Sueños Blancos.

XXVI. UNA DESPEDIDA QUE ABRIGA, UN COMPROMISO QUE APRIETA

La noticia llegó como una ráfaga helada desde el norte. Alejandra recibió una llamada desde Nueva York: su padre, ya muy delicado del corazón, estaba desahuciado. La voz al otro lado de la línea fue clara, pero contenía ese temblor de quien no quiere decir lo inevitable.

—Está muriendo —dijo ella entre lágrimas, con la voz rota, mientras Joaquín le sostenía las manos con firmeza.

—Entonces no se diga más, Alejandra. Te acompaño —respondió él sin dudar—. No me quedaré aquí sabiendo que tú estás allá, enfrentando todo sola.

En casa de David, esa misma tarde, Joaquín se lo confesó a su mejor amigo.

—Es irónico, ¿no? Hace unos meses eras tú quien se iba para no volver. Ahora, soy yo quien se marcha y tú te quedas.

David lo abrazó, con ese gesto silencioso que solo los verdaderos amigos entienden.

La noticia del viaje de Alejandra y Joaquín conmovió al grupo entero. Se organizó una pequeña despedida en el restaurante Sueños Blancos, lugar de tantos recuerdos. Allí estaban todos. Ximena, Julio como siempre a su lado; Mónica y David, inseparables; Gustavo y Malvina, compartiendo por fin un amor sin sombras; y Marco, que hasta entonces se había mantenido callado.

Cuando la velada comenzaba a entrar en su hora más íntima, Marco se levantó y, mirando fijamente a todos, alzó la voz:

—Quiero aprovechar este momento para anunciar algo... Jackie y yo vamos a casarnos.

El silencio fue inmediato. Jackie giró el rostro hacia él, sorprendida. Ese anuncio, inesperado, fue como un sello irreversible. Ya no había marcha atrás.

Jackie sonrió con esfuerzo, su mirada se perdió un instante en su copa de vino. El compromiso que había aceptado con dudas, ahora era un hecho público. La mesa se llenó de abrazos, brindis y buenos deseos... pero nadie vio cómo, debajo de la mesa, Jackie apretaba las manos con fuerza, conteniéndose.

La despedida fue emotiva. Abrazos prolongados, lágrimas sinceras, palabras que no encontraban espacio entre tantas emociones. Alejandra prometió escribir, mandar fotos. Joaquín, con la mirada firme pero húmeda, se despidió de cada uno como si fuera la última vez.

Había llegado el día de partir. La bruma del amanecer aún no se disolvía del todo cuando el grupo fue llegando, uno por uno, hasta la sala de embarque internacional. Ninguno había dormido mucho. Pero allí estaban: con los rostros tibios, los ojos rojos por el cansancio... y el alma inquieta.

Ximena y Julio llegaron primero con los pasos lentos por el peso de lo que no querían que suceda.

David y Mónica, siempre discretos, se colocaron a un lado con una pequeña caja de madera entre manos —un regalo artesanal, lleno de recuerdos y letras de canciones que habían compartido.

Gustavo y Malvina se acercaron unos minutos después. Con su natural dignidad, abrazaron a Alejandra como si fuera una hija.

Y por último, Marco y Jackie llegaron juntos. Ella con una sonrisa leve en los labios, pero mirada inquieta. Él, como siempre, sereno, pero con ese rictus en el rostro que solo aparece cuando el corazón quiere hablar más de lo que debe.

Faltaban diez minutos para el embarque. Alejandra, vestida con un abrigo azul oscuro, llevaba su pasaporte en una mano y el alma recogida en la otra. Joaquín la abrazaba cada tanto, como quien necesitara recordarse que estaban juntos y que esa vez no la dejaría sola.

Los abrazos fueron uno a uno. Ximena fue la primera.

—Cuida a tu padre, Alejandra... pero cuida también tu corazón. Te vamos a extrañar más de lo que imaginas.

Alejandra la abrazó con fuerza.

—Y yo a ustedes. Esta ha sido mi casa, incluso cuando no me sentía en ninguna.

David entregó la pequeña caja.

—Ahí dentro van pedacitos de momentos. Canciones, frases, fotos. Para cuando necesites recordar que aquí dejaste un lugar lleno de gente que te quiere.

—Gracias, David. Eres el mejor de todos nosotros. No cambies nunca —susurró Alejandra con un nudo en la garganta.

Jackie y Marco se acercaron en último lugar.

Marco abrazó a Joaquín con sinceridad.

—Me alegra saber que la acompañas. Eso habla del hombre en que te has convertido. Me apena que no estés para mi boda con Jackie.

—Me voy porque no sabría vivir sin ella —respondió Joaquín—. A veces la vida no da muchas opciones. Perdí mucho tiempo por estupideces mías y para que todo lo que tuvo que pasar para que lo entienda finalmente no hay sido en vano.

Jackie se quedó en silencio. Alejandra la abrazó fuerte.

—Cuídate, Jackie. Sé feliz... incluso cuando dudes de ti.

Jackie asintió. No dijo nada. A su lado, Marco entrelazó sus dedos con los de ella. Y entonces se notó... una ausencia doble. Ni Verónica, ni Santiago habían aparecido. Nadie preguntó por ellos. Nadie mencionó sus nombres. Pero todos sintieron su falta.

Finalmente, el altavoz anunció el embarque.

—Pasajeros con destino a Nueva York, por favor dirigirse a la puerta 8.

Alejandra y Joaquín se pusieron de pie. Las palabras ya no servían. Los abrazos se repitieron. Las miradas lo dijeron todo.

Y cuando Alejandra giró por última vez para mirar a sus amigos, susurró al viento, casi sin voz:

—Gracias por darme raíces... para ahora atreverme a volar.

En su corazón, Alejandra sabía que nunca más volvería a Ecuador.

Jackie había regresado sola. Marco se ofreció a acompañarla, pero ella inventó una excusa amable: que necesitaba ordenar unas cosas, que debía llamar a su madre, que quería descansar un poco. Él aceptó sin preguntar demasiado, aunque en su mirada flotaba esa sospecha que los enamorados prefieren no nombrar.

Ya dentro de casa, Jackie cerró la puerta con suavidad. Apoyó la espalda contra la madera... y se quedó allí, en silencio.

No lloró.

Tampoco habló.

Simplemente... se permitió estar quieta. Escuchar su propia respiración. Sentir cómo el mundo seguía avanzando, aunque dentro de ella, todo estuviera detenido.




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