Sueños Blancos.

XXVIII. LO QUE EL TIEMPO NO DIJO

Aquel día no se parecía a ningún otro. Berta lo supo desde que abrió los ojos. Había dormido mal, con esa opresión en el pecho que no viene de la edad ni de los achaques, sino de algo más hondo, más antiguo. Era un peso que no se aliviaba con reposo, porque no habitaba en el cuerpo, sino en el alma: el peso del miedo callado, del rencor acumulado… de un pasado que aún no se cerraba del todo.

Se colocó el abrigo más discreto. Le pidió a Blanca que la acompañara, sin demasiadas explicaciones. “Necesito hacerlo”, dijo, con la firmeza de quien ya no busca permiso, solo la paz que viene después del acto. No compartió a dónde iba. No quería sermones, ni consuelos. Solo necesitaba mirarlo una última vez y confirmar —mirándolo a los ojos— que ya no tenía ningún poder sobre su vida. Adrián.

El hospital psiquiátrico olía a humedad vieja y derrota. Todo allí parecía detenido en el tiempo. Un guardia la escoltó hasta la sala. Adrián, desmejorado, con la barba crecida y la mirada apagada, se irguió al verla entrar. Por un segundo, su cuerpo pareció recobrar algo de la soberbia que lo habitó alguna vez.

—Vine a comprobar con mis propios ojos que no saldrá de aquí nunca más —dijo Berta, sin rastro de temor.

Adrián soltó una risa áspera, breve, como la carcajada vacía de un niño amargado.

—Míreme bien —dijo, extendiendo los brazos como si se ofreciera en sacrificio—. Usted me encerró. Me entregó.

—Usted se encerró solo —replicó Berta con voz serena—. Yo nunca lo acusé de la muerte de Vicente. Lo pensé muchas veces, sí. Porque fue usted quien me dio la noticia. Porque su rostro no mostró ninguna conmoción, ninguna tristeza. Porque desapareció durante horas y regresó como si nada. Pero no tenía pruebas. Solo esa sospecha que el miedo transforma en certeza.

Adrián bajó la mirada. Y en un instante fugaz, algo parecido a la lucidez se asomó en sus ojos turbios.

—No tuve nada que ver en eso —susurró, más humano de lo que había sonado en años—. Fue un accidente. Malvina no se atrevió a decírselo y me pidió que lo hiciera yo. Fui el mensajero, no el verdugo. Fue... lo último coherente que hice en mi vida.

Berta lo observó. Había algo quebrado en él… pero no era eso lo que la había llevado hasta allí.

—Lo sé. No lo había creído antes… pero ahora sí. Ahora que lo veo así, que lo oigo hablar sin adornos, sé que no mintió sobre eso. Sé que no tuvo nada que ver con la muerte de Vicente. Y por eso también estoy aquí: para pedirle perdón por haberlo cargado con esa culpa en mi mente durante tanto tiempo. Pero no se confunda, Adrián. Eso nunca fue lo que lo llevó ante un juez. Usted está aquí por lo que sí hizo. Por lo que nadie pudo negar. Por María. Por Patricia. Por haber huido cuando debía responder. Por el silencio con que intentó tapar lo que no se puede perdonar.

Adrián la miró, y por primera vez en mucho tiempo no hubo furia en sus ojos. Solo vacío. El abismo de quien ya no encuentra la salida ni en la mentira.

—Estoy loco, ¿verdad? —dijo de pronto, en voz baja, como si hablara consigo mismo—. Usted me trajo aquí porque lo merezco. Porque no supe amar. Porque no supe detenerme a tiempo.

—Así es —respondió Berta, sin rabia ni compasión—. Y ya no le tengo miedo. Quería mirarlo. Escucharle. Confirmar que, al fin, su historia se terminó. Que no volverá a herir a nadie más.

Entonces Adrián se levantó con torpeza, arrastrado por un impulso de furia sin dirección. Vociferó con el rostro desencajado:

—¡Usted no entiende nada! ¡Todos ustedes me traicionaron! ¡Yo era el único que veía claro en ese mundo de hipócritas! ¡Maldita vieja, maldita familia de farsantes!

Un guardia intervino, sujetándolo con firmeza.

—Suficiente, Adrián —dijo el oficial—. El juez ha ordenado su traslado inmediato al interior del hospital psiquiátrico siempre con resguardo policial.

Mientras lo alejaban por el pasillo, Adrián lanzó una carcajada hueca, que se deshacía en eco.

—¡Los locos somos peligrosos, Berta! ¡Cuídese… porque yo estoy loco… loco de verdad…!

Pero Berta no se inmutó. No parpadeó. No retrocedió ni un centímetro. Lo miró hasta que desapareció tras la puerta metálica. Y entonces, sin palabras, comprendió que lo que se cerraba no era solo esa sala, sino también el capítulo más oscuro de su propia historia.

Salió del recinto sin mirar atrás. Respiró hondo al cruzar el umbral, como si el aire —por fin— no trajera ni amenaza ni vergüenza. Había dejado allí su miedo. Y, quizás, también una parte de sí que ya no le servía para vivir.

Ahora sí, estaba en paz.

Esa misma noche Berta estaba sentada en la cabecera de la mesa, con la mirada baja, las manos entrelazadas sobre su regazo. Frente a ella, Malvina aguardaba, respetando ese silencio denso que siempre precedía a las confesiones verdaderas.

—Lo fui a ver —dijo Berta finalmente, sin levantar la voz.

Malvina no necesitó preguntar a quién se refería. Lo supo al instante.

—¿A Adrián?

Berta asintió. Su expresión estaba serena, pero sus ojos llevaban el rastro de una batalla interna larga.

—Tenía que hacerlo. No por él… sino por mí. Necesitaba confirmar que está encerrado para siempre y que yo ya no le temo. Pero también… necesitaba pedirle perdón.

Malvina frunció el ceño, confundida.

—¿Perdón?

—Sí. Porque durante mucho tiempo lo creí culpable de la muerte de tu padre. Lo juzgue a él. Le dije asesino. Nunca lo dije a nadie más, pero lo pensé, lo sentí, lo cargué conmigo. Y hoy, por primera vez, le creí. Le escuché decir que fue un accidente, que tú le pediste que viniera a darme la noticia porque no te sentías capaz. Y supe que no mentía. Lo supe en sus ojos, en su voz. Lo que me dijo… fue lo último lúcido que ha dicho en años, y me bastó.

Malvina bajó la mirada. Sus dedos temblaron apenas sobre la taza.

—Fue cierto, mamá. No tuve el valor… y él se ofreció. Solo eso.

—No justifica nada más —continuó Berta—. Él está donde debe estar por otras razones, por crímenes que sí cometió. Por María. Por Patricia. Por haber escapado de todo. Pero yo necesitaba soltar esa culpa mía de haberlo juzgado por algo que no hizo. Y al fin lo hice.




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