Sueños Blancos.

XXXII. EL REGRESO DEL PASADO

El avión descendió sobre el cielo de Quito con una suavidad que contrastaba con la tormenta interna de Renato Arteaga. Afuera, la ciudad parecía la misma que habían dejado tiempo atrás, pero dentro de él, nada se sentía familiar. Volver no tenía el sabor de un regreso. Era una sentencia.

Sabrina permanecía sentada a su lado, erguida, impecable. Su abrigo color marfil no mostraba una sola arruga, y el moño alto que recogía su cabello se mantenía inalterable. Llevaba los labios apenas pintados, pero bastaba una mirada para saber que no había rendición en ella. Nunca la había habido.

Apenas el avión tocó tierra, su voz se hizo oír, como un latido que había estado conteniéndose durante horas.

—Estamos en Ecuador, Renato. Y eso significa que, desde este momento, haremos lo que yo diga.

Renato giró el rostro con lentitud, sabiendo lo que vendría.

—Sabrina… no puedes forzar las cosas. Aquí todo es distinto. Hay gente. Historia. Heridas. No se puede irrumpir en la vida de Marco así como así.

—¿Marco? —repitió ella, con un destello en los ojos—. No es Marco. Es Pedro. Y es mi hijo. Y no he venido hasta este país a quedarme sentada en un hotel viendo cómo otros deciden por mí. Voy a verlo. Aunque sea una vez. Aunque sea sin que sepa quién soy. Pero voy a mirarlo. Y eso lo vas a facilitar tú.

Él guardó silencio. Porque cuando Sabrina hablaba así, no había réplica posible.

—Si quieres puede aparentar ser alguien más—dijo sin rodeos—. Claudia Ramírez. Inversionista. Extranjera. Está de paso por motivos personales, pero quiere comprar una propiedad en Quito. Algo antiguo. Algo con historia. Necesita restaurarla. Busco asesoramiento arquitectónico y de diseño. Lo que sea. Pide una reunión con Pedro.

—¿Y qué crees que va a pasar?

Sabrina lo miró con un destello frío en los ojos.

—Voy a ver a Pedro. Marco para ellos, sí. Quiero ver cada gesto. Cada silencio. Cada sombra en sus ojos. Y si él… si él siente algo, una vibración, un presentimiento… entonces sabré que la sangre no miente.

Renato apoyó los codos sobre sus rodillas, con las manos entrelazadas. Sabía que nada de lo que dijera la haría retroceder. La conocía demasiado.

—¿Y si lo destruyes? ¿Y si lo confundes? ¿Y si esto lo afecta más de lo que ya ha afectado?

Sabrina tomó aire antes de hablar. Su voz se suavizó, pero no perdió firmeza.

—No voy a decirle quién soy. No voy a abrazarlo ni a reclamarle nada. Solo quiero… verlo. Sentirlo cerca. Y si no hay nada en sus ojos, si no hay una chispa que me reconozca, me marcharé. Pero si la hay… entonces sabré que el momento de callar se terminó.

Renato la miró en silencio. No era crueldad lo que hablaba en ella. Era un dolor contenido demasiado tiempo. Una maternidad incompleta. Una culpa mal enterrada.

—¿Y esperas que yo les abra esa puerta?

—No —respondió ella, al fin—. Yo ya la abrí. Tú solo vas a sostenerla abierta el tiempo suficiente para que yo pueda entrar.

El auto siguió su marcha entre el tráfico lento de la ciudad. Quito parecía indiferente a lo que se avecinaba. Pero en algún rincón de esa ciudad, Marco vivía una vida hecha de verdades a medias, de heridas en pausa, y de silencios heredados.

Y sin saberlo, estaba a punto de mirar a los ojos a la mujer que un día dejó… para volver hoy convertida en otra.

El edificio de Estudios Inmobiliarios Santos vibraba con su rutina habitual. Planos sobre mesas, voces técnicas cruzando pasillos, y la fragancia constante del café filtrado que mantenía a todos en marcha. Marco se encontraba en su escritorio, revisando una propuesta de intervención patrimonial, cuando escuchó el golpe leve en la puerta de vidrio.

Era Renato.

—¿Tienes un momento?

Marco alzó la vista. Se presentaba puntual, hablaba con madurez y, aunque aún no dejaba de ser impulsivo en algunos gestos, había en él un deseo sincero de hacer las cosas bien.

—Claro. ¿Qué pasa?

—Quiero presentarte una cliente nueva. Claudia Ramírez. Llegó hace unas horas. Dice que está de paso por Ecuador, pero que está interesada en asesoramiento para restaurar una propiedad en el centro. Es extranjera, pero habla perfecto español. Me pidió a alguien que entienda de patrimonio, luz, estética. Y bueno, no lo pensé mucho. Le dije que tú eras la persona indicada.

Marco dejó el bolígrafo sobre el plano y asintió.

—¿Ya está aquí?

—Sí. La llevaron a la sala de reuniones.

Marco se puso de pie. La presencia de Renato le provocaba siempre incomodidad.

Cruzó el pasillo y abrió la puerta.

Y allí estaba ella.

De pie, junto al ventanal, con un abrigo azul oscuro, el cabello recogido con sobriedad, y unos guantes de cuero que sostenía entre las manos. Su postura era elegante, pero no ostentosa. Sus ojos, sin embargo, al encontrar los suyos, vibraron con algo que Marco no supo cómo descifrar.

—Buenas tardes —saludó ella, con un acento casi neutro, pero impecable—. ¿Eres Marco Santos?

—Sí, señora. Un gusto —respondió él, extendiendo la mano.

Sabrina… Claudia… la tomó con suavidad. Su piel tembló apenas. Era la primera vez que tocaba a su hijo en años. Pero mantuvo el control. Respiró hondo. Y sonrió.

—Gracias por recibirme. Soy Claudia Ramírez. Estoy en Quito por unos días y me han recomendado su estudio. Estoy interesada en adquirir una propiedad antigua. Quisiera restaurarla, pero respetando su espíritu. Necesito a alguien que entienda de historia… de memoria.

Marco asintió, aún procesando la energía que irradiaba aquella mujer. Había algo familiar en su mirada. En su voz. Pero no podía nombrarlo. No del todo.

—Claro. Podemos ayudarla en todo lo que necesite. ¿Ha visto ya alguna propiedad en particular?

—Sí, dos. Por internet —respondió, girando lentamente hacia la mesa de reuniones—. Pero ninguna me ha convencido aún. Y creo que, para restaurar una casa, primero hay que estar seguros.




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