Sueños Blancos.

XXXV. CAMPANADAS CON VERDAD

El sol de media mañana se filtraba sobre los vitrales de la Iglesia de San Francisco, pintando destellos color ámbar sobre las bancas lustradas Era el mismo templo que había sido testigo de bautizos, despedidas y silencios acumulados; hoy abría sus puertas para la boda de Gustavo y Malvina.

Berta llegó primero, en su silla de ruedas y envuelta en un chal cielo pálido. Blanca la empujaba con paciencia, controlando la emoción que le temblaba en las manos. A un costado de la nave, Dulcina y Verónica conversaban en susurros: la madre frotaba distraídamente el borde de un misal, mientras la hija barría el recinto con ojos calculadores, midiendo cada gesto de Julio y Ximena al otro lado del pasillo.

Julio, de traje gris claro, mantenía la espalda recta, pero sus ojos buscaban a Raúl con cierta cautela que conversaba con un par de floristas, ajeno —al menos en apariencia— a la tensión. Ximena le rozó la mano a su esposo; él sonrió, disipando en un segundo cualquier sentimiento de celos. No había espacio para dudas en un día que, hace unos meses, habría parecido imposible.

Entre los invitados apareció David, todavía con la emoción fresca de su contrato en Estudios Paz. Llevaba a Mónica del brazo; ella, radiante, le susurró que imaginara la acústica del templo cuando el órgano entonara la marcha nupcial. Él le sonrió apenas: en el bolsillo interior llevaba la letra de su primer sencillo, la misma que había nacido de sus noches en Sueños Blancos.

La puerta lateral se abrió y Raúl se acercó a Verónica para preguntarle, con voz casi amable, si se encontraba cómoda. A Verónica le bastó una mirada para adivinar que el interés de él seguía apuntando a Ximena. Fingió un leve tropiezo y Raúl, caballeroso, la sostuvo; la muchacha sonrió con todo el encanto que había perfeccionado delante de los espejos de su habitación. Fue apenas un momento, pero suficiente para sellar su apuesta silenciosa: él la necesitaba para aproximarse a Ximena, y ella lo usaría para juntar piezas útiles en su juego contra Julio.

En la sacristía, Malvina respiró hondo. El velo marfil caía sobre sus hombros y la seda recogida en la cintura parecía más ligera de lo que era. Gustavo le ofreció el brazo; sus ojos brillaban ahora con una paz que no necesitaba palabras.

—Nunca imaginé volver a sentirme así —murmuró Malvina.

—Yo tampoco —respondió él—. Y sin embargo, aquí estamos.

Las campanas comenzaron a repicar. Marco acomodó la corbata de su padre y le susurró algo al oído; Sabrina, sentada en uno de los últimos bancos, observó la escena con el corazón entre las manos. Nadie se percató de su presencia. No interrumpió: todavía no era el momento, pero su presencia, como la nota grave de un cello, prometía verdades.

Cuando el órgano estalló en acordes, la procesión avanzó. Jackie, con un ramo de peonías, guiñó a Ximena; la novia asintió con gratitud —habían recorrido un camino largo desde aquellas tardes de hielo y refrescos en el restaurante—.

El sacerdote habló de segundas oportunidades y de la paciencia que a veces requiere el amor. Junto a las columnas, Alfonso Paz cruzó los brazos, midiendo el eco de esas palabras: él también apostaba por renacer, por darle a la música de David un lugar en el mundo. Pero sobre todo pensaba también en Dulcina.

La música había cesado por un momento, y el sacerdote, con voz solemne, tomó aire antes de pronunciar las palabras que sellarían una unión largamente esperada. Sostuvo por un momento la mirada de Malvina. Luego, con voz firme, pausada, cargada del peso que tienen las promesas, pronunció:

—Malvina Rojas, ¿aceptas a Gustavo Santos como tu esposo? ¿Prometes caminar a su lado en la verdad, el respeto y el amor, todos los días de tu vida, hasta que la muerte los separe?

Ella respiró hondo. Su rostro no titubeó. Miró a Gustavo, mirando en él al futuro, y honrando su historia. Una historia de segundas oportunidades, de cicatrices que ya no duelen. Y con voz serena, sin artificios, respondió:

—Sí. Acepto.

En la iglesia, el aire pareció recogerse con respeto. Ximena deslizó una mano sobre la rodilla de Julio. Jackie miró de reojo a Marco, que respiraba más hondo de lo normal. En la penumbra, Berta entrecerró los ojos con emoción contenida.

El sacerdote asintió con un gesto leve. Volvió entonces su atención hacia el hombre que tenía enfrente.

—Gustavo Santos, ¿aceptas a Malvina Rojas como tu esposa? ¿Prometes cuidar lo que han construido, honrar su confianza, y amarla con integridad hasta el último día de tu vida?

Gustavo sostuvo la mirada del sacerdote… y luego la de Malvina. Estaba por responder, cuando una voz cortó la solemnidad como un cuchillo al aire:

—¡Alto!

Desde el fondo, caminando con paso decidido, surgió una mujer a la que pocos reconocieron de inmediato. Pero había algo en sus ojos que no dejaba lugar a dudas: había venido a hablar. Y no a pedir permiso.

—Esta ceremonia no puede continuar —dijo con la voz apenas quebrada—. Ese hombre no ha sido sincero. Y hay una hechos que deben saberse… hoy. Aquí. Frente a todos.

Era Sabrina. Y con su aparición, el altar dejó de ser escenario de una boda para convertirse en el lugar donde, al fin, el pasado vendría a reclamar lo suyo.

Gustavo palideció. Malvina bajó la mano lentamente, sin entender aún lo que ocurría. El sacerdote dio un paso atrás. La música ya no volvería a sonar.

—No vengo a arruinar una fiesta —continuó Sabrina, con la voz quebrándose —. Pero no puedo permitir que alguien que ha construido su felicidad sobre una mentira siga caminando al altar como si nada. Yo también merezco la recuperar mi vida. Y mi hijo también.

Ximena llevó la mano al pecho. Julio murmuró “¿quién es ella?” sin recibir respuesta. Verónica, en uno de los costados, entrecerró los ojos presintiendo que algo —por fin— va a explotar.

Gustavo dio un paso adelante. Pero ya era tarde.

La iglesia quedó en un estado de quietud sobrecogedora cuando la figura de Sabrina avanzó por el pasillo central. A dos pasos detrás de ella caminaba Renato con los hombros rígidos y el nerviosismo marcado en el rostro.




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