El amanecer llegó sin anunciar esperanza. No hubo sol radiante ni cantos de aves. Solo un cielo pálido, cubierto por nubes que parecían arrastrar el cansancio de todos los que no habían dormido. La ciudad despertaba, pero en la casa de Julio y Ximena el tiempo seguía detenido en esa noche de dolor, donde una sola ausencia lo había trastocado todo.
Nadie había conciliado el sueño. Las luces habían permanecido encendidas hasta que el cuerpo no pudo más, pero ni siquiera eso bastó para encontrar descanso. Cada rincón de la casa respiraba ansiedad. Cada pared contenía susurros, pasos lentos, oraciones silenciosas que no sabían a quién iban dirigidas.
Gustavo y Malvina llegaron cerca de las seis de la mañana. No fue necesario que tocaran el timbre. David, que había permanecido en vela, les abrió la puerta con el rostro demacrado y la mirada opaca.
Malvina fue la primera en entrar. Caminó directo hacia la sala y, al verla, Ximena se levantó sin decir palabra. Su cuerpo ya sabía que necesitaba ese abrazo. Solo el refugio de una madre. Se fundieron en un abrazo largo, sin preguntas, donde Ximena permitió que su dolor tuviera un espacio donde recostarse.
Gustavo fue hacia su hijo. Lo encontró en la cocina, sentado junto al mesón. Julio levantó la vista al sentirlo cerca. No dijo nada. Solo se dejó abrazar. Fue un gesto torpe, apretado, lleno de esa complicidad que no necesita palabras. Era un abrazo entre dos hombres que sabían lo que significa perder el control de lo más amado.
—Estamos aquí —susurró Gustavo—. Lo vamos a encontrar.
Julio no respondió. Pero la respiración que le temblaba en el pecho se fue aquietando poco a poco.
En el comedor, los demás empezaban a levantarse de sus improvisadas camas. Jackie, con el rostro agotado, preparaba café. Natalia revisaba su celular en busca de señales, ubicaciones, cualquier mínima pista que pudiera guiarles. Renato tomaba notas en un cuaderno, reconstruyendo posibles patrones de movimiento de Verónica, mientras Mónica trataba de organizar los horarios del día, sabiendo que no podrían detenerse.
Marco estaba sentado en la mesa del comedor de su departamento, con los codos apoyados y la mirada perdida en la taza humeante.
Sabrina apareció desde el pasillo.
—¿Dormiste algo? —preguntó con suavidad, mientras se servía una taza para ella.
Marco negó con la cabeza, sin alzar la vista.
—Un poco. O tal vez no. No lo sé… La noche fue larga.
Sabrina se sentó frente a él.
—Esta mañana —dijo ella, bajando un poco la voz— iré a la iglesia. Solo un momento. No quiero dejar pasar el día sin poner esto en manos de Dios.
Marco alzó la mirada. Su rostro aún mostraba los restos de la discusión con Jackie, el dolor por Daniel, la culpa acumulada por tantas cosas dichas y otras tantas que calló.
—¿Vas a rezar por ellos? —preguntó con una tristeza apaciguada.
Sabrina asintió con una leve sonrisa melancólica.
—Por Julio. Por Ximena. Y sobre todo por Daniel. Porque donde sea que esté, alguien lo cuide mientras lo encontramos.
Marco tragó saliva. Apartó la taza.
—Yo no me siento capaz de volver todavía a esa casa. No después de cómo salí ayer. No después de lo que le dije a Jackie. Siento que si aparezco, solo sumaré ruido.
—No siempre se trata de estar presente físicamente, hijo —respondió Sabrina con ternura—. A veces basta con estar atento. Con no darse por vencido.
Marco se pasó las manos por la cara, intentando despejarse.
—Voy a ir a la oficina —dijo, con tono más decidido—. Verónica dejó muchas cosas en el escritorio, en su computador. Archivos, documentos, hasta sus rutinas anotadas a mano. Quizá haya algo ahí. Alguna pista. Algún lugar al que solía ir… algo que nos diga dónde podría estar con Daniel.
Sabrina lo miró con orgullo, pero no lo dijo. Se levantó despacio y se acercó para colocar una mano sobre su hombro.
—Hazlo. Pero no por evadir algo. Hazlo porque puedes marcar la diferencia.
Ella tomó su bolso, se detuvo en la puerta.
—Nos veremos más tarde —dijo—. Y si algo cambia… si necesitas volver a esa casa, hazlo. No importa cómo saliste. Lo que cuenta es cómo vuelves.
Marco cerró los ojos un instante. Cuando volvió a abrirlos, su rostro había recuperado algo de la fuerza que parecía haberse extraviado la noche anterior.
—Gracias, mamá.
En la ciudad, la vida aún bostezaba. Las calles permanecían húmedas por una llovizna, y las hojas de los árboles no se movían, atrapadas en el aire de los días que marcan destinos.
Una iglesia, en un barrio muy familiar de Quito, parecía ajena a todo. Silenciosa. Era Antigua. La piedra de sus muros guardaba el eco de siglos de plegarias, culpas y redenciones. Dentro, el aire era frío, y cada paso resonaba como si pisara no solo el suelo, sino las memorias olvidadas que dormían en los rincones.
Unas pocas velas temblaban solas en los candelabros de hierro. Sus llamas proyectaban sombras largas sobre los vitrales que, aunque apagados por la falta de sol directo, dejaban pasar haces de luz color ámbar, rosa y azul pálido, como si alguien, desde otro mundo, hubiera querido pintar de esperanza lo que allí se estaba quebrando.
Los bancos de madera lucían intactos, como si nadie los hubiese tocado desde hacía días. Y en medio de esa soledad casi sagrada, cruzó el umbral una figura que desentonaba con todo... y al mismo tiempo, parecía haber sido esperada.
Era Verónica.
Entró despacio, como si el cuerpo ya no le perteneciera del todo. El suelo de piedra estaba frío. Caminaba con pasos lentos, inciertos, arrastrando consigo un silencio que parecía haber comenzado mucho antes de cruzar el umbral. No sabía cómo había llegado hasta allí. No recordaba si había tomado un desvío, si se había perdido, si alguien la había mirado por el camino. Tal vez nadie. Tal vez había sido invisible. Solo sabía lo que la mantenía de pie: tenía a Daniel entre los brazos. Dormido. Envuelto en una manta blanca que le cubría casi todo el rostro.