Durante años, Alejandra había hecho de Quito su hogar, aunque su raíz estuviera en otra tierra. Llegó siendo muy joven, casi una extranjera en su propia historia, buscando una vida distinta... o quizá solo huyendo de una que no supo cómo habitar. Fue aquí donde construyó amistades, donde aprendió a amar sin condiciones y, sobre todo, donde eligió quedarse. Incluso cuando su padre —enfermo del corazón desde hacía tiempo— le pedía que regresara, ella postergó esa decisión una y otra vez, convencida de que aún tenía tiempo.
Pero el tiempo, caprichoso y a veces cruel, no siempre avisa cuando se agota.
La llamada llegó una mañana, sin preámbulo. Desde Nueva York, una voz familiar intentó sostener la compostura mientras decía lo que ya no podía esperar más.
—Alejandra... tu papá... ya no hay nada que hacer. Está muriendo.
No hizo falta más. La frase quebró todo el equilibrio que ella había fingido tener durante semanas. El nudo en la garganta no tardó en convertirse en lágrimas, y el teléfono resbaló lentamente hasta su regazo.
Joaquín, que la observaba desde el marco de la puerta, se acercó en silencio. Le tomó las manos con fuerza. No hizo preguntas. No pidió explicaciones.
—Entonces no se diga más —dijo él con firmeza, como quien toma una decisión irrevocable—. Te acompaño.
Alejandra lo miró, aún temblando.
—No quiero que te sientas obligado...
—No es obligación —la interrumpió—. Es amor. Tú te quedaste aquí por mí cuando pudiste haberte ido hace años. Me esperaste incluso cuando no sabía cómo volver. Ahora me toca a mí no soltarte. Nos costó tanto volver a estar juntos, Alejandra. No voy a dejar que te enfrentes a esto sola.
Ella intentó hablar, pero no pudo. Lo abrazó en silencio, y en ese gesto estaba todo: la gratitud, el miedo, el amor, y la seguridad de que, esta vez, irse no significaba perderse sino encontrar, por fin, lo que siempre fue suyo.
Esa misma tarde, Joaquín pasó por casa de David. No hizo falta que llamara antes. Como en los viejos tiempos, simplemente apareció, con esa mezcla de nervios y determinación que lo delataba cada vez que estaba a punto de tomar una decisión grande.
David le abrió la puerta con una sonrisa leve y una ceja levantada.
—¿Vienes a confesar un crimen o a pedir café?
—Tal vez ambas —respondió Joaquín, entrando con paso lento, las manos en los bolsillos.
Se sentaron en la terraza. Joaquín respiró hondo antes de hablar.
—Me voy a Nueva York —dijo finalmente—. Con Alejandra.
David lo miró en silencio durante unos segundos. Luego asintió con suavidad.
—Sabía que llegaría ese momento.
—Es irónico, ¿no? —continuó Joaquín, mirando al cielo que se empezaba a nublar—. Hace unos meses eras tú quien se iba, con la guitarra al hombro y el corazón hecho trizas. Todos pensábamos que no volverías. Y ahora soy yo quien se marcha... y tú te quedas.
David dejó la taza sobre la mesa y se inclinó hacia él.
—No lo veas como una despedida. Lo mío nunca fue distancia. Fue proceso. A veces hay que irse para poder volver distinto. Y tú no estás huyendo. Estás eligiendo a la persona que amas.
Joaquín sonrió con cierta melancolía.
—Nos costó tanto estar juntos. Tuvimos que perdernos varias veces para entenderlo. Ahora no me imagino ver a Alejandra caminar sola hacia esa despedida sin mí a su lado.
David lo abrazó, sin decir más. Un abrazo largo, callado, de esos que no necesitan justificación. A veces, la amistad no necesita palabras, solo presencia.
Esa misma noche, la noticia del viaje de Alejandra y Joaquín corrió entre el grupo como una ola suave pero inevitable. Nadie lo expresó en voz alta, pero todos lo entendieron en silencio: algo estaba cambiando. Y esta vez, no se trataba de una pelea o una pérdida, sino de una separación necesaria. Una que dolía de otra manera. Más madura. Más profunda.
Alejandra no lo dijo con dramatismo. Solo envió un mensaje breve al grupo, explicando que su padre estaba grave, que debía volver a Nueva York, y que Joaquín iría con ella. Agregó una frase final que dejaba ver el nudo en su alma:
"No sé por cuánto tiempo. Pero esta vez tengo que irme."
Entonces, como en los viejos tiempos, alguien propuso una despedida. No una fiesta. No una reunión por compromiso. Una noche para estar, para abrazarse, para recordarse que el lazo que los unía no dependía de la ciudad, ni del calendario. Era en el restaurante Sueños Blancos donde todo debía ocurrir. Porque ese lugar no solo era una casa de comidas. Era el refugio donde tantos silencios se habían convertido en palabras, donde los abrazos no se pedían, y donde los sueños —blancos, frágiles, tercos— seguían encontrando espacio.
Alejandra llegó tomada del brazo de Joaquín, con un abrigo ligero y el rostro sereno, pero con los ojos apagados. Sabía que era lo correcto. Pero también sabía lo que dejaba. Y le dolía más de lo que había querido admitir.
Ximena la abrazó apenas la vio, y sin decir mucho, le susurró al oído:
—Aquí siempre tendrás un lugar al que volver.
Julio le ofreció una copa de vino y una sonrisa sincera, y David la alzó en silencio como un gesto de bienvenida y despedida a la vez.
Mónica apareció con una cajita envuelta en papel reciclado.
—Es una tontería. Letras sueltas, garabatos, alguna canción escrita con David, pero lleva parte de lo que somos.
Alejandra abrió la caja y encontró dentro pequeñas tarjetas con frases escritas a mano, partituras dobladas, fotografías antiguas impresas con tinta borrosa, y una servilleta con los nombres de todos, garabateados una noche cualquiera.
Sintió que algo se quebraba en su interior. No del todo, pero sí lo suficiente como para obligarla a sentarse antes de llorar.
Entonces lo entendió. No era una simple despedida. El grupo le estaba diciendo, sin decirlo, que ella también había sido refugio para ellos. Que se iba, sí. Pero jamás sería olvidada.