Sueños Blancos.

XLIII. LA DERROTA DEL CÓMPLICE

La madrugada caía lenta, con un frío sordo que se filtraba incluso en el interior del estudio. David tenía la guitarra sobre las piernas, pero no tocaba. A su alrededor, papeles con letras a medio escribir, acordes sin resolver y versos tachados cubrían la mesa como hojas marchitas. Solo la luz amarilla del flexo mantenía viva la habitación dormida. Ni una nota, ni un murmullo. Nada más que ese silencio espeso que lo envolvía todo.

Había querido aislarse para terminar las maquetas del disco. Pero cada intento por hablar de amor, de ausencia o de esperanza lo arrastraba a una misma imagen: Ximena. No la de las fotos. La otra. La que la memoria dibujaba con dolor. Su risa interrumpida, su mirada antes de desaparecer, el eco de lo que dejó. Y lo que más le dolía no era la ausencia en sí... sino la forma en que todos parecían empezar a acostumbrarse a ella.

Fuera, la lluvia caía con desgano. El cielo, indeciso, no se decidía entre rendirse a la noche o invitar al amanecer.

David afinaba una cuerda por costumbre, sin propósito real, cuando el celular vibró sobre la mesa. Miró la pantalla. El nombre lo sacudió. Raúl.

Contestó al instante.

—¿Raúl?

La voz que respondió llegó entrecortada, tensa. Como si hablara desde un lugar donde el aire era escaso y el tiempo, un enemigo.

—David... perdona la hora. Pero no sé a quién más acudir. Tú puedes ayudarme.

—¿Dónde estás? ¿Por qué has desaparecido? Todos te buscan. ¿Y Ximena?

Hubo una pausa breve, cargada de urgencia.

—No hay tiempo para explicaciones. Necesito que contactes a Julio. Que hables con él. Y que le digas esto: Ximena está bien. Y necesita verlo.

David se enderezó de golpe. Su corazón acelerado ya no sabía si responder a la lógica o al instinto.

—¿Qué estás diciendo?

—Dile eso. Solo eso. Que venga. Solo. Que no lo sepa nadie. Ni su familia. Ni Verónica. Nadie, David. Si Verónica se entera, todo se pierde.

—¿Dónde está ella?

—Eso solo se lo diré a él. Pero te prometo algo: no hay peligro. Solo hay una oportunidad. Y si la dejamos pasar puede que la perdamos para siempre.

David se levantó de golpe, como si el cuerpo no pudiera seguir sentado después de eso.

—¿Y qué le digo? ¿Qué excusa le pongo para que salga a estas horas?

—Ninguna excusa. Dile la verdad. Pero susúrrasela. Que no lo escuche nadie. Júrame que vas a hacerlo, David. Que no vas a fallarme.

David apretó el teléfono contra la oreja. El corazón le golpeaba en el pecho como un tambor que marcaba el comienzo de algo inevitable.

—Te lo juro. Lo voy a hacer.

—Entonces, todo empieza a cambiar hoy.

David dejó el teléfono a un lado, tembloroso. Miró la mesa: papeles, silencios, canciones que nunca terminó. Guardó la guitarra, apagó el flexo y salió.

Sabía a dónde debía ir. Y también que no podía hacerlo ahora. Verónica seguía en casa de Julio. Si lo veía llegar a esa hora, con esa cara, lo notaría. Ella siempre notaba todo.

Debía esperar. Que amaneciera. Que Julio fuera a la oficina. Buscarlo a solas. Hablarle. Ser el puente.

Pero cada minuto que pasaba era una daga. Porque Ximena, viva, estaba en algún sitio. Esperando.

La puerta del estudio se abrió sin aviso. Era Mónica.

—¿David? —susurró al ver la luz encendida—. ¿No te has dormido?

Él no respondió enseguida. Se sentó de nuevo, la mirada fija en el suelo.

Mónica entró en silencio. Observó las partituras a medio terminar, el vaso de agua intacto, la guitarra quieta. Había algo suspendido en el aire: una verdad que pedía salir.

—Estás más que desvelado —dijo al fin—. Estás alterado. ¿Qué pasó?

David alzó la vista. Le temblaban los labios.

—No puedo ocultártelo, Mónica. No a ti.

Ella se sentó a su lado, en el suelo, sin decir nada. Su presencia era refugio.

David respiró profundo. Cerró los ojos.

—Ximena apareció —dijo al fin, con voz baja, como quien libera algo que arde—. Raúl me llamó. Está con ella.

Mónica abrió la boca, pero no emitió sonido. El asombro era demasiado hondo.

—¿Con Raúl? ¿Estás seguro?

—Me lo dijo. Me juró que está bien. Me pidió que lo ayudara a contactar a Julio. Y que nadie más lo sepa. Que si Verónica se entera... todo puede perderse.

Mónica tragó saliva. El nombre de Verónica ya no era una sospecha. Era una amenaza.

—¿Y qué vas a hacer?

David se cubrió el rostro con ambas manos. Su voz, aunque trémula, fue clara.

—No puedo ir a su casa. Verónica está ahí. Si me ve, sabrá que algo pasa. Podría seguirme. Podría dañar a Ximena. O a Julio. O a Daniel. Solo tengo una opción: esperar a que Julio llegue a la oficina. Hablar con él a solas. Llevarlo donde Raúl. Y que todo ocurra sin testigos.

—¿Y si no va? ¿Y si alguien lo intercepta antes? ¿Y si Verónica sospecha que tú sabes?

Mónica se puso de pie. Caminó hasta el escritorio. Encendió una lámpara.

—No lo vas a arruinar —dijo con serenidad—. Lo vamos a hacer bien. Llegas temprano a la oficina. Te aseguras de estar solo cuando Julio llegue. Si alguien aparece antes... yo me encargo.

David la miró sorprendido.

—No sabía que eras tan fuerte.

Ella sonrió con tristeza.

—No tienes idea de lo que una mujer es capaz cuando la verdad está en juego.

David asintió, más sereno.

—¿Estás segura de que quieres ayudarme en esto?

—Estoy segura de que no pienso quedarme de brazos cruzados.

—Entonces... vamos a cambiarlo todo.

Y en ese estudio, mientras la lluvia persistía y el mundo seguía sin saberlo, se tejía el primer acto de una rebelión silenciosa.

—¿Estás seguro de que quieres cargar con esto?

David sostuvo su mirada.

—Estoy seguro de que no puedo quedarme callado.

Y así, mientras en la casa de campo la vela de Ximena seguía encendida… y en casa de Julio Verónica dormía con la calma de quien cree haber ganado, en un pequeño estudio de música, dos almas tejían con hilos de silencio un acto de rebelión: romper la mentira con una verdad que ya no podía esperar.




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