Sueños Blancos.

XXXIII. EL ROSTRO QUE OCULTA LA VERDAD

Gustavo abrió la puerta sin esperar visita. Al ver el rostro de quien estaba al otro lado, su expresión se endureció de inmediato. El silencio que siguió fue más fuerte que cualquier palabra.

—¿Qué haces aquí, Santiago? —preguntó Gustavo con voz baja pero cargada de tensión.

Renato bajó la mirada por un instante y luego, con un gesto sereno, respondió:

—Necesito hablar con usted. Es urgente, y créame que no vengo a justificarme.

Gustavo, sin moverse del umbral, replicó:

—No tengo nada que hablar con alguien que intentó asesinar a mi hijo.

—Lo sé —dijo Renato, con la mirada de cargar años de culpa—. Y por eso estoy aquí. Ya no como el hombre que fingí ser, sino como quien en verdad soy. Mi nombre es Renato Arteaga… y sé que Marco no es su hijo.

El impacto de esas palabras atravesó a Gustavo como una ráfaga. Cerró la puerta con firmeza y caminó hacia el interior del salón, sin mirar atrás.

—Entonces habla —ordenó, sin invitarlo a sentarse.

Renato obedeció. Se mantuvo de pie.

—Marco… o Pedro… como realmente se llama, es hijo de una mujer llamada Sabrina. Su hermana Lucía era mi pareja. Después de su trágica muerte, Pedro y yo quedamos atrapados en una huida absurda. En un accidente automovilístico, Pedro perdió la memoria. Y yo… yo me aproveché. Lo llevé lejos, sin nombre, sin recuerdos, y le di una identidad falsa. Lo traje a Ecuador…

—¿Fuiste tú? —preguntó Gustavo, cruzando los brazos con fuerza—. ¿Por qué destruir así la vida de un joven?

—Porque tenía miedo —confesó Renato—. Porque me involucraban con la muerte de su hermana, y aunque no fue así, la mirada de todos me condenaba. Le di una nueva vida para que no llegue a odiarme. Pero ahora sé que fue un crimen aún mayor negarle su verdad.

—¿Y lo del disparo? —interrumpió Gustavo, con los ojos encendidos de ira—. ¿También fue por miedo?

—Sí. Tuve miedo de que me reconociera o al verme comenzara a recordar… y cuando lo vi, tan cerca de su historia, tan cerca de mí, me desmoroné. Me dejé dominar por el pánico y cometí el peor error de todos. Por eso no espero perdón, pero sí justicia. Vengo a entregarme si es necesario.

Gustavo caminó hacia la ventana, con el rostro endurecido por el dolor y la decepción.

—Tú no entiendes nada. No logras ver la magnitud de todo lo que has hecho —dijo, girándose lentamente—. Marco ha sido mi hijo. Lo recibí sin hacer preguntas. Lo decidimos juntos con mi esposa. Nunca supe quién era realmente, y nunca me importó, porque lo quise como a mi hijo desde el primer momento.

—Lo sé —dijo Renato con humildad—. Y eso es lo que me trajo hasta aquí. Para usted, Marco es su hijo. Para mí, es una deuda que no puedo pagar con años de cárcel. Pero Sabrina, su madre biológica, está aquí. Ella quiere recuperarlo. Le pido que me deje hablar con él… que me permita darle al menos la oportunidad de reencontrarse con su verdad.

—Si tú te atreves a decirle algo a Marco —sentenció Gustavo, acercándose con paso firme—, te denunciaré. Te denunciaré por intento de asesinato, por suplantación de identidad, por todo. Tú has hecho demasiado daño. Más de lo que nadie imagina. Ya no tienes ningún derecho.

Renato lo miró con firmeza, sin intentar defenderse.

—Prefiero mil veces la cárcel con la conciencia limpia, que seguir libre escondiendo una verdad que Marco, tarde o temprano, recordará solo.

Gustavo permaneció inmóvil, como si las palabras no tuvieran lugar.

—Ándate—dijo finalmente, con voz contenida—. Por tu bien… ándate. No vuelvas a pisar esta casa.

Renato aceptó en silencio.

Y Se marchó por la misma puerta, sabiendo que no sería la última vez que se verían.

La noche había caído sobre la ciudad como un manto espeso. Marco caminaba solo por el pasillo de su departamento. Se sirvió un vaso de agua y se quedó mirando su reflejo en el vidrio. En su interior no encontraba paz desde la reunión con Claudia Ramírez. Esa mujer… no podía ser solo una cliente más. Había algo en sus ojos que lo perseguía.

Y entonces, el recuerdo se deslizaba sin permiso, la imagen apareció.

Primero, el impacto seco. El metal contra el asfalto. El humo oscuro cubriendo el parabrisas. Un grito.

Marco cerró los ojos.

Un niño. Él. Atrapado. Llorando.

—¡Pedro! —una voz femenina. Urgente. Desesperada. Como si todo el mundo se redujera a su nombre.

Una figura masculina lo saca del auto. Lleva un corte en el rostro. Sangra. Lo arrastra con fuerza.

—¡Pedro, corre! ¡Corre!

Marco jadeó. Apoyó ambas manos sobre el lavamanos. El vaso cayó y estalló en el suelo sin que lo notara.

La escena cambió.

Ahora era una casa antigua. Un patio lleno de plantas. El sonido de una risa suave. Dos mujeres: una lo peinaba con ternura, la otra le cantaba mientras cosía una tela blanca sobre sus rodillas. Eran distintas… pero ambas lo amaban. Lo sentía.

Luego, el color se desvanecía. Todo era humo. Confusión.

La imagen de un cuerpo sin vida. Una mujer en el suelo.

Él se acercaba. Pequeño. Frágil. Y lloraba. Gritaba un nombre que no podía recordar. Pero la escena se desvanecía antes de que pudiera nombrarla.

Marco cayó de rodillas.

El corazón le palpitaba con violencia. No entendía lo que veía, pero lo sentía en la carne.

La mujer del despacho, la que lo miró con tanta emoción, era la misma que lo sostenía entre sus brazos en aquel recuerdo de infancia.

Pero no tenía nombre. Ni historia. Solo una sombra. Una verdad escondida tras los años.

Y ahora, al cerrar los ojos, podía oírla susurrar:

—Pedro… Pedro…

El eco se rompió. El cuerpo entero de Marco temblaba.

Se levantó con esfuerzo, recogió los vidrios rotos y fue hasta su habitación. Tomó una libreta y escribió, con manos torpes:

"Una mujer me llamaba Pedro.

Había fuego. Había gritos.

Yo era un niño.

Y tenía miedo.




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