Pasaron 9 meses, y el grito fue breve, ahogado por el temblor de los labios.
—Julio… ya llegó la hora —susurró Ximena, aferrándose a su vientre con una mezcla de temor y fuerza.
—Tranquila, mi amor. Ya vamos —dijo Julio, con el rostro pálido y las manos firmes.
El auto rugió por las calles húmedas del amanecer, mientras en la casa de Malvina, el resto de la familia comenzaba a recibir la noticia.
Después del desvelo y la espera, en el hospital nacía una nueva esperanza.
—¿Cómo está mi hija, doctor? —preguntó Malvina, con lágrimas en los ojos.
—¿Y el bebé? —añadió Gustavo, con el alma en la garganta.
—Ambos bien —respondió el médico—. Es un niño. Saludable. Fuerte. Y hermoso.
Afuera, Jackie, Alejandra y Marco se abrazaban con alivio. Berta, en silla de ruedas, cerraba los ojos con gratitud. Dulcina rezaba en voz baja. Todo pareció detenerse.
Adentro, la habitación olía a algodón limpio y a esa mezcla indescriptible de vida nueva y cansancio antiguo. La luz era tenue, apenas filtrada por las persianas del hospital. Ximena, recostada, con el rostro pálido pero sereno, respiraba con esfuerzo, como si aún no pudiera creer que todo había salido bien.
Julio sostenía su mano con firmeza, sentado a su lado, como si temiera que soltarla rompiera el instante.
—Gracias —susurró ella, sin voz—. ¿Ya lo viste?
Él asintió, con los ojos aún húmedos, y una sonrisa que apenas le cabía en el rostro.
—Sí… —murmuró—. Es como tú. Tiene tu paz… y tu fortaleza. Lo vi mirarme con esos ojos cerrados que aún no saben lo que es el mundo… pero ya saben que están a salvo.
El médico, tras unas indicaciones, los dejó a solas. Entonces, Julio se levantó despacio. Caminó hacia la pequeña cuna donde Daniel dormía, envuelto con pulcritud. El niño respiraba con suavidad, haciendo pequeños gestos como si aún soñara con el vientre de su madre.
Julio se inclinó, temblando un poco. Extendió la mano y, por primera vez, acarició la mejilla cálida de su hijo. Tan suave. Tan vivo.
—Bienvenido, hijo —susurró, como si temiera despertarlo—. Viniste a dar sentido a todo. A ponerle nombre a la esperanza que no sabíamos que aún teníamos.
No fue una lágrima ruidosa. Fue una emoción callada que le cruzó el alma. Porque en ese instante, mientras sostenía la mano mínima de Daniel entre sus dedos grandes, supo que todo lo vivido —el caos, el amor, la muerte, la búsqueda— tenía ahora un centro. Y ese centro dormía frente a él.
Tres meses después, la Parroquia del barrio abrió sus puertas antes del mediodía. Los vitrales filtraban la luz en tonos azules y dorados, bañando los bancos antiguos con una calma sagrada. El incienso flotaba en el aire como una oración suspendida, y entre los arreglos florales recién colocados, se respiraba una mezcla de lirios, cera derretida y esperanza.
Los amigos y familiares habían ocupado los primeros bancos. Ximena, con un vestido marfil sencillo, sostenía a Daniel con delicadeza, mientras Julio la observaba con un orgullo sereno. Jackie y Marco, elegidos como padrinos, se mantenían cerca, conteniendo una emoción que se notaba en su manera de apretar los labios.
El sacerdote se acercó a la pila bautismal. Tomó el agua con las manos firmes, y alzó la voz con solemnidad:
—Yo te bautizo, Julio Daniel Santos Guzmán, en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
El agua tocó la frente del niño con delicadeza, y Daniel hizo un leve gesto, como si sintiera, sin entender, que algo grande ocurría.
—Amén —respondieron todos en coro, con una voz que mezclaba fe y ternura.
Hubo un breve aplauso. Lágrimas contenidas. Y una alegría silenciosa que se expandió como un respiro colectivo. No era un júbilo ruidoso, sino ese tipo de alegría que llega cuando se sabe que algo sagrado se ha sembrado en la tierra.
Ximena miró a Julio, aún con la emoción en la piel. Julio miró a su hijo, dormido en brazos del sacerdote minutos antes. Y Marco, desde su lugar como padrino, no miró a nadie en particular. Solo al altar. Como si en ese instante hiciera un juramento invisible. Una promesa que no necesitaba testigos: que pasara lo que pasara, él estaría ahí para ese niño. Para cuidarlo. Para no fallarle, incluso si todo a su alrededor volvía a tambalear.
Horas más tarde, en casa de Julio y Ximena, la celebración fue sencilla pero luminosa. La mesa estaba decorada con mantel blanco, pequeños arreglos de flores silvestres, y copas que tintineaban con cada conversación.
Jackie, de pie entre los padrinos, alzó su copa simbólica con firmeza pero sin grandilocuencia:
—Por Danielito… y por sus padres. Que esta nueva vida bendiga a todos los que lo rodeamos. Que su llegada sea un recordatorio de lo que aún puede nacer cuando todo parecía perdido.
Hubo un silencio breve. De esos que no son incómodos, sino necesarios. Luego, como en un coro sin ensayo, todos respondieron:
—¡Viva Danielito!
Las copas se alzaron, los brindis se entrelazaron entre risas discretas, y por un momento, el salón pareció lleno de fe: la que cree que después de tanto dolor, aún es posible empezar otra vez.
Ximena, con los ojos humedecidos, se acercó a Malvina y la abrazó con ternura, como si quisiera fundirse en ella.
—Mamá… gracias por todo —susurró, apenas audible.
—Gracias a ti, hija —respondió Malvina, con voz quebrada—. No hay mayor milagro que ver nacer un nieto. Es como si la historia se redimiera a través de la sangre.
Berta, que observaba desde su silla de ruedas, levantó apenas la cabeza. Su rostro arrugado por la edad parecía en paz.
—¿Y Danielito? —preguntó con dulzura—. ¿Ya se durmió?
—Como un ángel —respondió Ximena, acariciándole la mano—. Tal vez sueña con todo lo que le espera y con todo lo que no tendrá que sufrir.
Cerca de ellas, Dulcina se acercó en silencio. Cabizbaja, con los dedos entrelazados como quien junta pedazos que no encajan.