Sueños Blancos.

XXXI. LOS PRIMEROS PASOS DE UNA NUEVA HISTORIA

En medio de la calma reciente que la vida comenzaba a regalarle, Dulcina encontró un espacio inesperado para reencontrarse consigo misma... y para abrir su corazón a algo nuevo. Aquel día no fue distinto a otros en apariencia, pero una conversación marcaría el inicio de un lazo que iría creciendo con silenciosa naturalidad.

La visita a la casa de Alfonso no fue premeditada más allá de una gestión formal. Berta y Dulcina habían concretado la venta de la antigua casa, símbolo de tantos recuerdos, y el nuevo dueño, Alfonso Paz, los recibió con la cortesía sobria de un hombre acostumbrado a la madurez de los años y al silencio del éxito. Aquel encuentro tuvo la sencillez de lo auténtico.

—Mucho gusto, y ya sabes Dulcina, cuando quiera tu hija empezamos —dijo Alfonso con una sonrisa cordial, refiriéndose a las clases de patinaje que su hija anhelaba tomar.

—Gracias por todo —respondió ella—. Ha sido usted muy amable.

En ese instante, algo en la voz grave y serena de Alfonso provocó en Dulcina un matiz de ternura. No fue un gesto forzado, ni un comentario fuera de lugar. Era el tono respetuoso con que él la trató, como si hubiera comprendido todo el peso de su pasado sin necesidad de mencionarlo. Para Alfonso, ella no era la mujer que arrastraba las culpas de Verónica ni la hermandad dividida por conflictos con Malvina. Era simplemente Dulcina, con la dignidad intacta y con algo aún más valioso: tiempo para volver a sentir.

Días después, Dulcina fue a visitarlo de nuevo, esta vez sin Berta, y allí, entre tazas de café y risas sinceras, Alfonso le confesó que admiraba su fortaleza. Que la consideraba una mujer admirable.

—Dulcina, usted ha vivido cosas que no imagino... pero aquí está —le dijo él, mientras Raúl salía de casa, sonreía discretamente al escuchar a su padre abrir el corazón por primera vez en muchos años.

—Usted también ha pasado lo suyo —respondió Dulcina—. Pero no estamos aquí para contarnos penas, sino para darnos cuenta que aún hay esperanza, ¿no cree?

Esa tarde se despidieron con la promesa de volver a verse, sin planes, sin ataduras, sin expectativas innecesarias. Alfonso, dueño del restaurante Sueños Blancos, empresario respetado en la ciudad, comenzaba a construir con Dulcina una relación nacida de la empatía más profunda. Ella, por su parte, volvía a experimentar la posibilidad de sentirse querida... Por la mujer que era hoy, sin necesidad de compasión.

Y así, sin grandes gestos, sin declaraciones teatrales, comenzó entre ellos una historia. Una historia serena, pero firme. Una amistad que, con el tiempo, se convertiría en algo más. Porque en la vida, incluso después del dolor más hondo, los "Sueños Blancos" aún pueden renacer.

Esa misma tarde, el restaurante Sueños Blancos brillaba con una luz amable, como si cada rincón del lugar hubiese sido testigo de confidencias y sueños pronunciados en voz baja. Las mesas estaban dispuestas con esmero, las copas brillaban, y el murmullo suave de los clientes se mezclaba con una melodía instrumental de fondo que invitaba a la calma.

Jackie y Ximena ocupaban una mesa cerca de uno de los ventanales. Afuera, la tarde caía con lentitud, y el reflejo cálido del sol teñía el mantel blanco con tonos ámbar. Ambas hablaban en voz baja, compartiendo el tipo de conversación que no requiere grandes gestos, sólo una mirada honesta y el tiempo suficiente para no fingir.

—Te ves bien —dijo Jackie, sorbiendo un poco de té de frutos rojos—. No sé si es la maternidad o que por fin estás en paz contigo misma.

Ximena rió suavemente y dejó la taza en el platillo.

—Creo que es ambas. Me ha costado tanto... que ahora valoro cada segundo de tranquilidad. Y verte bien a ti también me ayuda. Hay algo distinto en tu mirada.

Jackie la observó por un momento. Luego bajó la mirada y giró distraídamente la cucharilla entre sus dedos.

—Finalmente le dije a Marco la verdad sobre nuestro compromiso—confesó de pronto, sin dramatismos, con una serenidad que sólo puede nacer del dolor ya digerido.

Ximena parpadeó, sorprendida.

—Se acabó el compromiso, pero no nuestra relación. Seguimos juntos —aclaró Jackie con suavidad—. Sólo que... necesitaba tiempo. No estaba lista para dar ese paso. No porque no lo ame. Lo amo con toda el alma. Pero algo dentro de mí me decía que no era el momento. Que había asuntos pendientes... en él y en mí.

Ximena asintió con lentitud, sin interrumpir.

—¿Y él? ¿Lo entendió?

—Sí... aparentemente sí —respondió Jackie, esbozando una sonrisa frágil—. Marco es un hombre noble. Me escuchó, no insistió, no se ofendió. Dijo que prefería esperar a perderme. Que si necesitaba un tiempo para ser más libre antes de ser su esposa, entonces él me acompañaría en ese camino... sin ataduras.

Un silencio delicado se instaló entre ambas. Luego Ximena estiró la mano por sobre la mesa y le apretó la suya con ternura.

—Eso no es una ruptura, Jackie. Es amor... del bueno. Del que sabe esperar.

En ese instante, la puerta del restaurante se abrió con un leve crujido. Ximena y Jackie vieron a un hombre joven, de presencia elegante pero moderna, cruzar el umbral. Era Raúl. Vestía de manera sobria: pantalón oscuro, camisa blanca y un reloj discreto en la muñeca. Al acercarse a la mesa donde estaban sentadas, Jackie fue la primera en notar su presencia.

—Disculpen —dijo él, con una sonrisa educada—. ¿Ximena Guzmán?

Ximena lo miró, algo desconcertada por la familiaridad con la que pronunciaba su nombre.

—Sí. ¿Nos conocemos?

—No oficialmente —respondió él, con un gesto cordial—. Soy Raúl Paz. Hijo de Alfonso. Soy el administrador de este lugar... y, según mi padre, alguien que debía conocerla.

Ximena frunció el ceño, divertida.

—¿Debía conocerme?

—Eso me dijo mi padre —continuó Raúl, sentándose sin permiso en una silla vacía junto a la mesa—. Que usted era una mujer admirable. Campeona de patinaje, nieta de la señora Berta, y sobrina de Dulcina, quien se ha convertido en... una amiga muy especial para mi padre.




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