Sueños Blancos.

XXX. LA VERDAD QUE ESPERÓ AÑOS

El vuelo desde Quito había sido largo, pero para Renato Arteaga, el verdadero nombre de quien se había presentado como Santiago, el trayecto no se midió en millas ni en horas, sino en memorias. Cada turbulencia del avión le removía algo que no tenía que ver con el cuerpo, sino con el alma. Había cometido errores que lo marcarían para siempre... pero también había descubierto verdades que no podía seguir callando. Y ahora estaba allí: de regreso en Nueva York, la ciudad que fue testigo de su ruina y, tal vez, de su fin.

Cuando descendió del taxi y observó la fachada de aquella casa, sintió cómo la garganta se le cerraba. El jardín estaba descuidado, el buzón limpio y sin cartas, y las flores del pórtico mantenían la dignidad de los años. Allí vivía Sabrina. La mujer que, sin saberlo, le había confiado la vida de su hijo Pedro años atrás.

Renato no había vuelto a verla desde la muerte de Lucía.

Lucía... su mejor amiga, su gran amor, su cómplice en tantas batallas. Y también hermana de Pedro. Su ausencia aún dolía, pero más dolía el peso de todo lo que había ocurrido a partir de entonces.

Subió los tres peldaños del pórtico con pasos vacilantes. Dudó antes de tocar el timbre. ¿Y si lo rechazaba? ¿Y si lo culpaba por todo? ¿Y si ya no era bienvenido en ese lugar?

Respiró hondo. Tocó.

La puerta se abrió. Y ahí estaba ella. Sabrina. El tiempo había sido injusto con ella. Tenía el rostro sereno, aunque cansado. Sus ojos, en cambio, guardaban una tristeza que nunca la había abandonado del todo.

—¿Sí? —preguntó con cautela.

—Soy... soy Renato. Renato Arteaga —logró decir él, con la voz quebrada.

Ella tardó un segundo en reconocerlo. Pero cuando lo hizo, una luz inesperada cruzó su mirada.

—Renato... por Dios. Eres tú —dijo con un hilo de voz.

—Necesito hablar con usted... es sobre Pedro.

Sabrina palideció al instante.

—¿Mi hijo? ¿Qué pasa con él? ¿Dónde está?

—Por favor —dijo él—. Solo escúcheme unos minutos. No vengo a hacerle daño. Al contrario. Traigo respuestas. Pero primero... necesito hablarle de Lucía.

La mujer lo dejó entrar. El salón olía a jazmines secos. En las paredes aún colgaban fotografías antiguas. Una de ellas mostraba a Lucía, en su adolescencia, con una sonrisa abierta. Renato se detuvo al verla. Tragó saliva. Cerró los ojos por un instante.

—Lucía... era lo mejor que tuve —dijo finalmente, sentándose frente a Sabrina—. Usted lo sabe.

Sabrina se acomodó en el sillón de enfrente, con una taza que no se llevó a los labios.

—Lucía te quería. Te defendía... incluso cuando yo le pedía que se alejara de ti. Pero ella confiaba. Y sabes qué, Renato... en el fondo yo también. Siempre pensé que no eras como los demás.

—Yo tampoco lo creí. Hasta que la perdí. Hasta que la vida se me fue de las manos —susurró.

—¿Y Pedro? ¿Dónde está mi hijo?

Renato bajó la mirada. No era el momento. Aún no. Hablar de Pedro exigiría otra fuerza. Ahora solo necesitaba reconstruir el puente roto entre ellos.

—Vengo porque no pude quedarme en silencio. Necesitaba verla. Necesitaba pedirle... que me escuche.

Sabrina, aún con el temblor en los labios, le tomó la mano.

—Estoy aquí. Y si vienes a hablarme de Lucía... estoy dispuesta a oírlo todo.

El silencio que siguió no fue incómodo. Fue profundo. Casi maternal. Fue, por primera vez en mucho tiempo, un lugar donde Renato no se sintió enemigo de sí mismo. Pero aún guardaba un secreto. Uno que cambiaría sus vidas para siempre.

Renato se sentó en el borde del sofá, aún con el abrigo en las manos. Sabrina, frente a él, no podía dejar de mirar su rostro. Lo recordaba más joven, más arrogante quizás. Ahora lo veía desgastado, con las huellas del arrepentimiento trazadas en la frente.

—Cuéntame —dijo ella, sin rodeos—. Cuéntame cómo murió mi hija.

Renato bajó la cabeza, se frotó las manos y respiró con esfuerzo, como si el aire le costara.

—Lucía... era fuerte. Más fuerte de lo que todos creían. Pero también estaba triste, inconforme.

Sabrina cerró los ojos. Sintió en el estómago esa punzada que solo conocen las madres que han intuido lo que nadie se atrevió a decir.

—Lo sé —murmuró ella—. Lo sabía. Solo que nunca quise aceptarlo.

—Ella luchaba con muchas cosas —continuó Renato—. Con su soledad, con su rabia, con las heridas de su pasado... y con las drogas. Yo traté de ayudarla. Le juro que lo intenté. Pero llegó un punto en que ya no me dejaba acercarme.

—Yo lo noté —confesó Sabrina—. Cuando la veía en casa, con los ojos perdidos. Cuando me pedía dinero con excusas vacías. Cuando no quería hablar del futuro... —su voz se quebró—. Era como si ya supiera que no iba a tener uno.

Renato se mantuvo en silencio. Aquella frase le desgarró más que cualquier reproche.

—La noche que murió —dijo con dificultad—, yo había salido a buscarla. Habíamos discutido. Le dije cosas horribles, cosas de las que me arrepiento todos los días. La encontré en mi departamento. Encerrada en el baño. Llorando. Temblando. Había tomado de más. Había consumido. No supe qué hacer. Y cuando volví con ayuda, ya era tarde.

Sabrina soltó un suspiro ahogado. No lloró. Pero sus ojos se inundaron sin permiso.

—Nadie me contó eso —dijo ella, apenas en un murmullo—. Solo me dijeron que fue una sobredosis.

—Fue un suicidio, Sabrina —admitió Renato, tragando el nudo en la garganta—. Lucía... se quitó la vida. Y yo no llegué a tiempo.

Sabrina cerró los ojos con fuerza. Como si quisiera expulsar esas palabras de su mente.

—Nunca me lo dijeron así —dijo—. Ni la policía. Ni los médicos. Ni los amigos. Nadie.

—Quizá todos queríamos protegerla. O protegerte a ti. O protegernos nosotros del peso de no haberla salvado.

Un largo silencio se instaló entre ellos. En ese momento no había culpables, solo dos personas sentadas en el duelo que nunca compartieron.

—Yo sabía que ella sufría —confesó Sabrina—. Pero me mentía con dulzura. Me decía que estaba bien. Que tenía proyectos. Que tú la cuidabas. Y yo quise creerle. Porque creerle... era la única forma de no culparme.




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