Sueños Blancos.

XXXIV. NUEVOS SUEÑOS

Ese día en Sueños Blancos no había espacio para las sombras. Se respiraba entusiasmo. Algo en el ambiente, ligero como un eco de esperanza, hacía más fácil respirar. Por fin, después de semanas marcadas por sobresaltos, Ximena, Julio, Jackie, Marco, David y Mónica volvían a coincidir. Esta vez sin urgencias, sin malas noticias, sin silencios incómodos. Solo ellos. Solo presente.

Jackie irrumpió con dos capuchinos en mano, aún con la espuma a medio decorar. Marco le seguía de cerca, trayendo una bandeja repleta de churros recién hechos.

—Si hoy no terminamos con empacho, no somos nosotros —bromeó, golpeando suavemente el hombro de Julio.

—De acuerdo con eso —añadió Mónica, sentándose junto a David, quien colocó su guitarra al lado como si fuera un viejo amigo invitado a la mesa.

Entre bromas, café y risas que crecían sin prisa, el ambiente se volvió familiar, cálido. Como si la vida les concediera, al fin, un respiro.

Hablaron primero de lo inevitable: la boda inminente de Gustavo y Malvina. Luego, todas las miradas se posaron en David. Mónica le dio un apretón en la mano, alentándolo.

—Compuse un par de cosas nuevas desde que regresé… —murmuró él, con modestia—. Pero no sé si gustarían. Ni siquiera sé si servirían para algo.

—¿Para algo? —replicó Jackie, alzando una ceja—. Servirían para llenar de alma este lugar. ¿Recuerdan cómo se llena en diciembre con los villancicos? Ahora imaginen eso con canciones tuyas.

Ximena se incorporó un poco, como si la idea le activara algo por dentro.

—¡Exacto! —exclamó—. Le propondré a Raúl que te programe algunas noches. Podrías tocar viernes y sábado, justo cuando llegan los turistas. Sueños Blancos necesita una identidad viva… y tu música sería perfecta para eso.

—Y yo me encargo de las redes. Videos, historias, clips. Después de todo lo que hemos pasado, merecemos un poco de alegría —dijo Mónica.

David los recorrió con la mirada, uno por uno. Y en sus ojos asomó esa sensación de empezar otra vez.

—No sé si llenaríamos siquiera media mesa —murmuró al fin.

—Eso déjalo por nuestra cuenta —replicó Julio con media sonrisa—. Tú preocúpate por que el Poeta no desafine.

Jackie se rió.

—¡No le digan así delante de los clientes o nadie lo va a tomar en serio!

—Muy tarde —dijo Marco—. En mi celular ya está guardado como David, el Poeta. Y no pienso cambiarlo.

Las risas volvieron a estallar. Sin pretensiones, sin ruido. Solo esa complicidad que había tardado tanto en volver.

Y aunque parecía apenas una charla entre amigos, todos lo sintieron: algo nuevo acababa de empezar a tomar forma.

Ximena se levantó con una sonrisa que ya decía demasiado. Alzó apenas la voz, lo justo para que Raúl, que revisaba unas cuentas tras la barra, levantara la vista.

—¡Raúl! —le hizo un gesto con la mano—. Ven un momento, necesito tu oído.

Raúl se acercó con paso ágil, camisa remangada, libreta en mano. Sonreía como quien ya sospecha que algo se trama.

—A ver… ¿qué estás planeando esta vez?

—Que Sueños Blancos vuelva a tener música en vivo —respondió Ximena sin rodeos—. Y no hay que buscar más: ya tenemos al músico ideal. David.

Las miradas giraron hacia él. David, entre sorprendido y divertido, se incorporó un poco.

—Toca sus propias canciones —añadió ella—. Íntimas, sinceras. De esas que hacen que la gente quiera quedarse un rato más. Viernes y sábado serían perfectos.

Raúl no lo pensó mucho. La idea tenía sentido. El restaurante necesitaba algo así.

—¿Te animas, David? —preguntó, tendiéndole la mano.

David tragó saliva, luego miró a sus amigos. Todos lo observaban con esa mezcla de fe y cariño que a veces asusta más que un público lleno.

—Acepto —dijo, con media sonrisa—. Pero solo si reservo esta mesa para estos… incorregibles.

Jackie soltó una carcajada.

—Eso ya está negociado: risas incluidas y críticas constructivas gratis.

—Y churros —agregó Marco—. Nada de contratos sin churros.

Raúl asintió divertido mientras anotaba algo en su libreta.

—Ensayo el jueves. El viernes, escenario. Está hecho.

David se frotó las manos, como quien no sabe si calentarlas o calmarse.

—¿Ya ven en lo que me metieron?

—En algo bueno, por fin —dijo Mónica, cruzando una mirada cómplice con Ximena.

Julio apoyó el codo en la mesa y, sin perder el tono seco que lo caracterizaba cuando se relajaba, comentó:

—Con tal de que no cantes reguetón, aquí estamos todos.

Las risas se repitieron con esa naturalidad que solo se da entre amigos.

Desde el rincón más discreto del restaurante, Verónica los observaba. Apoyada junto a una columna, perfectamente arreglada, fingía concentrarse en su celular. Pero su mirada no mentía: iba directo a Ximena. A sus gestos. A su risa. Al modo en que Julio la miraba sin notarlo. Al modo en que los demás la seguían sin pensarlo.

Como si ese círculo ya no tuviera espacio para nadie más.

Raúl apareció junto a ella. No la había buscado, pero la había notado desde que entró.

—¿Mucho espectáculo para tu gusto? —preguntó con tono sereno, con doble intención.

Verónica no apartó la vista de la mesa donde reía el grupo.

— Suficiente para los ingenuos. Es curioso ver cómo algunos creen que lo seguro dura para siempre.

Raúl ladeó apenas la cabeza. No coincidía con esa mirada, pero tampoco era el momento de discutirla.

—¿Viniste sola?

—No hace falta compañía para ver claro —dijo ella, y añadió con suavidad fingida—. A veces, desde la sombra se perciben mejor los pequeños desequilibrios. ¿No crees?

—Tal vez. Aunque prefiero los que se enfrentan con honestidad. No con atajos.

—¿Y quién mencionó atajos? —respondió ella, esbozando una sonrisa ligera que no le tocó los ojos.

Raúl guardó silencio. Sabía que no había ingenuidad en sus palabras. Pero tampoco había dicho nada abiertamente hostil. Por eso se quedó. Porque algo en ella, incluso en su manera de hablar, funcionaba como un espejo invertido.




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