La tarde caía con la lentitud de los días que cargan demasiado silencio. Afuera, el cielo se cubría de un gris espeso, como si la ciudad entera esperara algo que aún no había llegado. Dentro de la casa de Gustavo y Malvina, el reloj marcaba las cinco con cuarenta y dos. Pero nadie miraba la hora.
Gustavo permanecía sentado junto a la ventana del salón, con una taza de café frío entre las manos. No había dicho nada en los últimos quince minutos. Solo escuchaba. Cada sonido de la calle le parecía una señal. Cada auto que pasaba, un presagio.
Malvina, junto a él, hojeaba sin interés una revista cerrada. No leía. Solo fingía ocupar sus manos. Y Berta, desde la cocina, se asomaba de vez en cuando, como si esperara ver llegar a alguien que jamás había cruzado esa puerta.
—¿Aún no hay noticias? —preguntó ella, sin avanzar del umbral.
Gustavo negó con la cabeza.
—Nada desde esta mañana.
El silencio volvió a instalarse, apenas roto por el sonido suave del viento en las persianas.
Y entonces, el teléfono sonó.
Fue un timbre corto, pero bastó para que los tres levantaran la mirada al mismo tiempo. Gustavo llegó primero. Tomó el auricular con una mezcla de urgencia y miedo. Su voz sonó firme, pero contenida.
—¿Sí?
La voz al otro lado era clara. Y joven.
—Papá... soy yo.
—Marco —susurró Gustavo, y Malvina se acercó con rapidez, como si hubiera reconocido también ese tono.
—¿Qué pasa? —preguntó, con el corazón acelerado.
—No te preocupes —respondió Marco, y en su voz había una emoción distinta—. Es una buena noticia.
Gustavo sostuvo el auricular con ambas manos.
—Habla. ¿Qué ocurrió?
—Ximena apareció —dijo, con una calma que apenas lograba sostener la emoción—. No tengo todos los detalles. Nadie los tiene todavía. Pero David habló con Julio. Y ahora mismo deben estar juntos. En algún lugar, lejos de todo esto. Pero están bien. Están juntos.
Un silencio espeso llenó la sala.
Malvina se cubrió la boca con ambas manos. Los ojos se le llenaron de lágrimas.
—¿Estás seguro? —preguntó Gustavo, con la voz más grave—. ¿No es un error?
—No, papá. No lo es. Julio la oyó. Habló con ella. Fue por ella. Y según el último mensaje que recibimos... ya se reencontraron.
Gustavo cerró los ojos. No dijo nada. Solo se apoyó contra la pared como si el cuerpo por fin pudiera soltar la tensión de tantos días. Malvina lo abrazó sin preguntar más. No necesitaban los detalles. Solo esa certeza.
Berta al ver sus rostros entendió lo que pasaba antes de que se lo dijeran.
—¿Apareció? —preguntó con un susurro lleno de esperanza.
Gustavo asintió. Le pasó el auricular a Malvina, quien ya no podía contener el llanto.
—Gracias, Marco... —dijo ella, con la voz trémula—. Gracias por decirnos.
Marco no respondió enseguida. Solo se le oyó respirar del otro lado, emocionado también.
—Tenían que saberlo. Teníamos que compartirlo.
El silencio ya no era angustia. Era otra cosa. Ya había paz.
Malvina, con la mano aún sobre el pecho, susurró con los ojos cerrados:
—Entonces... los sueños blancos no se acabaron. Solo estaban dormidos.
Gustavo no dijo nada. Solo sonrió.
El auto de Julio descendía por la ruta como si el asfalto ardiera bajo las llantas. El cielo, que aún colgaba pesado de nubes, apenas dejaba filtrar una luz grisácea, pero eso no importaba. Nada importaba más que llegar.
Julio tenía las manos aferradas al volante como si la fuerza de su agarre pudiera cambiar el destino. El rostro le ardía de tensión, los ojos fijos en la línea blanca del camino, y el corazón golpeando como tambor desbocado en el pecho.
A su lado, Ximena apenas respiraba. Estaba sentada recta, con una rigidez que no era postura sino coraza. Tenía las manos entrelazadas sobre las piernas, pero los dedos no dejaban de temblar. Cada sonido del motor, cada curva pronunciada, le recordaban que su hijo estaba lejos. Lejos y en manos de una mujer que había cruzado todos los límites.
—¿Crees que está bien? —preguntó al fin, en voz baja, como si le doliera hablar.
Julio tragó saliva. Tardó unos segundos en responder.
—Quiero creer que sí. Tiene que estarlo. Verónica lo quiere... a su modo. No creo que le haga daño. No todavía.
—No le hará daño —interrumpió Ximena con más esperanza que certeza—. No si llegamos a tiempo.
Sacó el celular de Julio del bolsillo de su chaqueta y lo sostuvo como si fuera la única cuerda que la conectaba a la esperanza. Buscó el nombre de Jackie en los contactos. Dudó. Respiró hondo. Y marcó.
Al tercer tono, Jackie contestó.
—¿Julio?
—No. Soy yo —dijo Ximena con rapidez—. Jackie, necesito que escuches con atención. Verónica está sola con Daniel. Julio y yo estamos en camino a casa, pero no sabemos cómo va a reaccionar. Tenemos miedo. No sabemos de qué es capaz.
—Soy yo, Jackie —respondió Ximena de inmediato—. Escúchame, no hay tiempo. Verónica está sola con Daniel. Julio y yo estamos en camino a casa, pero no sabemos cómo va a reaccionar. Tenemos miedo. No sabemos de qué es capaz. Necesitamos que alguien más esté ahí. Que ustedes vayan.
Un silencio repentino, y luego la respiración agitada de Jackie.
—¿Sola con él? ¿Desde cuándo?
—Desde esta mañana. Julio la dejó con Daniel antes de venir por mí. Nunca pensó que... que haría algo así.
—Voy para allá. Todos vamos —dijo Jackie, y la voz le cambió por completo—. No estás sola. Te lo prometo.
Jackie miró a todos y alzó la voz, sin rodeos:
—¡Verónica está sola con Daniel! ¡Julio y Ximena están en camino, pero necesitan ayuda!
Los rostros que ya conocían el miedo se endurecieron al instante. Marco fue el primero en reaccionar.
—¿Qué?
—¡Está sola en la casa con el niño! —repitió Jackie—. No podemos dejar que se le ocurra hacer una locura.
David ya corría hacia la puerta. Natalia tomó su bolso sin hablar. Renato se adelantó: