Sueños Blancos.

XLII. CUANDO LOS SUEÑOS BLANCOS TIEMBLAN

La noche descendía con una parsimonia casi solemne sobre la casa de Gustavo y Malvina. Afuera, el viento removía las hojas secas con un murmullo irregular, como si quisiera arrastrar también la incertidumbre que desde hacía días se había instalado entre esas paredes. Adentro, la luz cálida del salón apenas lograba dibujar contornos entre las sombras, y en medio de ese claroscuro, la figura de Malvina permanecía sentada, las manos entrelazadas en su regazo, los ojos fijos en un punto que no existía.

Blanca empujó la silla de ruedas con suavidad, hasta dejarla junto al sofá. Berta, vestida con su chal de lana gris, observó a su hija con detenimiento. Su rostro mostraba el paso del tiempo con dignidad, pero esa noche sus ojos tenían una lucidez inquietante.

—Dulcina al menos avisó que estaba bien —dijo Berta, sin rodeos, mientras su mirada se perdía un instante en el vapor que aún salía de la tetera intacta sobre la mesita—. Su mensaje fue claro, aunque no nos gustara. Pero de Ximena… nada. Absolutamente nada.

Malvina suspiró. El peso de los días recientes parecía haberse anclado a sus hombros.

—Julio dice que fue una decisión suya. Que envió ese mensaje para despedirse y empezar de nuevo. No puedo creerlo, mamá. Algo dentro de mí lo niega.

Berta entrecerró los ojos, como si rebuscara en el pasado, en los gestos de una niña que ella había visto crecer.

—Esa muchacha será decidida, sí. Pero jamás se iría sin mirar atrás. Jamás dejaría a su hijo, a ti, sin siquiera una palabra. Así no es ella.

Blanca, que permanecía en silencio junto al marco de la puerta, intervino con voz baja.

—Señora Malvina… usted sabe que no me gusta hablar de lo que no me incumbe, pero la señorita Verónica…

Malvina giró lentamente la cabeza.

—¿Qué pasa con ella?

—Últimamente no duerme en casa. Sale sin decir a dónde. Vuelve sin aviso. Cuando le preguntamos, evade. No es como antes.

Berta frunció el ceño.

—Y no es solo su ausencia —añadió con firmeza—. Es su presencia cuando está. Fría. Lejana. Como si no quisiera que notemos en qué se ha convertido.

Gustavo, que hasta entonces había permanecido en silencio junto a la ventana, dio un paso al frente. Su voz fue seca.

—¿Quieren decir que creen que Verónica…?

Nadie respondió. No hizo falta.

— Aunque no tengamos la seguridad, ya no podemos seguir dudando en silencio, Gustavo —dijo Berta —. No cuando la vida de Ximena está envuelta en tantas sombras.

Malvina se puso de pie. El gesto era lento, casi tembloroso, pero sus palabras fueron nítidas.

—Si algo le ha pasado a mi hija no voy a quedarme sentada esperando que el silencio me la devuelva.

Berta asintió con gravedad.

—Entonces no lo hagamos. Porque si seguimos creyendo en versiones que no huelen a verdad algún día será demasiado tarde. Y no quiero ver desaparecer a otra mujer de esta familia sin que nadie mueva un dedo.

El timbre sonó. Blanca fue quien recibió a Jackie y Marco, que llegaron en ese momento con el rostro agitado. Malvina se incorporó al verlos, y Berta giró desde su silla con esa mirada que no necesitaba preguntas para intuir que algo importante estaba por revelarse.

—¿Y bien? —preguntó Gustavo, cruzando los brazos, mientras los observaba desde el umbral del comedor.

Jackie apenas saludó. Se sentó junto a Malvina, sin dejar de mirar al suelo unos segundos, hasta que su voz logró salir.

—Hablamos con Natalia —dijo al fin—. Y no somos los únicos preocupados. Algo raro está pasando.

—¿Con Ximena? —intervino Berta con el ceño fruncido.

—Con Ximena —confirmó Marco—. Y también con Raúl. Nadie lo ha visto desde hace días. No ha vuelto al restaurante, no responde el teléfono. Y lo más inquietante… Verónica. Nadie sabe de ella en días. Ni en la oficina ni en la casa.

Malvina apretó los labios. Gustavo intercambió una mirada rápida con Berta. Blanca se quedó paralizada al pie del sofá.

—¿Están diciendo que todos están desaparecidos? —preguntó Gustavo, con voz más grave.

—No sabemos si están desaparecidos —aclaró Marco, aunque su tono no lograba sonar convincente—. Pero están ausentes. De forma demasiado conveniente. Y justo después de que Ximena "se va" sin dejar más que un mensaje.

—Esto no puede seguir así —dijo Malvina—. Si Raúl y Verónica también están actuando extraño, entonces ya no es solo una sospecha. Es una señal.

Gustavo dio un paso al frente, decidido.

—Hay que poner la denuncia. Ya no podemos seguir esperando que aparezca. Si nadie la busca oficialmente, cada hora que pase puede ser peligrosa.

Pero Marco negó con la cabeza.

—No podemos.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Berta.

—Que Julio no aprueba esa idea. Cree que Ximena se fue por su cuenta. Que es una decisión personal. Y como esposo legalmente es él quien debería presentar la denuncia por desaparición voluntaria. Si nosotros lo hacemos… podrían ignorarla. O peor, él podría frenarla.

Malvina se dejó caer de nuevo en el sofá.

—¿Entonces qué hacemos? ¿Nos cruzamos de brazos?

Jackie negó, firme.

—No. Vamos a actuar. Con o sin Julio. Si no podemos hacerlo por vía legal… lo haremos por la verdad.

—¿Cómo? —preguntó Gustavo.

—Revisando todo. Hablando con quien haya estado cerca. Buscando testigos. Llamando a contactos. Recorriendo cada sitio donde pudo haber ido. Si Raúl y Verónica tienen algo que ver, algo se les escapará. Nadie puede ocultar una mentira por siempre.

Berta alzó la voz con una claridad desgarradora.

—Entonces hagan lo que tengan que hacer. Porque si algo le pasa a Ximena y nos quedamos esperando… no vamos a poder mirarnos a los ojos nunca más.

Silencio. Un silencio que esta vez no fue incertidumbre. Fue promesa. Fue decisión. Definitivamente ya no era una sospecha. Era una cadena de ausencias. Y el tiempo… empezaba a volverse su enemigo.

La noche cayó con tensión sobre la ciudad. En la casa de Julio, las luces permanecían bajas. El reloj marcaba una hora indefinida, y la soledad comenzaba a volverse parte del mobiliario.




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