la casa… ¡creo que la va a matar!
La sala, vacía de muebles, parecía más grande de lo que era. Las paredes desnudas devolvían el eco de cada palabra. El aire, espeso, olía a polvo antiguo y a algo más… algo que nacía del miedo.
Berta, arrinconada junto al marco de la puerta, tenía las manos alzadas y los ojos clavados en Adrián, que respiraba como una fiera herida, apuntándole con la mano temblorosa y la mirada descompuesta.
—Por favor, Adrián… no me haga daño —suplicó con voz quebrada.