Sueños Blancos.

XXXVI. EL ECO DE LOS VOTOS NO PRONUNCIADOS

En la casa de Malvina, el silencio no era descanso: pesaba como esos días en que no hay palabras que valgan. No era olvido. Era dignidad herida. La tarde avanzaba sin prisa, y la luz que se filtraba por las cortinas parecía querer evitar los rostros que no sabían cómo mirarse.

Malvina, aún con el vestido de novia inconclusa, estaba sentada en el borde del sofá.

Gustavo, de pie a unos pasos, no se atrevía a romper primero el silencio.

—No debimos hacerlo —dijo Malvina al fin, sin lágrimas, con la voz firme que sólo da la experiencia—. No debimos casarnos con tantas verdades en sombra. Lo sabíamos, Gustavo. Pero nos mentimos con la esperanza de que lo que venía no nos arrasaría.

—Yo… lo hice porque te amo —respondió él, con la voz grave, serena, sin buscar justificar lo injustificable—. Pero entiendo. No puedo decir que no tengas razón. Tal vez, en lugar de avanzar, debimos detenernos.

Malvina no mostraba rabia, sino una profunda tristeza mezclada con pudor. La humillación de haber quedado a mitad de camino, frente a todos, era más dura que cualquier discusión. No culpaba a Gustavo, pero tampoco le aliviaba el corazón.

—No fue tu culpa, Gustavo —añadió ella, bajando la vista—. O tal vez los dos la tuvimos por intentar empezar algo sobre un pasado que no dejaba de sangrar.

En ese momento se oyó el sonido de pasos firmes. Era Berta. Entró, empujada en su silla de ruedas por Dulcina sin pedir permiso, como sólo lo hacen las personas que realmente están del lado de uno.

—Vi todo desde la iglesia… —dijo, sin saludar siquiera—. Malvina, no sabes cómo lo lamento. Pensé que esta vez podrías abrazar la felicidad sin la sombra de lo vivido. Me equivoqué, y lo siento.

Malvina apenas asintió, sin decir palabra.

—Lo que pasó ahí no fue culpa de ustedes —continuó Berta—. Fue la consecuencia de todo lo que se ha callado por años. A veces, el amor no basta para cerrar heridas antiguas. Y si me permiten, creo que hoy… fue un día de revelaciones. Nada será igual después de esto.

Gustavo respiró hondo. Berta había dicho lo que él no se atrevía a decir en voz alta.

Fue entonces cuando Dulcina hizo un gesto breve y añadió:

—Sólo venía a decirles que saldré un momento. Voy a ver a Alfonso… sólo para saber cómo está. Después de todo, en días como estos, un poco de compañía viene bien, ¿no?

El silencio fue inmediato.

Gustavo y Berta intercambiaron miradas discretas. Malvina alzó apenas una ceja.

—¿Alfonso? —repitió Malvina—. No sabía que eran tan cercanos.

—Ay, por favor —respondió Dulcina con una sonrisa ladeada—. ¿Qué quieren que les diga? Después de tanto drama, hablar con alguien sin tragedias en el equipaje… es un alivio. Y, bueno… no está nada mal.

Malvina soltó una risa inesperada, seca, pero auténtica.

—Ve con cuidado, hermana —dijo—. Con tu historial, no hay corazón que no termine en ruinas.

—Tranquila —respondió Dulcina mientras se acercaba a la puerta—. Esta vez solo quiero un café. Lo demás… que lo decidan los sueños blancos.

Y salió, dejando tras de sí el eco de su perfume… y más de una sospecha en el aire.

Malvina volvió a mirar a Gustavo. Había dolor, sí, pero también una sensación extraña: que el amor, cuando es real, sabe resistir incluso al fracaso.

—No sé si podremos volver a intentarlo —murmuró ella—. Pero sí sé que hoy no quiero perderte.

Él se acercó despacio, se sentó junto a ella y le tomó la mano.

—No te perderás de mí —dijo—. No mientras aún tengamos esperanza.

Y entonces, el silencio dejó de doler. Por fin, volvía a ser descanso.

El silencio en el departamento de Jackie no era nuevo, pero esa noche tenía una textura distinta. No era el que acompaña la soledad por elección, ni el de la rutina. Era ese que queda cuando una tormenta se retira… y lo que persiste no es la calma, sino la duda de si algo sigue en pie.

Jackie se sentó en el borde del sofá, con el cabello aún húmedo por una ducha que no logró aliviarle el pecho. Miraba el suelo, pero su mente seguía atrapada en la iglesia. En ese instante en que Marco —Pedro— la miró como a una extraña. En el temblor de su voz al acusarla. En su reproche: que quizá por eso ella nunca quiso casarse con él.

Lo amaba. Siempre lo había amado. Desde aquel primer invierno en que él, torpe y dulce, la miró como si descubriera algo sagrado. Pero ahora… ya no sabía si ese hombre seguía ahí. O si el nombre de Pedro había borrado todo lo que fueron.

Apretó entre los dedos una manta del sofá, como buscando en su textura una respuesta.

—¿Y si ya no puede verme igual? —murmuró para sí—. ¿Y si no logra perdonarme por callar?

Recordó su última mirada. Ese rostro tantas veces besado, ahora endurecido por preguntas sin respuesta. No lo culpaba. No podía. Pero el dolor no por eso cortaba menos.

Se levantó. Caminó hacia el ventanal. Quito dormía lentamente bajo un cielo nublado. Una ciudad que lo había visto todo: nacimientos, rupturas, verdades reveladas.

—¿Será este… el final? —susurró.

Entonces, un golpe seco en la puerta. No fuerte. No urgente. El tipo de toque que da alguien que ya no espera ser bienvenido, pero no puede seguir alejándose.

El corazón le dio un vuelco. Dudó.

Abrió.

Y ahí estaba él.

No Pedro. No un extraño. Marco. Cansado. Con los labios tensos. Sin escudos. Solo él.

—¿Puedo pasar? —preguntó con voz ronca.

Ella no respondió. Retrocedió un paso y dejó el espacio libre.

Él entró. Entre ambos, nada más que lo esencial: dos personas que no sabían cómo empezar… pero sabían que no podían fingir que no existían.

La puerta se cerró tras él. Y con ese gesto, se abrió la posibilidad de una conversación que podía cambiarlo todo.

—Gracias —murmuró.

Se sentaron en el sofá. El mismo donde alguna vez hablaron de viajes, de hijos, de sueños blancos. Ahora, entre ellos, solo silencio. Pero no hostil. Silencio de espera.




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