El eco de la celebración seguía suspendido en el aire, como si la casa aún respirara la alegría reciente. Sobre la mesa, una flor marchita del centro de mesa del bautizo reposaba en un jarrón de vidrio. Ya sin color, pero no sin significado. Era el último vestigio de una fiesta… o tal vez, el primer símbolo de algo nuevo.
Jackie estaba sola esa tarde. El silencio era denso, como si esperara algo. Y entonces lo oyó: un golpe suave en la puerta. No urgente. No ajeno. Uno que el corazón reconoció antes que los oídos.
Abrió. Era Marco.
Vestía sencillo, como de costumbre. Pero había algo en su forma de pararse, en la tensión de los hombros, en el modo en que sus ojos la buscaban sin pestañear, que delataba otra cosa.
—¿Puedo pasar? —preguntó con voz más contenida que tímida.
Jackie lo dejó entrar. Marco avanzó unos pasos y se detuvo, frente a ella, sin rodeos.
—No quiero hablar mucho —dijo—. Solo decirte lo que llevo dentro.
Ella frunció apenas el ceño. No era molestia. Era intuición. El cuerpo le avisaba algo antes de que la mente pudiera nombrarlo.
—¿Marco? ¿Qué ocurre?
Él metió la mano en el bolsillo del pantalón y sacó una pequeña caja de terciopelo oscuro. La sostuvo unos segundos sin abrirla, como si supiera que ese gesto ya decía demasiado.
—Hace dos días, en el bautizo… miré a mi hermano, a Ximena, al niño que ahora forma parte de nuestra historia. Y sentí que el tiempo estaba cerrando heridas sin pedir permiso. Que algo viejo por fin se rendía. Y que si todos estábamos sanando… yo no podía quedarme atrás.
Abrió la caja. Un anillo sin brillo ostentoso. Discreto. Firme. Cargado de sentido.
—Cásate conmigo, Jackie. No por impulso ni por miedo. Sino porque ya no sé imaginar mi vida sin ti. Porque fuiste mi centro cuando todo se caía. Porque me diste hogar en medio del naufragio. Porque contigo… por fin sé quién soy.
Jackie no se movió. No hizo el gesto fácil de sonreír ni el reflejo tierno de llorar. Solo bajó los ojos, como si necesitara escucharse por dentro antes de responder.
—Marco… te amo —dijo por fin, con una voz que parecía venir desde muy lejos—. Lo sabe mi piel, mi historia… mi manera de mirarte. No hay dudas.
Él aguardaba. La caja seguía abierta en su mano, pero no era el anillo lo que temblaba, sino el aire entre ambos.
—Pero no esperaba esto hoy —añadió ella—. No así. No tan pronto. Y no sé por qué… pero me ha hecho pensar. En todo. En lo que somos. En lo que aún no sé de mí.
Marco respiró profundo, sin presionar.
—¿Y…?
Jackie levantó la vista. Su mirada era de amor, pero también de conciencia.
—Y sí. Sí quiero casarme contigo. Solo que… no sé si estoy lista para ser la esposa que sueñas. Pero sí estoy lista para intentarlo. Para caminar a tu lado. Para ser tu compañera, tu abrigo cuando el mundo duela. Acepto, Marco… aunque todavía me tiemble el alma.
Él cerró con cuidado la caja. No hacía falta más palabras.
Tomó su mano con ternura y la besó.
—No busco una esposa perfecta, Jackie. Solo a ti. Con tu luz. Con tus dudas. Con todo lo que todavía estás descubriendo.
Se abrazaron. Despacio. Como si el tiempo se detuviera solo para darles ese instante.
Y así, entre silencios que no pedían respuestas y temblores que no venían del miedo, sellaron una promesa que no nació del ideal… sino de ese amor honesto que aún quiere aprender a quedarse.
Al día siguiente, la mañana caía lenta sobre la casa. Ximena estaba sentada en el comedor, deslizando el dedo por la pantalla del teléfono sin verdadera atención, solo por inercia. Hasta que un titular detuvo el movimiento:
“Adrián González: aumenta su condena por agresión agravada tras evadirse del psiquiátrico y atentar contra su vecina.”
El corazón le dio un pequeño salto. No fue exactamente sorpresa… sino esa náusea conocida de ver cómo el pasado se obstina en no desaparecer. Apagó la pantalla con un gesto seco. Las manos le temblaban un poco. No sabía si por rabia, por miedo, o por puro agotamiento.
Dejó el teléfono sobre la mesa y se quedó unos segundos mirando el vacío, hasta que oyó un leve toque en la puerta.
—¿Ximena? —era la voz de Jackie, desde el pasillo—. ¿Puedo pasar?
—Sí —respondió sin moverse.
Jackie entró con cautela. Llevaba el cabello recogido en una coleta alta, pero los ojos bajos, como si algo dentro de ella estuviera buscando equilibrio. Caminó con pasos medidos y se detuvo frente a Ximena.
—¿Puedo sentarme?
—Claro —respondió Ximena, sin levantar del todo la mirada.
Jackie se acomodó frente a ella. El silencio entre ambas fue largo. Era el tipo de silencio que anuncia que algo importante necesita ser dicho. Ninguna supo cuánto tiempo pasó entre ese gesto y la primera frase.
—Marco me pidió matrimonio —dijo Jackie de pronto, como si la frase le hubiera salido sin planearlo.
Ximena levantó la vista. Sus ojos se abrieron con sorpresa, pero pronto se llenaron de una ternura silenciosa.
—¿Y… qué le respondiste?
Jackie bajó la mirada.
—Le dije que sí —musitó—. Lo amo, Ximena. No hay un solo rincón de mí que no lo ame. Lo he amado en medio de mi caos, en las noches donde ni yo misma soportaba mi reflejo. Él ha estado ahí… firme. Y aun así…
—¿Aun así?
—Aun así… si hubiera tenido un poco más de frialdad, le habría dicho que no.
Ximena se inclinó levemente hacia ella, conteniéndose para no interrumpir.
—¿Por qué?
Jackie se tomó un momento antes de hablar. Cuando lo hizo, fue con una voz más baja, pero también más firme.
—Porque siento que no es el momento. Porque algo en mí necesita más espacio, más preguntas sin respuesta, más silencio antes del paso. Yo lo amo, Ximena. De verdad. Pero no sé si estoy lista para ser lo que espera de mí. O para sostener lo que eso implica.
—Y entonces… ¿por qué le dijiste que sí?
Jackie respiró hondo.
—Porque vi sus ojos. Y porque no supe cómo negarme sin hacerle daño. Porque en ese instante, decir que sí fue un acto de amor… pero también de miedo. De no saber cómo explicar lo que ni yo misma entiendo del todo.