Habían pasado dos meses. El tiempo no cura del todo. Pero da espacio. Espacio para respirar, para mirarse sin miedo, para caminar sin que cada paso duela como antes. Y en ese espacio, la vida volvió a empezar para todos.
David y Mónica ya no regresaron a Nueva York.
—Aquí tenemos algo más que escenarios —dijo ella una tarde, afinando su guitarra—. Tenemos propósito.
Instalaron un pequeño estudio en el centro de la ciudad. Daban clases, producían, grababan. Y en cada nota, en cada acorde, David reconstruía algo de su fe en el amor y en la gente. Incluso en sí mismo.
—¿Extrañas Nueva York? —le preguntó Jackie una noche, al compartir una cena tranquila entre amigos.
—No tanto como pensé —respondió él—. Aquí me encontré. Y no quiero perderme otra vez.
Marco caminaba ya sin muleta. Aún con cierta rigidez, pero firme. El disparo no se llevó su fuerza, solo le enseñó el valor de conservarla. Pasaba las tardes en el parque, haciendo fisioterapia… o viendo a Jackie ensayar con Alejandra una coreografía para un nuevo taller juvenil.
—¿Y si hacemos algo juntos? —le dijo a Jackie una tarde—. Un proyecto. Algo nuestro.
Ella lo miró, sonriendo.
—Marco, ¿me estás pidiendo matrimonio… o trabajo?
—Lo que venga primero —respondió él, sonrojado—. Pero que sea contigo.
Rieron.
Gustavo y Malvina ya no escondían nada. Iban tomados de la mano a la tienda, al hospital, al parque. Ya no eran un secreto, ni una vergüenza. Ahora eran una pareja madura y serena, que había esperado toda una vida para poder quererse en libertad.
—¿Y si nos vamos de viaje? —le propuso ella una mañana—. Solo tú y yo. Un fin de semana.
—¿Sin drama? ¿Sin hospitales? —bromeó él.
—Sin pasado —dijo Malvina, besándolo con ternura.
Berta, desde su silla de ruedas, observaba todo con un suspiro largo y sereno.
Vivía ahora en casa de sus hijas. Dulcina le cocinaba. Malvina le leía. Verónica, aunque aún distante, la escuchaba más que antes.
—¿Sabes qué es lo mejor de no poder caminar? —le dijo a Blanca una tarde—. Que aprendes a detenerte. Y ver lo que antes no sabías que era amor.
Alejandra y Joaquín compartían un departamento pequeño y lleno de plantas.
—Nunca pensé que me gustaría vivir con alguien —decía ella, regando sus suculentas.
—Ni yo. Pero contigo… es distinto —respondía él, mientras preparaba café.
Se querían en paz. Sin tormentas. Como dos que ya no temen perderse porque aprendieron a encontrarse.
Y en la última casa del barrio, bajo una cortina blanca recién lavada, Ximena leía un libro en voz alta mientras Julio acariciaba su vientre.
—¿Lo sientes? —preguntó él, al notar una leve patada.
—Sí —respondió ella, entre lágrimas suaves—. Es nuestro hijo… recordándonos que después de todo, la vida sigue latiendo.
Esa noche, todos cenaron juntos en casa de David y Mónica. No había discursos. Ni brindis. Solo comida caliente, muchas risas, y una guitarra sonando en el fondo. Verónica miraba desde la ventana. No hablaba. Pero observaba. Y por primera vez, no se sintió fuera.
La cena había sido sencilla pero abundante. Alguien había traído vino. David improvisó unas melodías con su guitarra. Las risas comenzaron a llenar los rincones de la casa… pero no todos reían con la misma soltura.
Verónica, sentada cerca del ventanal, miraba a los demás con una sonrisa discreta. Respondía con cortesía, pero no se unía del todo. No estaba fuera… pero tampoco dentro.
En el jardín, Jackie, Ximena y Alejandra charlaban en voz baja.
—¿La has visto más tranquila? —preguntó Jackie, refiriéndose a Verónica.
—Sí… demasiado tranquila —murmuró Ximena.
—¿Te preocupa? —preguntó Alejandra, arqueando una ceja.
—No sé si es preocupación o simple desconfianza —respondió Jackie—. No he sentido nada concreto, pero a veces su manera de mirar… es como si siempre estuviera midiendo todo, cada gesto, cada palabra.
—Yo creo que no es mala —dijo Alejandra—. Solo que… está acostumbrada a sobrevivir sola. Y eso a veces se confunde con frialdad.
Ximena se cruzó de brazos.
—No la juzgo. Pero no me convence. Y hay algo en su manera de observar a Julio que no me gusta.
Jackie la miró con sorpresa.
—¿A Julio?
—Sí. Lo mira diferente. Y aunque sé que Julio está conmigo y amamos a nuestro hijo… hay algo en Verónica que parece esperar algo que nadie le prometió.
En la sala, Gustavo servía café para él y Malvina mientras Julio hablaba con Marco y Joaquín.
—¿Saben que ella fue la única que se acercó a Santiago aquella noche? —dijo Julio.
—¿Lo viste? —preguntó Marco.
—No, pero Jackie me lo contó después. Nadie supo más.
—Y ahora están hablando —agregó Julio—. Se han visto. La he visto salir en las tardes, y siempre vuelve más… silenciosa.
—¿Te da mala espina? —preguntó Gustavo, que acababa de entrar con las tazas.
Julio dudó.
—No exactamente. Pero no sé qué busca. Y eso es lo que me inquieta.
—A veces las personas llegan dolidas —dijo Malvina desde el sillón—. Y uno quiere darles una oportunidad. Pero hay que estar atentos. Porque hay heridas… que no quieren cerrar.
En el patio, Verónica abría una botella de agua. Desde donde estaba, alcanzaba a ver sus propios reflejos en la ventana. Y aunque sabía que hablaban de ella —no era ingenua—, no se inmutó. Ella no necesitaba saber los detalles. Ya había aprendido a leer los gestos, a descifrar las palabras no dichas. Y, sobre todo… a ser paciente. Porque lo que aún no entendían es que ella no necesitaba ser querida por todos. Solo necesitaba ser irremplazable para uno. Y en eso… aún no había perdido la partida.
—Estoy aquí. Si puedes, ven.
Santiago apareció sin hacer ruido, como siempre. Con el rostro pálido, el cuerpo algo encorvado, pero los ojos más vivos que antes.
—No sé si fue buena idea venir —dijo apenas la vio—. Supongo nadie me vio.