Verónica apoyó la cabeza en el pecho de Santiago. Estaban en silencio. Solo se oía el leve zumbido entrando por la ventana entreabierta. El cuarto estaba en penumbra. Ella se había quedado con los ojos abiertos mientras él parecía perdido en pensamientos más densos que su respiración pausada.
—¿Te sientes bien? —preguntó ella finalmente, sin moverse.
Santiago tardó en responder.
—Sí... solo que... estuve pensando todo el día.
Verónica alzó apenas la mirada.
—¿En qué?
Él se incorporó levemente. Se pasó la mano por la nuca. Parecía buscar la manera correcta de decir algo que ya no podía seguir callando.
—Verónica... tengo que irme.
Ella se incorporó, desconcertada.
—¿Cómo que tienes que irte?
—Volveré a Estados Unidos. Hay... asuntos que debo resolver. De mi pasado, de mí mismo. De todo esto que nunca te he contado como debí hacerlo.
Verónica lo miró fijo.
—¿Y por eso no fuiste a despedirte de Joaquín y Alejandra?
Santiago bajó la vista.
—Sí. Me pareció... hipócrita. No podía verlos partir mientras yo sigo aquí cargando con algo que ni siquiera tú sabes.
Verónica se levantó. Caminó hacia la ventana, dándole la espalda. Luego se giró despacio, con una mirada distinta. Firme. Herida.
—Santiago... ya basta.
Él la observó en silencio.
—Te he aceptado sin pedir explicaciones. Te he apoyado incluso sin entenderte. Te he querido, sin poner condiciones. Pero no soy tonta, y no voy a vivir eternamente ignorando lo evidente.
Santiago se tensó.
—¿Qué estás diciendo?
Verónica dio un paso al frente.
—Estoy diciendo que... necesito saber. Antes de que te vayas, antes de que todo esto se convierta en una herida más.
—Verónica...
—¿Por qué disparaste a Marco? Dímelo tú, con tus palabras. Con tu verdad. No me ocultes más. No te escondas otra vez.
El silencio se hizo espeso. Santiago apretó los labios. Pero la pregunta ya estaba dicha.
Y no había marcha atrás. Verónica no había vuelto a sentarse desde que lanzó la pregunta. Y Santiago, aún inmóvil, parecía haber envejecido varios años en el transcurso de unos segundos.
Ella lo observaba con el corazón acelerado, los brazos cruzados, los ojos fijos en él con una mezcla de dolor y firmeza. Sabía que algo profundo iba a emerger. Y él, por primera vez desde que lo conocía, parecía no tener más escapatorias.
Santiago inspiró hondo, cerró los ojos un momento, y luego habló. Su voz ya no era la del joven sarcástico, ni la del hombre esquivo. Era la voz de alguien que ha decidido dejar caer el disfraz.
—Para empezar... —dijo lentamente— no soy primo de Jackie. Y no me llamo Santiago.
Verónica parpadeó. Su rostro no mostró sorpresa exagerada, solo una intensidad creciente, como si algo dentro de ella lo hubiera intuido siempre.
—¿Entonces... quién eres?
—Mi nombre real es Renato Arteaga.
Ella no dijo nada. Solo lo observó.
—Santiago y yo sí existíamos en una misma historia. Éramos muy amigos. Hermanos casi. Él fue... lo más parecido a una familia para mí en un momento de mi vida en el que todo estaba en ruinas.
—¿Y qué pasó con él?
Renato tragó saliva. Se pasó la mano por la frente, visiblemente afectado.
—Un día... estábamos viajando juntos. Yo... él me estaba ayudando a escapar. De algo... grande.
Verónica no desvió la mirada.
—¿Escapar de qué?
—De la policía.
Ella frunció el ceño. Pero no lo interrumpió.
—Habían encontrado muerta a mi exnovia en mi departamento. Su nombre era Lucía. Tenía problemas con las drogas, y ya antes había intentado quitarse la vida. Esa noche... discutimos. Yo me fui. Ella se quedó. Y al volver... ya era tarde. La encontré sin vida. La escena lo sugería todo. Pero la policía creyó que fue homicidio. Y que yo era el culpable.
—¿Y tú no...?
—No. Verónica, no fui yo. Sé cómo suena. Sé lo que parece. Pero no fui yo. Ni siquiera la toqué ese día. Era... una chica noble. Quise ayudarla, pero no supe cómo. Me fui por miedo. Y en vez de entregarme, decidí huir.
Verónica cerró los ojos un segundo. No lloraba. Pero cada palabra pesaba como una piedra en su pecho.
—¿Y Santiago te ayudó?
—Sí. Íbamos en su auto. Cruzábamos un paso montañoso. Discutimos. Yo quería ir más lejos, él decía que debía entregarme. Y en medio de esa discusión, perdimos el control. El auto... cayó por un barranco.
El silencio se hizo total.
—Yo sobreviví —dijo, apenas un susurro—. Y saqué a Santiago de los restos. Pero ya estaba muerto. Su cuerpo... su rostro desfigurado. Nadie sabría distinguirnos. Entonces... decidí hacerlo. Intercambié los documentos. Dejé los míos sobre él... y tomé los suyos. La policía identificó a Renato Arteaga como fallecido. Desde entonces... yo soy Santiago.
Verónica se llevó la mano a la boca. Sus ojos temblaban.
—¿Entonces...? ¿Todo este tiempo...?
—Todo este tiempo he vivido con una identidad que no me pertenece. Que usurpé. Y sí, por eso nunca quise hablar de mi pasado. Por eso nunca pude mirarte a los ojos por completo. Porque todo lo que soy... se sostiene sobre una mentira.
Hizo una pausa. Tragó saliva. La culpa se le asomaba en los labios, pero no retrocedió.
—Nadie. NI siquiera Jackie... lo supo. No podía saberlo. Hacía años que no veía a su primo en persona. Solo hablaban por teléfono. Luego yo me aseguré de que eso siga así. Pasó un tiempo sin que ella hablara con su supuesto primo. Luego nunca videollamadas, nunca fotos. Solo voz... palabras escritas... recuerdos compartidos desde lejos.
Bajó la mirada.
—Y aún así, alguna vez me lo dijo: "Santiago, has cambiado tanto... a veces siento que ya no te reconozco".
Cerró los ojos.
—Tenía razón. No era él. Era yo. Renato. Y nunca supe cómo detener esa farsa... ni cómo volver a ser quien fui antes de todo esto. Porque quizás... ya no quedaba nada de él. Ni de mí.