Sueños Blancos.

XXXVIII. PACTOS SIN RETORNO

El reloj marcaba las últimas horas de la tarde cuando Verónica apareció por la entrada lateral del restaurante Sueños Blancos. Caminaba con una mezcla de calma calculada y estrategia interior. Observó el salón casi vacío, el murmullo del personal recogiendo lo último del día, y encontró a Raúl en su sitio habitual, revisando unos papeles al fondo.

Se acercó con paso firme y una sonrisa medida.

—¿Interrumpo? —preguntó, con un tono más cercano que de costumbre.

Raúl levantó la vista, sin sorpresa. Su gesto fue cortés, pero distante.

—Nunca interrumpes. Aunque rara vez sé por qué vienes.

Verónica sonrió con un destello que no llegaba a ser ternura, pero dejaba ver cierta humanidad.

—¿Y si te dijera que esta vez no vengo por trabajo, ni por asuntos pendientes?

Raúl ladeó la cabeza, curioso. Cerró la carpeta con parsimonia y le indicó la silla frente a él.

—Te escucho.

Se sentó con elegancia, y mientras jugaba con una cucharilla olvidada sobre la mesa, dijo:

—He notado algo curioso... Mi madre y tu padre.

Raúl arqueó una ceja, pero guardó silencio. Verónica continuó:

—No lo dicen, pero se percibe. Hay algo entre ellos que va más allá de la cordialidad. ¿Tú lo sabías?

—Sí —respondió Raúl con serenidad—. Lo noté hace tiempo. Y me alegra. Mi padre ha estado solo muchos años. Si Dulcina forma parte de su alegría, mejor aún.

—A mí también me alegra —admitió ella con una sonrisa más sincera que de costumbre—. Mamá ha vivido en su propio silencio demasiado tiempo. Verla sonreír, aunque sea con recato, ya es un milagro.

Raúl asintió levemente. Verónica, sin embargo, no se detuvo ahí. En su voz ya asomaba otra intención.

—Además... creo que sería sensato que tú y yo empecemos a hablar más, ¿no crees? Si nuestros padres están tan cercanos, es probable que compartamos más espacios. Sería útil entendernos mejor.

Raúl entrecerró los ojos, intentando descifrar si hablaba con sinceridad o tejía algún nuevo juego.

—¿Útil para quién, Verónica?

Ella sostuvo su mirada.

—Para ambos. Eres un hombre inteligente. Sabes leer entre líneas. Sabes cuándo un silencio no es casual.

Raúl no respondió de inmediato. Pero tampoco desvió la mirada. Lo único que hizo fue esbozar esa media sonrisa que usaba para mantener a raya lo incierto.

—Si vamos a hablar más —dijo por fin—, que sea sin máscaras. Sin ambigüedades. Aprendí de mi padre que el tiempo no se desperdicia en rodeos.

Verónica lo observó con calma. Tal vez no esperaba tanta claridad. Pero tampoco se incomodó. Raúl sostuvo la mirada un momento más. Luego se incorporó, recogiendo sus papeles.

—Entonces, Verónica... empecemos de nuevo. Pero con cautela.

Ella asintió sin decir palabra.

El aire parecía haberse vuelto más denso. Verónica, aún sentada frente a él, mantenía la espalda recta y los gestos contenidos. Seguía jugando con la cucharilla, como si el movimiento la ayudara a disimular sus verdaderas intenciones.

—Dices que te alegra lo de nuestros padres —comentó con voz neutra—. Eso habla bien de ti. No todos los hijos aceptan con naturalidad que sus padres rehagan su vida.

Raúl cruzó los brazos. Solo hizo un gesto afirmativo, aunque sus ojos no se apartaban de los de ella.

Verónica lo notó. Y avanzó un paso más.

—¿Y tú? ¿Te das permiso para rehacer algo?

—No entiendo a qué te refieres.

—Claro que entiendes —replicó ella, con una media sonrisa—. Hay algo en ti. Algo que se reprime, pero no desaparece. Un sentimiento que late... y que no terminas de aceptar.

Raúl frunció el ceño.

—Estás especulando.

—Estoy observando —lo corrigió—. Tu expresión cambia cuando Ximena está cerca. Se nota en tu mirada, en los silencios que haces, en cómo te incorporas inconscientemente, en esa media sonrisa que intenta contener lo que se te escapa por dentro.

Raúl desvió la conversación con un intento de neutralidad.

—Ximena es admirable. Te lo he dicho antes. Pero está casada.

—¿Admiración? —Verónica se inclinó ligeramente—. ¿Eso es lo que sientes?

Raúl guardó silencio. Apretó los labios. Sabía que ella no se detendría.

—¿Y si te dijera que lo que se te nota... no es admiración? Es tensión cuando ella está con Julio. Es una sombra que cruza tu rostro cuando la ves sonreírle. Es ese rastro de rabia que no pronuncias, pero que vibra en el aire cuando escuchas que alguien la llama "amor".

Raúl bajó la mirada. Y entonces, sin dureza, apenas con un hilo de voz, lo dijo:

—No lo busqué. Solo ocurrió. Y sí. Estoy enamorado de Ximena.

El silencio se instaló como un telón. Verónica no se sorprendió. Solo sonrió. Lenta y profundamente.

—Al fin lo dijiste —murmuró—. Solo hacía falta que alguien te mirara bien. Tú puedes mentir con palabras, pero no con la forma en que respiras cuando ella entra en una habitación.

Raúl se frotó la nuca. Se sentía expuesto, vencido por su propia verdad.

—Y antes de que digas algo más... lo sé. No está bien. Está casada. Y yo no debería sentir esto.

—Pero lo sientes —susurró Verónica—. Y ahí está tu fragilidad.

Se levantó con elegancia, dejó la cucharilla sobre la mesa y bajó el tono aún más:

—Por eso, Raúl... tarde o temprano, me vas a deber algo más que una conversación. Recuerda nuestra apuesta. Lo que te pedí aún no ha sido cobrado.

Raúl tensó la mandíbula.

—¿Qué es exactamente lo que quieres?

Verónica no respondió. Caminó hacia la salida. Antes de cruzar la puerta, dijo sin volver el rostro:

—Cuando llegue el momento, lo sabrás. Por ahora sigue amándola en silencio.

Y se fue. Como si nada. Como si no acabara de desmantelar a uno de los hombres más controlados que había conocido. Porque Verónica no necesitaba armas. Le bastaban las palabras.

Desde una de las esquinas más sombrías del restaurante, Natalia observaba con atención cada gesto de Verónica. A su lado, Renato —cubierto con una gorra, gafas y un abrigo oscuro— mantenía la mirada fija en Raúl, que escuchaba con una mezcla de desconcierto y resignación.




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