Durante unos días, la rutina recuperó su ritmo.
Las clases en la pista se desarrollaron sin contratiempos. Los niños reían con libertad, los padres seguían sus movimientos desde la grada con cafés humeantes en las manos, y Ximena deslizaba sus pasos sobre el hielo con una gracia serena, forjada entre constancia, ternura y el agotamiento que se aprende a disimular.
Julio la acompañaba algunas tardes. A menudo sostenía a Daniel mientras ella entrenaba, atentos los dos desde un rincón discreto.
Todo parecía en orden. Nada indicaba que algo estuviera a punto de resquebrajarse.
Nada, excepto un visitante inesperado.
Raúl apareció una tarde cualquiera, sin anuncio previo. En sus manos llevaba una caja con pastelillos de mora, y en el rostro, una sonrisa cuidadosamente dosificada: ni exagerada ni ausente, lo justo para parecer cordial sin despertar sospechas.
—¿Puedo pasar? —preguntó desde la entrada, con voz amable.
Ximena alzó la vista, sorprendida.
—Claro, Raúl. Qué gusto verte. ¿Pasa algo?
Él negó con un gesto sereno.
—Nada importante. Estaba cerca… y pensé que algo dulce podría aliviarte después de una jornada larga —dijo, levantando la caja—. Son de mora, como te gustan.
Ximena sonrió. Aceptó el gesto y lo invitó a entrar. Se dirigieron a una de las salas de descanso, mientras otro instructor quedaba a cargo de los alumnos.
—Gracias, Raúl. No era necesario —dijo ella mientras abría la caja.
—Lo sé —respondió él—. Pero a veces uno solo quiere tener un detalle. Nada más.
Sin embargo, sí había algo más. Una intención precisa. Disfrazada de cortesía. Y dispuesta a sembrar su primer efecto.
Se sentaron uno frente al otro. Raúl tardó unos segundos antes de hablar.
—He pensado mucho en ti, Ximena. En todo lo que has atravesado. En la entereza con la que te sostienes.
Ella bajó la mirada con discreción.
—No sé si es entereza... A veces, simplemente, no hay más opción.
—Créeme, lo es —insistió—. Se nota en tu forma de enseñar, en cómo cuidas de Daniel... en la manera en que miras a Julio.
Ximena lo miró, sin saber del todo cómo interpretar ese comentario.
Raúl lo notó, pero no se detuvo. Su voz bajó un tono, volviéndose más íntima.
—No quiero incomodarte. Ni traspasar límites. Solo necesito decir algo que quizás nadie ha dicho antes.
Ella guardó silencio.
—Tú no eres solo madre. Ni solo esposa. Eres una mujer con deseos propios, con anhelos que tal vez has dejado en pausa. A veces, el amor nos disuelve en la vida del otro. Y olvidamos lo que fuimos antes de amar.
Ximena sintió una punzada difícil de nombrar. No creía en todo lo que escuchaba, pero las palabras rozaban zonas sensibles que aún no se sanaban aún del todo.
Raúl continuó, sin presión:
—Si algún día quieres hablar con alguien que no forme parte de ese mundo que te envuelve... aquí estoy. No soy alguien que pretenda salvarte. Solo soy un amigo que te reconoce. Te estima. Y te respeta profundamente.
Ximena asintió. Fue un gesto sereno, sin promesas.
—Gracias —susurró—. Lo tendré presente.
Raúl se levantó sin prisa. No insistió. No cruzó el límite. Solo apoyó una mano leve sobre su hombro al despedirse, y salió sin ruido, dejando apenas una marca imperceptible.
Pero esa huella… ya había empezado a abrir una fisura que, con paciencia, alguien empezaría a convertir en grieta.
Y mientras el sol comenzaba a esconderse tras los edificios, Raúl miró una vez más hacia la pista. Supo que ya no había marcha atrás.
La jornada en la oficina de los Santos se deshacía lentamente entre papeles firmados, luces apagadas y llamadas que no llegaron a concretarse. Era esa hora en que el edificio comenzaba a desvestirse de su ritmo frenético, y todo parecía perder su urgencia.
Julio permanecía de pie junto a la ventana. Tenía la chaqueta colgada del brazo y la mirada clavada en un punto indefinido del horizonte. El peso del día no estaba en su espalda, sino en su pecho.
—¿Ya te vas? —La voz de Verónica lo sorprendió por la espalda. Sonó suave, casi insinuada. No había estridencia, pero sí intención.
Él se giró despacio. La reconoció y apenas esbozó una sonrisa.
—Estaba por hacerlo. Solo necesitaba unos minutos para ordenar la cabeza.
Ella se acercó sin apuro, como si ese diálogo hubiese estado previsto desde la mañana.
—¿Fue un mal día?
—No exactamente. Es raro… como esa sensación de que algo se avecina. Un cambio. Una grieta que no termino de identificar.
Verónica lo escuchó con atención, pero sin interrumpir. Lo miró unos segundos antes de preguntar:
—¿Tiene que ver con Ximena?
Julio alzó las cejas, sorprendido.
—¿Por qué lo preguntas?
—Te he notado distinto. Más presente físicamente… pero menos conectado. Y no es un juicio, es solo una impresión.
Julio se apoyó en el marco de la ventana, exhalando con cierta resignación.
—No es ella. Es todo lo demás. Lo que pasó con Marco, las decisiones equivocadas, las cosas que seguimos escondiendo, incluso de nosotros mismos.
Verónica dio un paso más, acortando la distancia.
—Julio… entiendo que hayas querido proteger a todos. Pero guardar silencio también desgasta. Y vivir desde la culpa es una forma de encierro.
Él cerró los ojos un instante.
—¿Y tú crees que soltar todo lo arregla?
—No lo sé —respondió ella con calma—. Pero tal vez es hora de preguntarte si lo que vives lo haces por amor… o por costumbre.
La frase lo detuvo. No dudaba de Ximena, pero esas palabras abrían una brecha entre lo que sentía y lo que pensaba.
Verónica tomó una carpeta y la dejó sobre el escritorio, como si ese gesto pudiera aliviar la conversación.
—Perdona si fui muy directa —añadió—. Solo quiero que estés bien. A veces todos necesitan que alguien los mire sin pedirles que den algo a cambio. Y tú también mereces que te cuiden, Julio. Que te miren a ti. No solo a lo que das, también lo que necesitas.