No era alto. Ni particularmente llamativo. Santiago tenía esa clase de rostro que pasaba inadvertido, y eso le había servido bien en los últimos meses. Pero bajo esa neutralidad aparente había algo que latía distinto: una historia no contada. Algo en él no estaba en paz. Y tal vez, nunca lo había estado.
Desde su escondite —una habitación alquilada en las afueras, sin ventanas a la calle y con cortinas siempre cerradas—, seguía las noticias que le llegaban por voz de terceros, por el eco de los rumores en la tienda del barrio o los programas de la radio encendida a bajo volumen.
Sabía lo justo: que Marco había despertado, que estaba fuera de peligro, que Jackie seguía a su lado... y que nadie lo había nombrado todavía. Eso, por un lado, le daba alivio. Por el otro, le pesaba como una piedra en la espalda.
Porque Santiago no era un asesino. No lo fue nunca. Ni siquiera aquella noche.
—Yo no... —se decía a sí mismo cada vez que el recuerdo lo devoraba—. Yo no iba a disparar. No fue mi intención. No así.
Pero lo hizo.
Y eso bastaba para cambiar todo.
Las drogas lo habían nublado. No era un adicto. Nunca lo fue. Pero su consumo, esporádico, impulsivo, lo había arrastrado más de una vez a cometer errores que no podía borrar. Aquel, el de Marco, fue uno de ellos. Uno que lo marcó. Que lo perseguía.
Lo que Jackie recordaba de él era poco. No lo había visto en años, y físicamente no habría podido reconocerlo al cruzárselo por la calle. Pero su voz... esa sí seguía intacta. Habían hablado por teléfono algunas veces en años recientes, charlas breves, a veces nostálgicas, otras simplemente incómodas. Jackie guardaba cartas de su adolescencia, de cuando él era un chico algo rebelde pero transparente. Pero incluso en esas cartas hubo un quiebre. Un momento donde todo cambió, donde su forma de expresarse se volvió confusa, distante, como si estuviera hablando desde otro lugar... desde otra vida.
Ella nunca entendió por qué. Solo supo que Santiago, su primo, había cambiado. Algo lo había trastocado. Y ese algo —fuera lo que fuera— había hecho que, con los años, se convirtiera en un hombre difícil de descifrar. Misterioso, sin un pasado claro, sin raíces. Siempre de paso. Siempre con historias vagas sobre dónde había estado o qué había hecho. Nadie sabía mucho de él. Nadie podía decir realmente de dónde venía.
Y quizás... no se llamaba siquiera como decía llamarse.
Pero eso aún nadie lo sabía. Él, en cambio, cada noche que se miraba en el espejo —si acaso lo hacía— lo sabía mejor que nadie.
Estaba escondido. No como prófugo del sistema, aún no... sino como prófugo de sí mismo.
Miraba su reflejo en el vidrio empañado del baño cada mañana. A veces no se reconocía. A veces quería destruir ese rostro. Otras... solo quería volver atrás.
—No soy malo —susurraba, como si alguien pudiera oírlo.
Y en verdad, no lo era del todo. Pero había hecho algo malo. Irreparable.
Ahora que sabía que Marco se recuperaba, algo dentro de él se aflojaba. No había matado a nadie. No cargaría con una muerte sobre sus hombros. Pero sabía que tarde o temprano tendría que salir de esa sombra. Mirar a los ojos a su prima. A Jackie. A Marco. Y decir la verdad.
Porque aunque nadie lo había denunciado, él sabía que la conciencia no se acalla con silencio. Santiago iba a volver. No sabía cuándo. Ni cómo. Pero su regreso no solo traería una confesión. Traería secretos. Y consecuencias. Y en el tejido frágil de tantas heridas abiertas, su nombre aún no dicho... sería uno de los que moverían los cimientos de todo lo que ya parecía estable.
La noche caía lenta, arrastrando el aroma del asfalto húmedo y el murmullo de un barrio que apenas empezaba a dormir. Santiago estaba allí, a media cuadra de la casa de Jackie, con la capucha baja, las manos dentro de los bolsillos y el corazón golpeando más fuerte que la brisa.
La había seguido desde lejos. La vio salir del hospital, acompañar a Marco a sus controles, sonreír con esa tristeza resignada que ahora parecía su nuevo rostro. Jackie no sabía que él estaba tan cerca. Nadie lo sabía.
Se detuvo bajo un árbol, invisible para quienes pasaban. Frente a él, las luces del porche encendidas. La puerta entreabierta. Risas suaves adentro. Jackie estaba en casa. Estaba viva. Estaba bien. Y eso, en cierto modo, era un milagro.
Santiago apretó los labios. Dio un paso. Solo uno. Y se detuvo.
La culpa no era lo único que le pesaba. Había algo más. Algo que venía de más atrás. Una historia no dicha. Algo entre él y Jackie que nunca fue resuelto. No era solo el disparo. Era el pasado. El suyo. El de ella. El que compartían sin saberlo del todo. Al menos Jackie.
Apoyó la mano contra una pared, respirando hondo.
—No tengo cara para verla —murmuró en voz baja—. No todavía.
Imaginó tocar el timbre. Imaginó su voz: "Jackie, fui yo." Imaginó su rostro. El rechazo. Las lágrimas. Y algo peor aún: el silencio. No podía. No aún.
Dio un paso atrás. Y otro. Se giró. Caminó rápido, como si huyera de un crimen reciente. Desde la ventana, Jackie miró distraídamente hacia la calle. Sintió algo extraño. Un escalofrío leve. Un presentimiento. Pero no vio a nadie. Santiago ya no estaba.
Esa noche, al regresar a su habitación, se sentó frente al cuaderno que usaba como diario. Escribió una sola línea: "Quise verla... pero no fui capaz. Porque lo que pasó no fue todo. Y lo que sé... aún no estoy listo para decirlo."
Cerró el cuaderno. Apagó la luz. Y volvió a las sombras. Porque algunas verdades necesitan tiempo. Y valor. Y no siempre se tiene ambos al mismo tiempo.
Unas semanas después hubo una gran fiesta en casa de Marco. Había música. Sonrisas. Voces entrelazadas por la alegría de lo improbable: Marco estaba vivo. Y de pie.
Contra todo pronóstico, el muchacho que había rozado la muerte caminaba ahora entre amigos, con una muleta en la mano izquierda y un brillo inédito en los ojos. Su risa era más profunda, su abrazo más firme. Y aunque las cicatrices aún no se cerraban del todo, aquella noche no eran protagonistas.