Sueños Blancos.

XXXVII. SUEÑOS QUE AÚN RESISTEN

El restaurante Sueños Blancos estaba casi vacío a esa hora. Solo algunas mesas dispersas conservaban el murmullo de las últimas conversaciones, risas suaves y el sonido tenue de la vajilla recogida. Las luces, cálidas y bajas, creaban un ambiente íntimo, como si el lugar supiera guardar los secretos más profundos de quienes se sentaban allí.

Mónica y David se sentaron junto a la ventana. Afuera, la ciudad de Quito se apagaba poco a poco. Dentro, entre tazas de café tibio y los restos de una cena sencilla, las palabras empezaban a encontrar su forma.

Mónica lo observó en silencio. Sabía que David cargaba algo más que cansancio. Desde la sentencia, desde la revelación… desde que Marco ya no era solamente Marco, algo en él había cambiado.

—¿Estás bien? —preguntó, con esa dulzura firme que solo ella sabía usar.

David tardó en responder. Movía la cucharilla sin mirar el líquido.

—Sí. O todo lo bien que se puede estar cuando se enfrenta una verdad así.

Mónica asintió. Entendía a qué se refería.

—Nunca fue Marco, ¿verdad? Siempre fue Pedro Gómez. Pero igual…

—Sigue siendo él —interrumpió David, sereno pero firme—. El mismo que compartía mis días aquí, el que se quedaba conmigo cuando ninguno podía más. ¿Qué importa el nombre si el alma no cambió?

Ella lo miró, conmovida.

—Lo salvaste. Y no solo una vez.

David sonrió con melancolía, y sus ojos se velaron de emoción.

—Regresé de Nueva York porque sentí que debía hacerlo. Podía seguir allá, claro… pero algo me empujó a volver. Sentí que Dios tenía un propósito. No lo entendía entonces, pero no podía ignorarlo.

—¿Y lo entendiste ahora?

—Sí. Lo encontré en esa cama de hospital, cuando vi que lo perdíamos. Y sin pensarlo, ofrecí lo que tenía. Sin importar cómo se llamara. Porque él es mi amigo. Mi hermano. Mi lealtad está en lo que vivimos… no en su historia.

Mónica le tomó la mano con suavidad.

—Tuviste el valor que muchos no tienen ni con su propia sangre. Diste vida, literalmente. Volviste desde el otro lado del mundo solo para eso. Porque algo dentro de ti sabía que era lo correcto.

David bajó la mirada. El silencio se volvió abrigo por un instante.

—Gracias a que vivió, pudo reencontrarse con su madre. Saber quién era. Si yo no hubiese estado… tal vez seguiría perdido entre recuerdos rotos.

Alzó la vista.

—No me arrepiento. Lo haría otra vez. Porque hay vínculos que no necesitan apellidos ni pasado. Solo presencia.

Mónica lo miró con orgullo. Se inclinó hacia él, sincera:

—Tuve miedo, David. No te lo dije antes… pero lo tuve. Pensé en ti, en nosotros, en lo que apenas empezábamos a construir. Pero nunca dudé. Porque entendí que ese gesto nacía de tu corazón. Y yo te amo. ¿Cómo no iba a estar a tu lado?

David apretó su mano, profundamente conmovido. Su voz bajó, pero no perdió firmeza:

—No quiero que me lo agradezcan más. Ni que me miren como si fuera un héroe. Lo hice porque mi alma me lo pidió. Y porque tú, sin imponer nada, caminaste conmigo. No vine a salvar a nadie. Solo respondí a lo que creí correcto. Y eso fue suficiente.

Hizo una pausa.

—Ahora solo quiero que vivamos. Con nuestras historias, con nuestras heridas… pero juntos. Sin mártires ni salvadores. Solo amigos. Si eso se mantiene, todo lo demás valió la pena.

Mónica lo abrazó en silencio.

Afuera, la neblina comenzaba a dibujar figuras suaves sobre los ventanales. Dentro, en ese rincón del mundo que tantas historias había visto nacer, una lealtad seguía intacta.

En los sueños blancos… los verdaderos lazos no se rompen. Se reafirman. A pesar de todo. Gracias a todo.

Mónica iba a decir algo más, pero el leve sonido de la puerta al abrirse la interrumpió. David giró la cabeza. Lo vio enseguida: era Marco. Entró con ese andar contenido que solo alguien con muchas emociones encima sabe sostener.

Se acercó con una sonrisa tímida que apenas disimulaba su inquietud.

—¿Interrumpo?

David se puso de pie de inmediato.

—Sí, pero te lo perdono si pagas el café —respondió, alzando las cejas.

Mónica soltó una risa suave. Marco también sonrió.

—¿Sigo teniendo derecho a entrar sin pedir permiso? —preguntó, medio en broma, medio en serio.

—Siempre —dijo David, dándole una palmada en el hombro—. Aunque ahora que lo pienso… ¿cómo te llamas hoy? ¿Marco? ¿Pedro? ¿Clark Kent?

Marco rodó los ojos, divertido, y se dejó caer en la silla frente a ellos.

—Marco. Marco Santos. El Pedro se quedó en el pasado… con la amnesia, los fantasmas y los nombres prestados. Así que si alguien me llama Pedro otra vez, juro que me voy y no pago el café.

David levantó las manos en señal de inocencia.

—Hecho. Marco, entonces. El mismo que no sabe preparar ni un sánduche decente pero se las da de experto en vinos.

—¡Oye! —protestó Marco, mientras Mónica reía—. Ese vino era bueno… el problema fue la pizza congelada.

—Y la música. ¡¿Quién pone boleros tristes para ver un partido de fútbol?! —añadió David.

—¡Una sola vez! ¡Una! Y ya me condenan de por vida —dijo Marco alzando los brazos como si suplicara clemencia—. Qué injusticia.

Mónica los observaba con una sonrisa leve. Había algo entrañable en esa naturalidad. En la forma en que volvían a hablarse, como si el dolor reciente no los hubiera tocado del todo. Como si su amistad tuviera su propia armadura.

Entonces Marco miró a David. El tono seguía ligero, pero los ojos venían desde otro lugar.

—Oye, en serio… gracias.

David frunció el ceño.

—¿Por el café?

—Por todo —dijo Marco, con voz baja pero firme—. Por estar. Por volver. Por donar tu riñón sin hacer preguntas. Por no cambiar tu mirada, aunque ahora todos me vean distinto.

David guardó silencio. Bajó la mirada, procesando cada palabra.

—No me lo agradezcas más, Marco —respondió finalmente—. No lo hice para que me debas nada. Lo hice porque eso hacen los verdaderos amigos. Están. Sin condiciones, sin títulos. Solo están. Así que, por favor, vive. Y deja de agradecerme. El que debería dar gracias soy yo… porque gracias a ti, también estoy aquí. Porque te vi luchar. Porque regresaste. Y eso basta.




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